Nació
alrededor del año 1470 en Desenzano, junto al lago de Garda, en la región de
Venecia. Tomó el hábito de la
Tercera Orden Franciscana y reunió un grupo de jóvenes para
instruirlas en las obras de caridad. El año 1535 fundó en Brescia un instituto
femenino, bajo la advocación de Santa Úrsula, dedicado a la formación cristiana
de las niñas pobres. Murió el año 1540.
El
nombre de Santa Ángela de Mérici es de los que mayor celebridad han alcanzado
en la historia de la
Iglesia. En pleno Renacimiento, cuando se está elaborando un
mundo nuevo, en el momento en que la herejía de Lutero empieza sus estragos,
esta humilde creyente sin letras comprende que la ignorancia es la gran plaga
de la Iglesia,
y organiza para la educación de las niñas lo que San Ignacio de Loyola en favor
de los jóvenes. Por donde se ve cómo Dios sabe escoger a su debido tiempo
instrumentos dóciles para realizar sus designios providenciales.
Funda la Compañía de Santa Úrsula,
primera Congregación de mujeres dedicadas a la enseñanza. Para cumplir su
misión, las primeras Ursulinas vivirán en medio del mundo; transformarán el
ideal de la vida religiosa, que para las mujeres no pasaba del claustro y del
hábito monacal.
Por
otra parte, la fundadora determina que, dócil a la autoridad eclesiástica, el
Instituto se adapte a los tiempos y lugares. «A estas dos Compañías de
Ursulinas y Jesuitas, deben principalmente muchas naciones de Europa haber
conservado la verdadera doctrina católica».
Una
familia piadosa. Infancia de una santa
Ángela
nació el 21 de marzo de 1474, en Desenzano, puerto de pesca a orillas del lago
de Garda, a treinta kilómetros de Brescia. Su padre, Juan de Mérici, y su
madre, Biancosi, vivían en la granja de los Grezze, subsistente en la
actualidad, de la cual eran propietarios. Ángela era la última de cinco hijos:
tres niños y dos niñas.
La casa
paterna era un verdadero santuario; se vivía y trabajaba continuamente con el
pensamiento de «Dios me ve»; se rezaba en común; por la tarde, la lectura de un
libro de piedad o la Vida
de los Santos daba fin a los trabajos del día.
Ángela
seguía con extremado esmero e íntima satisfacción estas piadosas prácticas. Con
tan santas ideas y elevados pensamientos, se trazó un género de vida que tenía
mucho de retiro y soledad. Con la ayuda de su hermana, que tenía aspiraciones
muy semejantes, transformó en oratorio una habitación reducida, donde se
retiraban cada tarde a horas determinadas para orar y cantar las divinas
alabanzas. A estos ejercicios juntaba Ángela los rigores de la penitencia. A
los nueve años consagró a Dios su virginidad, haciendo voto de guardarla, y
persuadió a su hermana para que hiciera lo mismo. Desde entonces renunció a
todos los adornos mundanos, y su única preocupación era complacer en todo a
Nuestro Señor Jesucristo.
Ángela
estaba dotada de rara hermosura: poseía una abundante cabellera, cuyos bucles
de oro flotaban a merced del viento. Un día, oyendo alabar su belleza se turbó
y, no pudiendo cortar sus doradas trenzas sin singularizarse imprudentemente,
optó por anular su brillo empleando una extraña loción, compuesta de agua,
hollín y miel.
Tenía
trece años cuando, a sus instancias, fue admitida a la primera comunión.
Hubiera querido comulgar todos los días, pero la lamentable costumbre de las
comuniones tardías y raras, esclavizaba a las almas amantes de Jesús en la Eucaristía. Por lo
cual, cuando Jesús venía a su alma estaba en el colmo de la felicidad: pasaba
todo aquel día sin querer tomar ningún otro alimento, y tenía sabrosísimos
coloquios con su dulce y amable Jesús.
Nueva
morada. Huida al desierto
Hacia
el año 1487, Juan de Mérici, que contaba sólo unos cuarenta años, fue atacado
por una fiebre maligna que en contados días le quitó la vida. Dos años más
tarde su virtuosa mujer le seguía a la tumba. Con motivo de esta repetida
desgracia, las dos huérfanas buscaron quien pudiese guiarlas y dirigirlas por
el buen camino emprendido, y abandonaron la población de Desenzano.
Bartolomé
Biancosi, hermano de su madre, las tomó a su cargo y las llevó consigo a Salo,
población situada igualmente a orillas del lago de Garda, a unos 25 kilómetros al
norte de Desenzano. Era un rico comerciante y, sobre todo, un cristiano
ejemplar muy respetado por sus conciudadanos. En esta mansión hospitalaria,
donde todo favorecía sus deseos de perfección, fue fácil a las dos jóvenes
trazarse acertado reglamento de vida, distribuyendo el día entre el trabajo y
la oración, sin dejar un solo instante a la ociosidad.
Si la
desgracia había aumentado el cariño entre Ángela y su hermana, haciendo que
cada día sirviesen con más amor a Dios, el bienestar de su nueva existencia
contrariaba sus deseos de mortificación. Enardecidas con la lectura de los
Padres del desierto, determinan un día buscar en la montaña alguna cueva donde
poder llevar vida eremítica. Con mucho ardor y decisión parten después de oír
misa, solas, sin provisiones y sin manifestar nada a nadie. Al anochecer
escogen un abrigo entre los árboles y las rocas. Su buen tío, inquieto al ver
que no volvían a casa al mediodía, búscalas por todas partes, y acaba por
descubrir a las dos fugitivas en el retiro donde se creían completamente
aisladas del mundo.
No les
dice ninguna palabra de reproche: se contenta con manifestarles los peligros a
que las exponía una piedad mal entendida. Pero, lejos de combatir el atractivo
de sus sobrinas por la vida silenciosa y retirada, les prepara en su propia
casa una celda. En ella pudieron practicar lo que en el desierto no les hubiera
sido fácil poner por obra.
Santa
Ángela, Terciaria Franciscana
Hacía
ya unos seis años que Ángela y su hermana vivían en casa de su tío, cuando esta
hermana tan querida fue arrebatada a su cariño por una muerte repentina, sin
que el sacerdote tuviese tiempo de administrarle los últimos sacramentos.
Ángela quedó muy apenada por esta nueva desgracia.
Una
angustia dolorosa la apesadumbraba; temblaba por la suerte de esta alma,
llamada de improviso al tribunal de Dios. Algún tiempo después, cuando llevaba
la comida a los segadores, vio sobre su cabeza, en una revuelta del camino, una
nube luminosa, y en ella a la Santísima Virgen, que le presentaba a su hermana
llena de gloria y rodeada de un cortejo de ángeles. «¡Oh Ángela! -dijo la feliz
predestinada-, persevera como has empezado, y gozarás conmigo de la misma
alegría y felicidad».
Este
acontecimiento tuvo grandísima influencia sobre nuestra Santa, y fue causa de
que cada día se desprendiese más de las cosas de la tierra.
Por
esta época determinó entrar en la Orden Tercera de San Francisco, cuyo espíritu y
Regla abrazó en toda su plenitud y eficacia. Desde aquel momento se llamó
«Hermana Ángela». Revestida del hábito franciscano, que llevó hasta la muerte y
con el cual quiso ser enterrada, nuestra Santa pudo, aun permaneciendo en el
mundo, vivir como perfecta religiosa.
También
por este tiempo, en 1495 ó 1496, la muerte le arrebató a su tío Bartolomé;
Ángela volvió a habitar la casa paterna en Desenzano, en donde permaneció
veinte años más.
Al
principio de su regreso a Desenzano, Ángela administró el patrimonio que había
heredado; pero, por amor a la pobreza, poco a poco fue despojándose del mismo y
acabó por vivir de limosna. Sus penitencias fueron cada día más rigurosas: una
tabla o una estera sobre el suelo formaban su cama, y unos sarmientos o una
piedra le servían de almohada. Salía de casa raras veces; el cilicio, las
flagelaciones y los ayunos continuos, mortificaban sin compasión su cuerpo. La Sagrada Eucaristía,
que recibía todos los días con el asentimiento de su director, la alimentaba y
sostenía milagrosamente.
Entre
las almas que en esta época trabaron amistad con nuestra Santa, se contaba una
joven cuyo nombre no nos es conocido, y que durante largo tiempo fue su
compañera. Juntas rezaban, trabajaban y visitaban a los pobres. Este cariño
entre ambas amigas, fue también roto por la muerte hacia el año 1506.
Un mes,
poco más o menos, después de este acontecimiento, Ángela va al campo en
compañía de algunas amigas. Mientras éstas meriendan, ella se retira para orar
a la sombra de un emparrado, en un lugar llamado Brudazzo. De pronto, las nubes
se separan, rodéala una luz resplandeciente y surge una escala semejante a la
de Jacob, que llega hasta el cielo. Muchedumbre innumerable de vírgenes suben y
bajan por ella, vestidas con túnicas resplandecientes y llevan diadema real.
Van de dos en dos dándose la mano, y un cortejo celestial de ángeles músicos
las acompañan con arrobadoras melodías.
Separándose del grupo, una de las
vírgenes -en la que Ángela reconoce a la amiga que acaba de perder- se acerca a
nuestra Santa y le dice: «Ángela, has de saber que Dios te ha enviado esta
visión para indicarte que, antes de morir, fundarás en Brescia una Sociedad de
vírgenes muy semejantes a éstas».
Ángela
comunicó a sus compañeras lo que acababa de suceder, y ellas se pusieron bajo
su dirección para consagrarse a obras de celo, educar a los parvulitos,
reunirlos para enseñarles las oraciones y el catecismo, visitar y socorrer a
los pobres y enfermos, entrar en los talleres y lugares de trabajo para
combatir la blasfemia. Era como un bosquejo de la obra anunciada por la visión.
La acción de la naciente Sociedad se dejó pronto sentir; un renuevo de vida
cristiana floreció en Desenzano y en toda la región. Ángela se trocó entonces
en persona veneranda; venían a visitarla, a recibir sus consejos y encomendarse
a sus oraciones.
Sin
embargo, la visión había hablado de Brescia: en efecto, en dicha población
había decidido la
Providencia poner las bases de la futura Congregación.
Había
por entonces en Brescia una familia rica, los Pentagola, grandes bienhechores
de toda buena obra, de las iglesias y de los monasterios, que iban cada año a
pasar los meses de verano en su casa de campo de Patengo, aldea próxima a
Desenzano. Habiendo conocido las virtudes y los méritos de Ángela, pronto
fueron amigos y protectores de su naciente Sociedad. Aconteció en 1516 que los
Pentagola, recién llegados a Brescia, tras una estancia de cuatro meses en
Patengo, perdieron por muertes súbitas y seguidas a sus dos hijos. Abrumados de
pena acuden a la caridad de Ángela y le ruegan los vaya a consolar. Obedeciendo
a sus superiores espirituales, que le mandan acceder a la súplica, Ángela toma
las providencias que juzga necesarias para asegurar durante su ausencia el buen
funcionamiento de su pequeña Sociedad de Desenzano, y sale para Brescia, en
donde van a cumplirse las divinas promesas.
En
Brescia. Peregrinaciones a Jerusalén y a Roma
Brescia
acababa de sufrir el triste azote de la guerra que durante veinte años desoló a
Italia, y particularmente al Milanesado y al Véneto. En medio de tal
desolación, Ángela aparece en verdad como el ángel de Dios. Predica a todos la
conversión y reforma de vida. Su pobre celda, cerca de la iglesia de San
Bernabé, puede apenas contener a los que desean verla; aquello parece una
Universidad, pues entre otras gracias sobrenaturales, Ángela ha recibido el don
de la ciencia infusa; habla latín sin haberlo estudiado nunca; explica los
puntos más difíciles de las Sagradas Escrituras y trata los asuntos teológicos
con tan grande precisión, que los más graves doctores acuden a sus consejos de
vidente.
Un
estudiante de la
Universidad de Padua, fue a Brescia para cerciorarse de
cuanto se decía de la sierva de Dios. Presentóse magníficamente vestido, con
bonete encarnado de doctor, y en él la pluma vistosa y larga que imponía la
moda de aquella época.
--
Estudio -le dijo- con gran deseo de llegar a ser sacerdote, y anhelo saber si
es ésta, efectivamente, la voluntad de Dios.
--
Tiene usted que mejorarse mucho -le respondió ella- antes de abrazar un estado
que pide sencillez y modestia, pues me parece que está muy inclinado a la
vanidad.
El
joven, confundido, confesó su equivocación y comenzó con denuedo la reforma de
su vida.
Consiguió
también Ángela reconciliar personajes de la aristocracia que hacía largo tiempo
se profesaban un odio mortal; este hecho tuvo una resonancia considerable. El
duque de Milán, Francisco Sforza, encantado de la sabiduría de sus consejos, la
llamaba su «madre espiritual» y procuraba retenerla a su lado.
Aunque
Ángela nada haya manifestado de sus tentaciones, no se puede dudar que el
demonio, ante tanta santidad, redoblaría sus esfuerzos para inducirla a
vanidad, valiéndose de las astucias propias del espíritu maligno. Se sabe de
cierto, que un día el demonio se le presentó en forma de ángel de luz y le
dirigió palabras de alabanza. Ángela advirtió el engaño; un ángel que adula, no
puede ser más que un demonio. «Retírate -le dijo-, tú eres el espíritu de la
mentira. No soy más que una pecadora indigna de ser visitada por los ángeles
del cielo».
En el
mes de mayo de 1524, Ángela emprendió con uno de sus primos, Biancosi, y un
rico gentilhombre bresciano, la peregrinación a Tierra Santa; pero, al
desembarcar en Candía, perdió de repente la vista. No obstante, resolvió seguir
el viaje. Al llegar a la santa colina del Calvario renovó sus votos, y en la
iglesia del Santo Sepulcro recibió nuevas luces acerca de su misión.
A la
vuelta, como el navío hiciera escala nuevamente en Candía, Ángela fue conducida
a una iglesia donde se veneraba un Santo Cristo milagroso. Púsose en oración y
al momento recobró la vista. Los peregrinos siguieron su travesía con gran
alegría y satisfacción, y llegaron sanos y salvos a Venecia, después de haberse
salvado milagrosamente de una terrible tempestad, y haberse podido librar de la
persecución de los piratas berberiscos.
Apenas
desembarcaron en Venecia, la sierva de Dios fue objeto de la admiración de
todas las gentes; las autoridades civiles y religiosas le ofrecieron la
dirección de los hospitales. Ella lo rehusó muy agradecida y, viendo lo que
hacían para retenerla, huyó en secreto y se encaminó a Brescia.
Al año
siguiente fue a Roma para ganar el jubileo. Al entrar en la basílica de San
Pedro encontró a un camarero del Papa, que había sido compañero suyo de viaje
al regresar de Tierra Santa, el cual la presentó al Sumo Pontífice. Sabedor de
las maravillas debidas a la santidad de esta humilde mujer, Clemente VII
hubiera querido que fijase su residencia en Roma, para ponerla al frente de las
casas de caridad; pero Ángela le dio a conocer su visión de Brudazzo y la
misión que de Dios había recibido. El Papa la escuchó y bendijo la fidelidad
que ponía para seguir el divino llamamiento.
Fundación
de las Ursulinas
Cinco
años han de pasar antes de que la fundadora ponga las bases de su Instituto. La
guerra ha vuelto a Italia, por la histórica rivalidad de Francisco I y Carlos
V. En 1529, Brescia es de nuevo atacada; sus habitantes buscan refugio en Cremona
y no vuelven hasta que se firma la paz, por Navidad del mismo año.
La Providencia interviene al fin, y Nuestro Señor en persona ordena a
Ángela que ponga manos a la obra sin más pérdida de tiempo. Nuestra Santa
escoge entonces doce jóvenes de Brescia, y les propone, de parte del divino
Maestro, llevar una vida retirada en sus respectivas casas; luego, en sucesivas
reuniones las instruye en el amor y práctica de la pureza, mortificación,
obediencia, pobreza y en la perfecta caridad. Hacia el fin del año 1533 sus
hijas espirituales son veintiocho, y las reúne todos los días. Les hace ver los
males de la Iglesia:
pues Inglaterra es arrastrada al cisma por su rey; Lombardía amenazada por el
protestantismo que destroza a Alemania, y en todas partes la ignorancia
religiosa trae males sin cuento; a la vez, les pone de relieve el bien que
puede producir en el mundo la fundación de un grupo de religiosas que sepan
hermanar la vida activa con la contemplativa.
Las
primeras religiosas de este Instituto emitieron los votos el 25 de noviembre de
1535 en Brescia, en la iglesia de Santa Afra: eran veintisiete; un mes después
su número llegaba a sesenta; a los tres votos de religión añadían el de
consagrarse a la enseñanza.
Ángela
no quiso que se diera su nombre al nuevo Instituto: lo puso bajo la protección
de Santa Úrsula, la virgen mártir de Colonia, que se le había aparecido tres
veces para guiarla y animarla, y a quien las Universidades de la Edad Media habían
escogido ya como patrona de la juventud y de los estudios.
--
Formaremos -decía- la
Compañía de Santa Úrsula... Ella será vuestra patrona y la
mía. Trabajaremos bajo su estandarte por la propagación de la fe y la extinción
del vicio y del error; instruiremos en la santa doctrina de Jesucristo a las
personas de nuestro sexo.
Y,
repartiéndose los barrios de la ciudad, comenzaron diligentes su labor
bienhechora. La Regla
recibió la primera aprobación del cardenal Cornaro, obispo de Brescia, el 8 de
agosto de 1536. Las Constituciones recibieron la primera aprobación de Paulo
III, en 1544. En ese mismo año la
Compañía adoptó la
Regla de San Agustín.
El
movimiento se tomó con gran entusiasmo y se propagó rápidamente por Italia,
Alemania y Francia. En pocos años la
Orden contó muchas casas.
Ángela,
Superiora General. Su muerte
Algunos
meses más tarde, el 18 de marzo de 1537, se reunía el primer Capítulo general,
y la Hermana
Ángela, a pesar de todas sus instancias, fue elegida Superiora General de la Compañía. Continuó
durante tres años instruyendo, guiando y, sobre todo, edificando a sus primeras
hijas, cuyo número iba aumentando rápidamente.
Cayó
enferma al principio de enero de 1540, y, habiendo reunido a sus hijas apenadas
y entristecidas alrededor de su lecho, les dio sus últimas instrucciones. Luego
recibió los santos sacramentos «con angélica devoción», cerró los ojos y
entregó suavemente su alma a Dios, el 28 de enero de 1540, musitando sus labios
el santo nombre de Jesús. Ángela iba a cumplir sesenta y siete años.
Su
cuerpo fue llevado con gran pompa y solemnidad a la catedral de Santa Afra,
donde estuvo expuesto durante un mes. Los prodigios se manifestaron muy pronto
ante el sepulcro de la «virgen de Brescia», y la iglesia llegó a ser pronto un
centro de peregrinaciones.
Clemente
XIII aprobó, el 30 de abril de 1768, el culto que el pueblo daba
espontáneamente a la sierva de Dios. En 1790, el papa Pío VI iba a proceder a
su canonización, mas la
Revolución francesa se lo impidió, y Pío VII la canonizó el
24 de mayo de 1807.
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