He aquí
unos pies anchos, seguros, infatigables, que caminan bajo la ternura de la
primavera, por las orillas del Rhin, esponjados gozosamente sobre la caricia de
los praderíos, que los unge de un perfume de hierbabuena.
Yo he visto estos
pies, en el verano, polvorientos y morenos de sol, sudorosos, por la enorme
fatiga, recogerse al descanso, a la sombra de la catedral de Colonia, y, al
quedar reverentes, de rodillas, todos los santos, los ángeles y los grifos, que
cantan un misterio de fe sobre la gloria del pórtico, han sonreído beatamente,
en la frialdad de la piedra sagrada y maravillosa. Y los vio sobre los montes
de Spira, en lucha amarga con las tormentas de invierno, ir dejando en la nieve
un camino de sangre. Pero su vida y su gloria —la de estos pies
extraordinarios— resplandecen en caminar sin vacilaciones, sin pausas. ¿Qué
buscan con tan ardorosa impaciencia estos pies? ¡Las almas!
Los pies pueden definir la existencia de un
hombre. En los libros Sapienciales hay toda una impresionante teología de los
pies, como mandatarios de nuestro libre albedrío, cuando siguen las huellas del
Señor y cuando caminan por las tinieblas del pecado, a la condenación eterna.
Y, en el Evangelio, una ordenanza, sin apelaciones, de Jesucristo: "Si tu
pie te escandaliza, córtalo y arrójalo lejos de ti; porque más te vale entrar
cojo en el cielo que con los dos pies perderte en la gehena".
Pero estos pies —para siempre, ahora,
descalzos, mendicantes apostólicos— calzaron en su juventud finos escarpines de
pieles, labradas en oro y pedrería. Eran esbeltos y ágiles para la danza en las
fiestas de corte del emperador Enrique; cauteloso para tantear los laberintos
sutiles de la política; raudos en la ambición de prebendas y honores.
Son los pies de Norberto. Noble en las marcas
de la Germania,
arzobispo de Magdeburgo, fundador de los canónigos regulares premonstratenses,
santo en el cielo de Dios. Y, según la historia que os voy a referir, estos
pies, como dos columnas inconmovibles de la Santa Iglesia de
Cristo, en la edad turbada del siglo XI, donde hay antipapas, confusión de la
fe con las herejías, mientras atardece en un crepúsculo deslucido de sombras
toda la grandeza del Sacro Imperio.
Había nacido el año 1080, en la pequeña ciudad
de Santes, del Estado de Cléves, en las márgenes alemanas del Rhin, que tiene
castillos de leyenda, viñedos dorados por un embrujo de sol, para que destilen
sus vinos, como la sangre encendida. La Crónica laudatoria del XVII atribuye a su padre
Heriberto ascendencia de césares. Era realmente noble y emparentado con el
emperador. Su madre Haduvije “traía origen de la Serenísima Casa de
Lorena, raíz fecunda de donde han descollado, en todas las edades, muy
cristianos héroes". Pues nada sorprende que, con semejantes ejecutorias en
su cuna, tuviera Norberto entre sus manos la estrella de los elegidos y la
fortuna asomada a sus ojos anhelantes y limpios. Sería un puro intelectual de
la época, libre de toda servidumbre a las armas y a las artesanías.
En las escuelas monásticas y episcopales se
refugiaba entonces todo el humano saber. Turbas de copistas, en la calma serena
y oracional de los scriptorios, ponían a punto las humanidades clásicas, junto
a las últimas novedades de Anselmo de Bec, de Escoto Erigena, de Rábano Mauro.
El Trivium, con el estudio de la gramática y de la dialéctica, con la pompa de
los retóricos, interpretaba la historia y la poesía, mientras la austeridad del
Quadrivium, apretado de números secretos, de astrologías y geometrías, se
humanizaba también admitiendo los simples pentagramas de Guido de Arezzo, para
reducir a un lúcido orden las melodías de la música. En la inquietud de estas
escuelas se preludiaba ya el advenimiento feliz de la escolástica, que casaría
valientemente las verdades de la fe con la filosofía de Aristóteles. Y un gran
viento de mística espiritualidad agitaba a toda la Europa, empujando a las
gentes al heroísmo de las Cruzadas, a la quieta y dolorosa contemplación de
Dios en la penitencia y silencio de los claustros.
Norberto ha vivido estos mundos alucinantes de
la sabiduría. Tiene una inteligencia despejada y aguda; imaginación dulce para
los madrigales, una palabra vital, que hace impacto de llagas en quien le oye.
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Sigue las disciplinas eclesiásticas porque le
prima en la sangre el ejemplo de su tío, Federico de Carinthia, arzobispo de
Colonia. Y asciende al subdiaconado, pero sin intenciones de consagrarse al
Señor, en la plenitud de entrega del sacerdocio. Su tonsura le traerá un estado
de vida magnificada por los honores y por las prebendas. Su propio tío le
confiere una capellanía en la imperial iglesia de Santes, donde se muere de
tedio y de nostalgias bajo el meridiano del demonio, dando a sus pasiones
placer y a su ambición conquistas. Un canonicato en la catedral de Colonia le
introduce triunfalmente en la vida cortesana. El emperador le hace su
limosnero. Y ya está Norberto sobre los lujosos escenarios de la intriga
palatina, para decir su papel, en alegres justas de amor, que han de terminar
en drama. De cuerpo bien plantado y hermoso, maestro de humanidades, de
cetrerías y poesías, insinuante y bien compuesto el ademán, la palabra caliente...,
y una turba de damas, como gacelas, que ansían el venablo del cazador.
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Hay para Norberto, en este tiempo de
vanidades, un viaje imperial a Roma, porque Enrique desea zanjar con el papa
Pascual Il el escándalo de las investiduras que trae envilecida a la
cristiandad, Han precedido unas conversaciones en Sutri, donde ambas partes
llegaron a un esquema de convenio. Sólo falta la solemnidad de la firma, en la
gran ceremonia que se celebra en San Pedro, con pausada pompa papal. Pero
entonces, lejos de suscribir el emperador las estipulaciones de Sutri,
"con la mayor alevosía que se lee en las historias —según papeles del
tiempo—, hace una seña en alemán a sus tropas, que se echan sobre el Pontífice
y los cardenales, les despojan de sus saeras vestiduras y los reducen a
prisión". Fuera, los regocijos de Roma por la visita de tan insigne
viajero naufragan en sangre inocente, en tropelías de la soldadesca, en
incendios de destrucción. El alma exquisita de Norberto se turba y reprueba la
conducta indigna de su amo: corre a la cárcel del Pontífice para reverenciarle
y llorar con él tan grandes desventuras, y, ya de regreso en Alemania, no
quiere admitir el obispado de Cambray, con el que desea investirle el
emperador. Es el principio de su salud.
La
Crónica jesuita de Anvers desliza otra interpretación a esta
renuncia obispal, como si el joven subdiácono amase más su vida desarreglada
que el servicio divino, y pone la misma intención mundana a un cierto recreo
que Norberto se toma, un día luminoso de abril, jinete de elegante caballo,
cuando se dirige con su paje a un conventillo de Freten de Westfalia. ¿Le
llevaba el impulso ciego del amor? Pero allí sería su camino de Damasco. Iba
así nuestro caminante, huyendo de la luz hacia las oscuras regiones de tan ruines
pensamientos, "cuando vino sobre la espalda de este fugitivo de Dios una
palabra poderosa, que derriba en tierra al caballo y al caballero." Claro
que esto es la pintura un poco barroca del Cronicón. Porque la realidad fue
que, en aquella calma radiante de primavera —todo el cielo perfumado de lirios
y de rosas—, se cerró en una colosal tormenta.
Nubes cárdenas restallando
truenos, los árboles de la selva bamboleantes, las golondrinas atolondradas sin
poderse recoger a seguro, y Norberto acurrucado en los temblores de su miedo,
aterido entre el furor de las lluvias. Un rayo cae a los pies de su cabalgadura
y sepulta a Norberto, con su paje, entre el lodo y las hierbas ardientes, como
en un infierno.
Se repite la historia de Saulo. Norberto
encuentra su Ananías en el santo abad del cenobio de Ligeberg, en cuyas
soledades se convierte a la contrición de sus pecados, a la penitencia.
Entonces decide ascender hasta el sacerdocio. Su primera misa en la iglesia
natal de Santes se configura, como una perfecta crucifixión, con el Cristo vivo
de su Sacrificio.
Es escarnecido por clérigos y por labradores, que le
recuerdan los regalos carnales de su vida mundana; pero el sermón primero que
les dirige impresiona hasta las lágrimas a todos sus paisanos, porque les confiesa
con extrema humildad los escándalos de su vida y les invita a seguir a
Jesucristo, en la vida nueva que él va a emprender.
Y sus pies inician la gran epopeya. Reparte
entre los pobres sus tesoros; renuncia a los cargos eclesiásticos y se hace sembrador
del Evangelio por todas las marcas del Rhin, con milagros, carismas y don de
lenguas, como los mismos apóstoles, que recibieron en Pentecostés al Santo
Espíritu.
Andar y andar, a la sola conquista de las almas. Los auditorios que
abarrotan los templos vienen de largas distancias para oírle: pastores,
letrados, clérigos, y todos quedan embebidos en los ardores de su caridad.
Acusado falazmente por su propio Cabildo de Colonia al concilio de Hesse, en
1118, alcanza del Papa una legación para predicar en todo el orbe.
Llega a
Valenciennes con la salud rota, agotado de una misteriosa fiebre, y, sabiendo
que allí se encuentra su buen amigo Burcardo, obispo de Cambray, le visita.
Asiste a la conversación el capellán de su excelencia, Hugo, que, desde tiempo,
había tomado el propósito de renunciar al mundo. Y, oyéndole, le suplica que le
tome de compañero para aquel apostolado de evangelización rural. Y así la Providencia une estos
dos corazones en un mismo destino: la fundación de una Orden que remedie las necesidades
de la Iglesia.
En 1119, muerto el papa Gelasio, le sucede el
arzobispo de Viena, Calixto II, quien convoca un concilio en Reims para la
reforma de las costumbres y el arreglo de la cuestión de las investiduras.
Asisten cuatrocientos obispos, el rey de Francia y nuestros dos apóstoles,
Norberto y Hugo.
En el curso de las sesiones conocen al obispo de Laón, don
Bartolomé, quien, movido del Espíritu, ofrece edificar un monasterio allí donde
lo determine Norberto. Y así nace el Premontré. En la selva de Coucy,
pantanosa, sombría, dantesca, circundada de montes pelados y rocosos, hay un
prado —Pratum monstratum— donde Norberto presiente que debe nacer su obra.
Y en
la Navidad de
1121, sobre las ruinas de una pobre ermita, se alza el primer monasterio de la Orden Premonstratense.
El drama de su propia vida —la traición que hizo al estado eclesiástico con su
vida desarreglada— va a encontrar aquí un muy original y divino remedio. Bajo
la regla de San Agustín no busca Norberto a los monjes, sino a los clérigos: en
una vida común, tan rigurosa como la de los cenobios, sus canónigos regulares
aseguran en el estudio, en la penitencia y en el silencio ese potencial de vida
interior que es la clave de todo apostolado: no permanecerán en clausura, ni
adscritos de por vida a un monasterio, como los monjes, sino que deben andar y
andar a la conquista de los pecadores, derramando el cáliz de su corazón, que
está lleno de Cristo, sobre las almas abandonadas e ignorantes.
Y así van por
las ciudades y las campiñas, con su hábito de lana blanca, como ángeles de la
buena noticia, adoradores del sacramento y heraldos de Santa María.
El suceso del Premontré conmueve a toda
Europa. Las grandes Ordenes monásticas que obedecen a Cluny han entrado en una
crisis de decadencia; las riquezas territoriales y el amplio poder de
jurisdicción han corrompido al Cister; la soberbia de su gran abad Pons de
Melgueil siembra de rivalidades la paz de los monjes, hasta conducirles a la
excomunión y a la apostasía.
Por eso Francia, Alemania, Bélgica acogen a los
premonstratenses como la medicina celeste que Dios les envía. En los cuatro
primeros años Norberto preside ya nueve monasterios y atiende a la formación de
sus canónigos, a quienes empuja y calienta el ejemplo santo de su vida.
En este nacimiento afortunado de la Orden hay un signo que la
consagra definitivamente: el encuentro de su fundador con la herejía maniquea.
Importada de Asia a Europa en el siglo III, reaparece con nuevos bríos en
Amberes y Brujas, en el Delfinado, Provenza y Languedoc.
Un cierto Tanchelim,
fingiéndose obispo, nada menos que de consagración papal, embauca a turbas de
mujeres con sus palabras histéricas. Cuando aparece en los campos o en las
plazas públicas —él odia los templos a quienes llama guaridas del diablo—,
centellea, como un ídolo, cubierto de púrpura y de oro. Es risible, pero
dramático. Porque se hace acompañar de un verdadero ejército de tres mil
hombres, que, en su fanatismo, siembran de libertinaje y de muerte las dulces
tierras de Flandes. Muere a manos de un clérigo.
Pero su muerte aumenta el
número de los seguidores, encolerizados y rebeldes. Y es Norberto, con sus
canónigos, llamados por el obispo de Cambray, quienes combaten el error y
devuelven la paz y el orden a las gentes.
Semejante suceso le hace concebir una idea
genial y salvadora. Su Orden tendrá otra rama, completamente secular, donde
hombres y mujeres, que viven en el mundo. Observan una vida cristiana, a la
sombra de sus abadías, lucrándose de las instrucciones, del ejemplo, de la
oración. y de la compañía de sus canónigos. Son, ya entrevistas, las Ordenes
Terceras, que los mendicantes Asís y Domingo han de fundar, después, corno
pilares ciclópeos de la grandeza espiritual de la Alta Edad Media.
Y ahora la apoteosis de sus pies descalzos.
Peregrinantes, celosos de la gloria de Dios. Por el 1126 se reunía en Spira lo
más selecto de Europa; del sacerdocio y del Imperio. La entrada triunfal del
emperador Lotario aterra a los vencidos, que buscan el valimiento del obispo de
Maguncia para que la victoria no les tiña de sangre ni les humille con cadenas.
Y corre, de pronto, la voz de que Norberto se encuentra en la ciudad.
Le
conocen bien: le saben piadoso y justiciero; y le suplican que, en aquella hora
de amargura, les consuele su palabra, ungida de tantos carismas. Lotario asiste
al sermón y queda transido del amor de caridad en que se abrasa el apóstol. Y
sin saber cómo —¡el Santo Espíritu sopla donde quiere y como quiere!—
arrebatado el auditorio se echa sobre Norberto, clamando, "¡Norberto,
arzobispo de Magdeburgo!". Queda anonadado y se resiste, con violencias,
por su auténtica humildad. Pero aquel fervor de multitud mueve a Lotario a
confirmar la elección de Norberto y después al Papa. A los pocos días hace su
entrada en la catedral.
Va, como siempre, descalzo, con su pobre túnica blanca,
para recibir el homenaje de los obispos, de los nobles, de los cabildos y del
pueblo. Cuando la solemnidad termina y se dirige a su palacio, el guardián le
niega la entrada al verle tan pobre y descalzo: “Llegas tarde —le dice—, porque
ya se dio la comida a los necesitados". Y cuando le avisan que aquel es su
señor, el nuevo arzobispo, se arrodilla confuso para besarle los pies. Y así
queda, para la historia, la apoteosis de unos pies anchos, seguros,
inconmovibles, que sólo se movieron para la honra de Dios y la caridad del
prójimo.
Durante los ocho años de su pastoreo
arzobispal Norberto culmina, en sus obras, el ejemplo de San Pablo. Pone a su
discípulo Hugo como gran abad de toda la Orden, que se extiende por ciento veinte
monasterios.
Predica y escribe. Es perseguido como el apóstol, salvando por dos
veces la vida de manos criminales. Viaja con el emperador a Roma y consigue
deponer al antipapa Pedro de León. Asiste al concilio de Reims, donde su
sabiduría brilla con los mismos resplandores de su santidad y de su celo.
El 6 de junio de 1134, dentro de la octava de
Pentecostés, este siervo humilde, a quien San Bernardo llamaba
"Maestro", apóstol fidelísimo del Espíritu Santo, agotado de la fiebre,
en suaves transportes de divino amor, se fue para el cielo a festejar los gozos
de su Pascua.
Os dejaré una divisa para que la maduréis dentro del alma. La que
sin cesar repetía a sus discípulos: "Yo he frecuentado las cortes de los
príncipes y abundé en riquezas. No perdoné a los deleites. Pero tened por
cierto, hermanos míos, que la mayor abundancia de bienes de este mundo reside
en la pobreza del espíritu.
Sólo fui rico cuando de ellos carecí. Porque lo
mismo fue arrojar de mi corazón los bienes de la tierra que llenarse de los de
la gloria, mucho mejores sin comparación, de suavidad inefable y de una
duración eterna".