San Juan Diego, que en 1990 Juan Pablo II llamó «el confidente de la dulce
Señora del Tepeyac» (L'Osservatore Romano, 7-8 maggio 1990, p. 5), según una
tradición bien documentada nació en 1474 en Cuauhtitlán, entonces reino de
Texcoco, perteneciente a la etnia de los chichimecas.Se llamaba
Cuauhtlatoatzin, que en su lengua materna significaba «Águila que habla», o «El
que habla con un águila».
Ya
adulto y padre de familia, atraído por la doctrina de los PP. Franciscanos
llegados a México en 1524, recibió el bautismo junto con su esposa María Lucía.
Celebrado el matrimonio cristiano, vivió castamente hasta la muerte de su
esposa, fallecida en 1529. Hombre de fe, fue coherente con sus obligaciones
bautismales, nutriendo regularmente su unión con Dios mediante la eucaristía y
el estudio del catecismo.
El 9 de
diciembre de 1531, mientras se dirigía a pie a Tlatelolco, en un lugar
denominado Tepeyac, tuvo una aparición de María Santísima, que se le presentó
como «la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios». La
Virgen le encargó que en su nombre pidiese al Obispo capitalino el franciscano
Juan de Zumárraga, la construcción de una iglesia en el lugar de la aparición.
Y como el Obispo no aceptase la idea, la Virgen le pidió que insistiese. Al día
siguiente, domingo, Juan Diego volvió a encontrar al Prelado, quien lo examinó
en la doctrina cristiana y le pidió pruebas objetivas en confirmación del
prodigio.
El 12
de diciembre, martes, mientras el Beato se dirigía de nuevo a la Ciudad, la
Virgen se le volvió a presentar y le consoló, invitándole a subir hasta la cima
de la colina de Tepeyac para recoger flores y traérselas a ella. No obstante la
fría estación invernal y la aridez del lugar, Juan Diego encontró unas flores
muy hermosas. Una vez recogidas las colocó en su «tilma» y se las llevó a la
Virgen, que le mandó presentarlas al Sr. Obispo como prueba de veracidad. Una
vez ante el obispo el Beato abrió su «tilma» y dejó caer las flores, mientras
en el tejido apareció, inexplicablemente impresa, la imagen de la Virgen de Guadalupe,
que desde aquel momento se convirtió en el corazón espiritual de la Iglesia en
México.
El
Beato, movido por una tierna y profunda devoción a la Madre de Dios, dejó los
suyos, la casa, los bienes y su tierra y, con el permiso del Obispo, pasó a vivir
en una pobre casa junto al templo de la «Señora del Cielo».
Su preocupación era
la limpieza de la capilla y la acogida de los peregrinos que visitaban el
pequeño oratorio, hoy transformado en este grandioso templo, símbolo elocuente
de la devoción mariana de los mexicanos a la Virgen de Guadalupe.
En
espíritu de pobreza y de vida humilde Juan Diego recorrió el camino de la
santidad, dedicando mucho de su tiempo a la oración, a la contemplación y a la
penitencia. Dócil a la autoridad eclesiástica, tres veces por semana recibía la
Santísima Eucaristía.
En la
homilía que Juan Pablo II pronunció el 6 de mayo de 1990 en este Santuario,
indicó cómo «las noticias que de él nos han llegado elogian sus virtudes
cristianas: su fe simple [...], su confianza en Dios y en la Virgen; su
caridad, su coherencia moral, su desprendimiento y su pobreza evangélica.
Llevando una vida de eremita, aquí cerca de Tepeyac, fue ejemplo de humildad»
(Ibídem).
Juan
Diego, laico fiel a la gracia divina, gozó de tan alta estima entre sus
contemporáneos que éstos acostumbraban decir a sus hijos: «Que Dios os haga
como Juan Diego».
Circundado
de una sólida fama de santidad, murió en 1548.
Su
memoria, siempre unida al hecho de la aparición de la Virgen de Guadalupe, ha
atravesado los siglos, alcanzando la entera América, Europa y Asia.
El 9 de
abril de 1990, ante Juan Pablo II fue promulgado en Roma el decreto «de vitae
sanctitate et de cultu ab immemorabili tempore Servo Dei Ioanni Didaco
praestito».
Fue
beatificado (junto a San José María Yermo y Parres y los beatos Niños Mártires
de Tlaxcala) en la Basílica de Guadalupe de la Ciudad de México el 6 de mayo de
1990, durante el segundo viaje apostólico a México del Papa Juan Pablo II.
Finalmente fue canonizado en 2002 por el mismo Juan Pablo II y la Iglesia
católica celebra su festividad el día 9 de diciembre.
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