viernes, 6 de junio de 2025

6 de junio fiesta de San Marcelino Champagnat.



Marcelino José Benito Champagnat, Nació en 1789 cerca de Lyon, Francia. Su padre que llegó a ser alcalde del pueblo, por defender y favorecer la religión tuvo que sufrir mucho durante la revolución francesa.
Su madre era sumamente devota de la Virgen Santísima y le infundió una gran devoción mariana a Marcelino, desde muy pequeño, y le consagró su hijo a la Madre de Dios. Una tía muy piadosa le leía Vidas de Santos, y estas lecturas lo fueron entusiasmando por la vida de apostolado. La lectura de las Vidas de Santos entusiasma mucho por la virtud.
Creció sin asistir a la escuela, pero las lecturas caseras lo fueron formando en un fuerte amor por la religión. Desde muy niño demostró mucha capacidad para aprender la albañilería, y la practicó en su niñez, y después este oficio le va a ser muy útil en sus fundaciones. También era ágil para el negocio. Compraba corderitos, los engordaba, y luego los vendía y así fue haciendo sus ahorros, con los cuales más tarde ayudará a costearse sus estudios.
Terminada la revolución francesa, el Cardenal Fresh (tío de Napoleón) se propuso conseguir vocaciones para el sacerdocio y fundó varios seminarios. Cerca del pueblo de Marcelino abrieron un seminario mayor y un sacerdote visitador llegó a la casa de los Champagnat a visitar a alguno de los jóvenes a ingresar en el nuevo seminario. A Marcelino le entusiasmó la idea, pero su padre y su tío decían que él no servía para los estudios sino para los oficios manuales. Sin embargo el joven insistió y le permitieron entrar en el seminario.
Como lo habían anunciado el padre y el tío, los estudios le resultaron sumamente difíciles y estuvo a punto de ser echado del seminario por sus bajas notas en los exámenes. Pero su buena conducta y el hacerse repetir las clases por unos buenos amigos, le permitieron poder seguir estudiando para el sacerdocio.
En el seminario tenía otro compañero que, como él, tenía menos memoria y menos aptitud para los estudios que los demás, pero los dos sobresalían en piedad y en buena conducta y esto les iba a ser inmensamente útil en la vida. El compañero se llamaba Juan María Vianey, que después fue el Santo Cura de Ars, famoso en todo el mundo.
Poco antes de recibir la ordenación sacerdotal, él y otros 12 compañeros hicieron el propósito de fundar una Comunidad religiosa que propagara la devoción a la Santísima Virgen y fueron en peregrinación a un santuario mariano a encomendar esta gracia. Marcelino logrará cumplir este buen deseo de sus compañeros.
En 1816 fue ordenado sacerdote y lo nombraron como coadjuntor o vicario de un sacerdote anciano en un pueblecito donde los hombres pasaban sus ratos libres en las cantinas tomando licor, y la juventud en bailaderos nada santos, y la ignorancia religiosa era sumamente grande.
Marcelino se dedicó con toda su alma a tratar de acabar con las borracheras y los bailaderos y a procurar instruir a sus fieles lo mejor posible en la religión. Como tenía una especial cualidad para atraer a la juventud, pronto se vio rodeado de muchos jóvenes que deseaban ser instruidos en la religión. Y hasta tal punto les gustaba su clase de catequesis, que antes de que abrieran la iglesia a las seis de la mañana, ya estaban allí esperando en la puerta para entrar a escucharle.
Marcelino era todavía muy joven, apenas tenía 27 años, y ya resultó fundando una nueva comunidad. Era de elevada estatura, robusto, de carácter enérgico y amable a la vez. Alto en su aspecto físico y gigante en la virtud. Le había consagrado su sacerdocio a la Virgen María, y en una de sus visitas al Santuario Mariano de la Fourviere, recibió la inspiración de dedicarse a fundar una congregación religiosa dedicada a enseñar catecismo a los niños y a propagar la devoción a Nuestra Señora. Eso sucedió en 1816, y una placa allá en dicho santuario recuerda este importante acontecimiento.
Lo que movió inmediatamente a Marcelino a fundar la Comunidad de Hermanos Maristas fue el que al visitar a un joven enfermo se dio cuenta de que aquel pobre muchacho ignoraba totalmente la religión. Se puso a pensar que en ese mismo estado debían estar miles y miles de jóvenes, por falta de maestros que les enseñaran el catecismo. Lo preparó a bien morir, y se propuso buscar compañeros que le ayudaran a instruir cristianamente a la juventud.
El 2 de enero de 1817 empezó la nueva comunidad de Hermanos Maristas en una casita que era una verdadera Cueva de Belén por su pobreza. Sus jóvenes compañeros se dedicaban a estudiar religión y a cultivar un campo para conseguir su subsistencia. El santo los formaba rígidamente en pobreza, castidad y obediencia, para que luego fueran verdaderamente apóstoles.
Pronto empezaron a llegar peticiones de maestros de religión para parroquias y más parroquias. Marcelino enviaba a los que ya tenía mejor preparados, y la casa se le volvía a llenar de aspirantes. Siempre tenía más peticiones de parroquias para enviarles hermanos catequistas, que jóvenes ya preparados para ser enviados. Y como su casa se llenó hasta el extremo, él mismo se dedicó ayudado por sus novicios, y aprovechando sus conocimientos de albañilería, a ensanchar el edificio.
Ante todo, las labores de sus religiosos estaban todas dirigidas a hacer conocer y amar más a Dios y a nuestra religión. El método empleado era el de la más exquisita caridad con todos. Marcelino no podía olvidar cómo una vez un profesor puso en público un sobrenombre humillante a un alumno y entonces los compañeros de ese pobre muchacho empezaron a humillarlo hasta desesperarlo. Por eso prohibió rotundamente todo trato humillante para con los alumnos. Quitó los castigos físicos y deprimentes. Le dio mucha importancia al canto como medio de hacer más alegre y más eficaz la catequesis. Fue precursor de la escuela activa, en la cual los alumnos participan positivamente en las clases. Cada religioso debía dedicar una hora por día a prepararse en catequesis, y en pedagogía para saber enseñar lo mejor posible.
La quinta esencia de la pedagogía de San Marcelino era su gran devoción a la Virgen Santísima. Repetía a sus religiosos: Todo en honor de Jesús, pero por medio de María. Todo por María, para llevar hacia Jesús. Y les decía: Nuestra Comunidad pertenece por completo a Nuestra Señora la Madre de Dios. Nuestras actividades deben estar dirigidas a hacerla amar, estimar y glorificar. Inculquemos su devoción a nuestros jóvenes, y así los llevaremos más fácilmente hacia Jesucristo.

Marcelino murió muy joven, apenas de 51 años el 6 de junio de 1840. Los últimos años había sufrido de una gastritis aguda, y un cáncer al estómago le ocasionó la muerte. Al morir dejaba 40 casas de Hermanos Maristas.
Entrega su alma a Dios por medio de María en un sábado, 6 de junio de 1840, cuando los Hermanos estaban cantando la alabanza mariana de la Salve como inicio de la jornada, práctica que él había introducido como escudo contra todos los disturbios políticos y sociales que en la Francia convulsionada de su tiempo tuvieron él y los Hermanos que soportar.

El 29 de mayo de 1955 es beatificado por el Papa Pío XII luego del reconocimiento de 2 milagros: la curación de un cáncer terminal obrado a favor de una señora en los Estados Unidos de América, y la de una meningitis mortal a favor de un joven de Madagascar. El 3 de julio de 1998 el Papa Juan Pablo II firma el decreto en donde reconoce el 3er. milagro, la curación súbita de una enfermedad terminal, la histoplasmosis, a favor de un Hermano Marista del Uruguay. Podemos, pues, invocarlo ya como San Marcelino Champagnat. Marcelino Champagnat fue proclamado santo por el Papa Juan Pablo II el 18 de abril de 1999.




6 de junio fiesta de San Norberto.


He aquí unos pies anchos, seguros, infatigables, que caminan bajo la ternura de la primavera, por las orillas del Rhin, esponjados gozosamente sobre la caricia de los praderíos, que los unge de un perfume de hierbabuena. 
Yo he visto estos pies, en el verano, polvorientos y morenos de sol, sudorosos, por la enorme fatiga, recogerse al descanso, a la sombra de la catedral de Colonia, y, al quedar reverentes, de rodillas, todos los santos, los ángeles y los grifos, que cantan un misterio de fe sobre la gloria del pórtico, han sonreído beatamente, en la frialdad de la piedra sagrada y maravillosa. Y los vio sobre los montes de Spira, en lucha amarga con las tormentas de invierno, ir dejando en la nieve un camino de sangre. Pero su vida y su gloria —la de estos pies extraordinarios— resplandecen en caminar sin vacilaciones, sin pausas. ¿Qué buscan con tan ardorosa impaciencia estos pies? ¡Las almas!

 Los pies pueden definir la existencia de un hombre. En los libros Sapienciales hay toda una impresionante teología de los pies, como mandatarios de nuestro libre albedrío, cuando siguen las huellas del Señor y cuando caminan por las tinieblas del pecado, a la condenación eterna. Y, en el Evangelio, una ordenanza, sin apelaciones, de Jesucristo: "Si tu pie te escandaliza, córtalo y arrójalo lejos de ti; porque más te vale entrar cojo en el cielo que con los dos pies perderte en la gehena".

 Pero estos pies —para siempre, ahora, descalzos, mendicantes apostólicos— calzaron en su juventud finos escarpines de pieles, labradas en oro y pedrería. Eran esbeltos y ágiles para la danza en las fiestas de corte del emperador Enrique; cauteloso para tantear los laberintos sutiles de la política; raudos en la ambición de prebendas y honores.

 Son los pies de Norberto. Noble en las marcas de la Germania, arzobispo de Magdeburgo, fundador de los canónigos regulares premonstratenses, santo en el cielo de Dios. Y, según la historia que os voy a referir, estos pies, como dos columnas inconmovibles de la Santa Iglesia de Cristo, en la edad turbada del siglo XI, donde hay antipapas, confusión de la fe con las herejías, mientras atardece en un crepúsculo deslucido de sombras toda la grandeza del Sacro Imperio.

 Había nacido el año 1080, en la pequeña ciudad de Santes, del Estado de Cléves, en las márgenes alemanas del Rhin, que tiene castillos de leyenda, viñedos dorados por un embrujo de sol, para que destilen sus vinos, como la sangre encendida. La Crónica laudatoria del XVII atribuye a su padre Heriberto ascendencia de césares. Era realmente noble y emparentado con el emperador. Su madre Haduvije “traía origen de la Serenísima Casa de Lorena, raíz fecunda de donde han descollado, en todas las edades, muy cristianos héroes". Pues nada sorprende que, con semejantes ejecutorias en su cuna, tuviera Norberto entre sus manos la estrella de los elegidos y la fortuna asomada a sus ojos anhelantes y limpios. Sería un puro intelectual de la época, libre de toda servidumbre a las armas y a las artesanías.

 En las escuelas monásticas y episcopales se refugiaba entonces todo el humano saber. Turbas de copistas, en la calma serena y oracional de los scriptorios, ponían a punto las humanidades clásicas, junto a las últimas novedades de Anselmo de Bec, de Escoto Erigena, de Rábano Mauro. El Trivium, con el estudio de la gramática y de la dialéctica, con la pompa de los retóricos, interpretaba la historia y la poesía, mientras la austeridad del Quadrivium, apretado de números secretos, de astrologías y geometrías, se humanizaba también admitiendo los simples pentagramas de Guido de Arezzo, para reducir a un lúcido orden las melodías de la música. En la inquietud de estas escuelas se preludiaba ya el advenimiento feliz de la escolástica, que casaría valientemente las verdades de la fe con la filosofía de Aristóteles. Y un gran viento de mística espiritualidad agitaba a toda la Europa, empujando a las gentes al heroísmo de las Cruzadas, a la quieta y dolorosa contemplación de Dios en la penitencia y silencio de los claustros.

 Norberto ha vivido estos mundos alucinantes de la sabiduría. Tiene una inteligencia despejada y aguda; imaginación dulce para los madrigales, una palabra vital, que hace impacto de llagas en quien le oye.

 Sigue las disciplinas eclesiásticas porque le prima en la sangre el ejemplo de su tío, Federico de Carinthia, arzobispo de Colonia. Y asciende al subdiaconado, pero sin intenciones de consagrarse al Señor, en la plenitud de entrega del sacerdocio. Su tonsura le traerá un estado de vida magnificada por los honores y por las prebendas. Su propio tío le confiere una capellanía en la imperial iglesia de Santes, donde se muere de tedio y de nostalgias bajo el meridiano del demonio, dando a sus pasiones placer y a su ambición conquistas. Un canonicato en la catedral de Colonia le introduce triunfalmente en la vida cortesana. El emperador le hace su limosnero. Y ya está Norberto sobre los lujosos escenarios de la intriga palatina, para decir su papel, en alegres justas de amor, que han de terminar en drama. De cuerpo bien plantado y hermoso, maestro de humanidades, de cetrerías y poesías, insinuante y bien compuesto el ademán, la palabra caliente..., y una turba de damas, como gacelas, que ansían el venablo del cazador.

 Hay para Norberto, en este tiempo de vanidades, un viaje imperial a Roma, porque Enrique desea zanjar con el papa Pascual Il el escándalo de las investiduras que trae envilecida a la cristiandad, Han precedido unas conversaciones en Sutri, donde ambas partes llegaron a un esquema de convenio. Sólo falta la solemnidad de la firma, en la gran ceremonia que se celebra en San Pedro, con pausada pompa papal. Pero entonces, lejos de suscribir el emperador las estipulaciones de Sutri, "con la mayor alevosía que se lee en las historias —según papeles del tiempo—, hace una seña en alemán a sus tropas, que se echan sobre el Pontífice y los cardenales, les despojan de sus saeras vestiduras y los reducen a prisión". Fuera, los regocijos de Roma por la visita de tan insigne viajero naufragan en sangre inocente, en tropelías de la soldadesca, en incendios de destrucción. El alma exquisita de Norberto se turba y reprueba la conducta indigna de su amo: corre a la cárcel del Pontífice para reverenciarle y llorar con él tan grandes desventuras, y, ya de regreso en Alemania, no quiere admitir el obispado de Cambray, con el que desea investirle el emperador. Es el principio de su salud.

 La Crónica jesuita de Anvers desliza otra interpretación a esta renuncia obispal, como si el joven subdiácono amase más su vida desarreglada que el servicio divino, y pone la misma intención mundana a un cierto recreo que Norberto se toma, un día luminoso de abril, jinete de elegante caballo, cuando se dirige con su paje a un conventillo de Freten de Westfalia. ¿Le llevaba el impulso ciego del amor? Pero allí sería su camino de Damasco. Iba así nuestro caminante, huyendo de la luz hacia las oscuras regiones de tan ruines pensamientos, "cuando vino sobre la espalda de este fugitivo de Dios una palabra poderosa, que derriba en tierra al caballo y al caballero." Claro que esto es la pintura un poco barroca del Cronicón. Porque la realidad fue que, en aquella calma radiante de primavera —todo el cielo perfumado de lirios y de rosas—, se cerró en una colosal tormenta. 
Nubes cárdenas restallando truenos, los árboles de la selva bamboleantes, las golondrinas atolondradas sin poderse recoger a seguro, y Norberto acurrucado en los temblores de su miedo, aterido entre el furor de las lluvias. Un rayo cae a los pies de su cabalgadura y sepulta a Norberto, con su paje, entre el lodo y las hierbas ardientes, como en un infierno.

 Se repite la historia de Saulo. Norberto encuentra su Ananías en el santo abad del cenobio de Ligeberg, en cuyas soledades se convierte a la contrición de sus pecados, a la penitencia. Entonces decide ascender hasta el sacerdocio. Su primera misa en la iglesia natal de Santes se configura, como una perfecta crucifixión, con el Cristo vivo de su Sacrificio. 
Es escarnecido por clérigos y por labradores, que le recuerdan los regalos carnales de su vida mundana; pero el sermón primero que les dirige impresiona hasta las lágrimas a todos sus paisanos, porque les confiesa con extrema humildad los escándalos de su vida y les invita a seguir a Jesucristo, en la vida nueva que él va a emprender.
 Y sus pies inician la gran epopeya. Reparte entre los pobres sus tesoros; renuncia a los cargos eclesiásticos y se hace sembrador del Evangelio por todas las marcas del Rhin, con milagros, carismas y don de lenguas, como los mismos apóstoles, que recibieron en Pentecostés al Santo Espíritu. 
Andar y andar, a la sola conquista de las almas. Los auditorios que abarrotan los templos vienen de largas distancias para oírle: pastores, letrados, clérigos, y todos quedan embebidos en los ardores de su caridad. Acusado falazmente por su propio Cabildo de Colonia al concilio de Hesse, en 1118, alcanza del Papa una legación para predicar en todo el orbe. 
Llega a Valenciennes con la salud rota, agotado de una misteriosa fiebre, y, sabiendo que allí se encuentra su buen amigo Burcardo, obispo de Cambray, le visita. Asiste a la conversación el capellán de su excelencia, Hugo, que, desde tiempo, había tomado el propósito de renunciar al mundo. Y, oyéndole, le suplica que le tome de compañero para aquel apostolado de evangelización rural. Y así la Providencia une estos dos corazones en un mismo destino: la fundación de una Orden que remedie las necesidades de la Iglesia.

 En 1119, muerto el papa Gelasio, le sucede el arzobispo de Viena, Calixto II, quien convoca un concilio en Reims para la reforma de las costumbres y el arreglo de la cuestión de las investiduras. Asisten cuatrocientos obispos, el rey de Francia y nuestros dos apóstoles, Norberto y Hugo. 
En el curso de las sesiones conocen al obispo de Laón, don Bartolomé, quien, movido del Espíritu, ofrece edificar un monasterio allí donde lo determine Norberto. Y así nace el Premontré. En la selva de Coucy, pantanosa, sombría, dantesca, circundada de montes pelados y rocosos, hay un prado —Pratum monstratum— donde Norberto presiente que debe nacer su obra. 
Y en la Navidad de 1121, sobre las ruinas de una pobre ermita, se alza el primer monasterio de la Orden Premonstratense. El drama de su propia vida —la traición que hizo al estado eclesiástico con su vida desarreglada— va a encontrar aquí un muy original y divino remedio. Bajo la regla de San Agustín no busca Norberto a los monjes, sino a los clérigos: en una vida común, tan rigurosa como la de los cenobios, sus canónigos regulares aseguran en el estudio, en la penitencia y en el silencio ese potencial de vida interior que es la clave de todo apostolado: no permanecerán en clausura, ni adscritos de por vida a un monasterio, como los monjes, sino que deben andar y andar a la conquista de los pecadores, derramando el cáliz de su corazón, que está lleno de Cristo, sobre las almas abandonadas e ignorantes.
 Y así van por las ciudades y las campiñas, con su hábito de lana blanca, como ángeles de la buena noticia, adoradores del sacramento y heraldos de Santa María.

 El suceso del Premontré conmueve a toda Europa. Las grandes Ordenes monásticas que obedecen a Cluny han entrado en una crisis de decadencia; las riquezas territoriales y el amplio poder de jurisdicción han corrompido al Cister; la soberbia de su gran abad Pons de Melgueil siembra de rivalidades la paz de los monjes, hasta conducirles a la excomunión y a la apostasía. 
Por eso Francia, Alemania, Bélgica acogen a los premonstratenses como la medicina celeste que Dios les envía. En los cuatro primeros años Norberto preside ya nueve monasterios y atiende a la formación de sus canónigos, a quienes empuja y calienta el ejemplo santo de su vida.

 En este nacimiento afortunado de la Orden hay un signo que la consagra definitivamente: el encuentro de su fundador con la herejía maniquea. Importada de Asia a Europa en el siglo III, reaparece con nuevos bríos en Amberes y Brujas, en el Delfinado, Provenza y Languedoc. 
Un cierto Tanchelim, fingiéndose obispo, nada menos que de consagración papal, embauca a turbas de mujeres con sus palabras histéricas. Cuando aparece en los campos o en las plazas públicas —él odia los templos a quienes llama guaridas del diablo—, centellea, como un ídolo, cubierto de púrpura y de oro. Es risible, pero dramático. Porque se hace acompañar de un verdadero ejército de tres mil hombres, que, en su fanatismo, siembran de libertinaje y de muerte las dulces tierras de Flandes. Muere a manos de un clérigo. 
Pero su muerte aumenta el número de los seguidores, encolerizados y rebeldes. Y es Norberto, con sus canónigos, llamados por el obispo de Cambray, quienes combaten el error y devuelven la paz y el orden a las gentes.

 Semejante suceso le hace concebir una idea genial y salvadora. Su Orden tendrá otra rama, completamente secular, donde hombres y mujeres, que viven en el mundo. Observan una vida cristiana, a la sombra de sus abadías, lucrándose de las instrucciones, del ejemplo, de la oración. y de la compañía de sus canónigos. Son, ya entrevistas, las Ordenes Terceras, que los mendicantes Asís y Domingo han de fundar, después, corno pilares ciclópeos de la grandeza espiritual de la Alta Edad Media.

 Y ahora la apoteosis de sus pies descalzos. Peregrinantes, celosos de la gloria de Dios. Por el 1126 se reunía en Spira lo más selecto de Europa; del sacerdocio y del Imperio. La entrada triunfal del emperador Lotario aterra a los vencidos, que buscan el valimiento del obispo de Maguncia para que la victoria no les tiña de sangre ni les humille con cadenas. Y corre, de pronto, la voz de que Norberto se encuentra en la ciudad.
 Le conocen bien: le saben piadoso y justiciero; y le suplican que, en aquella hora de amargura, les consuele su palabra, ungida de tantos carismas. Lotario asiste al sermón y queda transido del amor de caridad en que se abrasa el apóstol. Y sin saber cómo —¡el Santo Espíritu sopla donde quiere y como quiere!— arrebatado el auditorio se echa sobre Norberto, clamando, "¡Norberto, arzobispo de Magdeburgo!". Queda anonadado y se resiste, con violencias, por su auténtica humildad. Pero aquel fervor de multitud mueve a Lotario a confirmar la elección de Norberto y después al Papa. A los pocos días hace su entrada en la catedral. 
Va, como siempre, descalzo, con su pobre túnica blanca, para recibir el homenaje de los obispos, de los nobles, de los cabildos y del pueblo. Cuando la solemnidad termina y se dirige a su palacio, el guardián le niega la entrada al verle tan pobre y descalzo: “Llegas tarde —le dice—, porque ya se dio la comida a los necesitados". Y cuando le avisan que aquel es su señor, el nuevo arzobispo, se arrodilla confuso para besarle los pies. Y así queda, para la historia, la apoteosis de unos pies anchos, seguros, inconmovibles, que sólo se movieron para la honra de Dios y la caridad del prójimo.

 Durante los ocho años de su pastoreo arzobispal Norberto culmina, en sus obras, el ejemplo de San Pablo. Pone a su discípulo Hugo como gran abad de toda la Orden, que se extiende por ciento veinte monasterios. 
Predica y escribe. Es perseguido como el apóstol, salvando por dos veces la vida de manos criminales. Viaja con el emperador a Roma y consigue deponer al antipapa Pedro de León. Asiste al concilio de Reims, donde su sabiduría brilla con los mismos resplandores de su santidad y de su celo.





 El 6 de junio de 1134, dentro de la octava de Pentecostés, este siervo humilde, a quien San Bernardo llamaba "Maestro", apóstol fidelísimo del Espíritu Santo, agotado de la fiebre, en suaves transportes de divino amor, se fue para el cielo a festejar los gozos de su Pascua. 
Os dejaré una divisa para que la maduréis dentro del alma. La que sin cesar repetía a sus discípulos: "Yo he frecuentado las cortes de los príncipes y abundé en riquezas. No perdoné a los deleites. Pero tened por cierto, hermanos míos, que la mayor abundancia de bienes de este mundo reside en la pobreza del espíritu. 
Sólo fui rico cuando de ellos carecí. Porque lo mismo fue arrojar de mi corazón los bienes de la tierra que llenarse de los de la gloria, mucho mejores sin comparación, de suavidad inefable y de una duración eterna".

miércoles, 4 de junio de 2025

4 de junio fiesta de Santa Maria Elizabeth Hesselblad.



Esta santa nació en un pequeño pueblito de Fâglavik, en la provincia de Âlvsborg, Suecia, el 4 de junio de 1870. Fueron sus padres el Sr. Augusto Roberto Hesselblad y la Sra. Cajsa Pettesdotter Dag, fue la quinta de trece hijos. Recibió el bautismo en la Iglesia Luterana de su Parroquia de Hundene, Suecia y transcurrió su infancia por diversos lugares, siguiendo a su familia que por motivos económicos buscaban lugares de trabajo.

En el año de 1886, para ganarse el pan y contribuir al sostenimiento de su familia, se fue a trabajar en Kârlosborg y después en Estados Unidos de América donde frecuentó la escuela de enfermería en el Hospital Roosvelt en Nueva York. 

Ahí se dedicó a asistir a los enfermos a domicilio, este trabajo fue muy duro para ella porque no se sentía bien de salud, sin embargo el contacto con los enfermos católicos y la sed que tenía por buscar la verdad contribuyeron a tener viva en su alma la búsqueda del redil de Cristo. 

La oración, el estudio y la devoción filial por la Madre del Redentor la condujeron decididamente hacia la Iglesia Católica y el 15 de agosto de 1902, en el Convento de la Visitación en Washington, recibió el sacramento del bautismo "bajo condición" de las manos del P. Juan Hagen, S.I., que fue también su director espiritual.

En Roma recibió el sacramento de la Confirmación y vio claramente que debía dedicarse a la unidad de los cristianos. Visitó también el templo y la casa de Santa Brígida de Suecia (+ 1373), recibiendo una grande y profunda impresión a tal grado que mientras se encontraba en oración en ese lugar, escuchó una voz que le decía: "Es aquí donde deseo que te pongas a mi servicio". Regresó a Estados Unidos sin embargo aunque no se encontraba bien de salud dejó todo y el 25 de marzo de 1904 se estableció en Roma en la casa de Santa Brígida, donde fue recibida cariñosamente por las monjas que vivían ahí. 

En el silencio y en la oración conoció profundamente el amor de Cristo, cultivó y difundió la devoción de Santa Brígida y de Santa Catarina de Suecia, tuvo siempre una creciente preocupación espiritual por su país por la Iglesia.

En 1906 San Pío X le concedió llevar el hábito de la Orden del Santísimo Salvador de Santa Brígida y de profesar sus votos religiosos como hija espiritual de la santa de Suecia. 

Su sueño de dar vida en Roma a una comunidad Brigidina no se realizó, sin embargo, floreció una nueva rama del antiguo troneo Brigidino, y así, el 9 de septiembre de 1911 la Sierva de Dios comenzando con 3 jóvenes postulantes inglesas, refundó la Orden del Santísimo Salvador de Santa Brígida con la misión de orar y trabajar especialmente por la unión de los cristianos de Escandinavia con la Iglesia Católica.

En 1931 tuvo la grande alegría de obtener perpetuamente por parte de la Santa Sede, la iglesia y la casa de Santa Brígida en Roma que llegaron a ser el centro de la Orden. 



Durante y después de la segunda Guerra Mundial santa María Elizabeth realizó una intensa Obra de caridad a favor de los pobres y de los perseguidos por leyes de racismo; promovió un movimiento por la paz con católicos y no católicos, trabajando fuertemente en el ecumenismo. Desde el inicio de su Fundación atendió su preocupación la formación de sus hijas espirituales para las que fue madre y maestra. 

Les recomendaba la unión con Dios, la ardiente flama de asemejarse al Divino Salvador, el amor a la Iglesia y al Romano Pontífice y de hacer oración para que existiera un solo redil y un solo Pastor añadiendo: "Este es el fin primario de nuestra vocación".

La santa fue fiel toda su vida al Señor, esto lo comprobamos en sus escritos de 1904 donde dice "Amado Señor, no te pido que me enseñes el sendero, te seguiré fuertemente de tu mano en la oscuridad, en los momentos de angustia y de miedo, cerraré los ojos para hacerte ver cuanta fe tengo en ti Esposo de mi alma". La esperanza en Dios y en su providencia la sostuvo en cada momento de su vida, sobre todo en las horas de la prueba, de la preocupación y de la cruz. 

Puso siempre en primer lugar las cosas del cielo a las de la tierra, la voluntad de Dios a su voluntad y el bien del prójimo a la propia utilidad. Contemplando el amor infinito del Hijo de Dios que se inmoló por nuestra salvación, alimentó en su corazón la flama de la caridad que manifestó con la bondad de sus obras. 

A sus hijas les decía continuamente: "Debemos nutrir un gran amor hacia Dios y hacia el prójimo, un amor fuerte, ardiente, que queme todas las imperfecciones, soporte fuertemente un acto de impaciencia, una palabra hiriente y con esto se presta a llegar con premura a un acto de caridad". 

Esta santa se asemejaba a un jardín en el cual el sol de la caridad hace florecer obras de misericordia espirituales y corporales. Siempre tuvo atenciones hacia sus hijas religiosas, se preocupó por lo pobres, por los enfermos, por los judíos perseguidos, por los sacerdotes, por los niños a los que les enseñaba la doctrina cristiana, por su familia de origen y por toda la gente de Suecia y de Roma. Fue una mujer humilde y servicial con todos los que le pedían ayuda, siempre tuvo la alegría de compartir con los demás los dones que recibía del Señor. 

Fue prudente en las iniciativas por el Reino de Dios en el hablar, en el aconsejar y en el corregir.

Tuvo grande respeto por la libertad religiosa de los no cristianos y de los no católicos que recibió en su casa. Practicó la justicia hacia Dios y hacia el prójimo, la templanza, el dominio de sí, el alejarse de los honores de las cosas del mundo, la humildad, la castidad, la obediencia, la fortaleza en las tribulaciones, la perseverancia en la oración y en el servicio a Dios, la fidelidad en su consagración religiosa.


Caminó con Dios abrazando la cruz de Cristo que la acompañó desde su juventud. "Para mí, afirmaba la santa, el camino de la cruz fue el más hermoso que he visto porque en él conocí a mi Señor y Salvador", junto a los sufrimientos morales padeció también interrumpidamente sufrimientos físicos. 

La cruz llegó a ser en manera particular dolorosa y pesada en los últimos años de su vida. Debido a su constancia en la oración vivió serenamente la voluntad de Dios y así se preparó al encuentro definitivo con el Esposo Divino que la llamó en las primeras horas del 24 de abril de 1957. Vivió y murió en fama de santidad, esta fama ha crecido también después de su muerte. 



Fue beatificada el 9 de abril del año 2000 por San Juan Pablo II y su canonización fue el 5 de junio del año 2016 por el Papa Francisco.

4 de junio fiesta de San Francisco Caracciolo.



El Santo a quien la Iglesia honra especialmente en este día, nació el 13 de octubre de 1563, en Villa Santa María, en los Abruzos. Su padre pertenecía a la rama de los Pisquizio, en el árbol genealógico de los príncipes napolitanos de Caracciolo.

La familia de su madre podía ufanarse de su parentesco con Santo Tomás de Aquino. En la pila bautismal recibió el nombre de Ascanio. Bien educado por sus padres, respondió cabalmente a las esperanzas que tenían puestas en él y creció hasta convertirse en un joven modelo, devoto y caritativo. En otros aspectos, llevaba la existencia de los muchachos de la nobleza; era aficionado a los deportes, sobre todo a la caza.

Al cumplir los veintiún años, padeció una enfermedad de la piel, parecida a la lepra, que rápidamente adquirió una virulencia tal, que su caso se consideraba perdido. Con la muerte frente a él, hizo el voto de dedicar su vida al servicio de Dios y del prójimo, si recuperaba la salud. Y desde ese momento comenzó a sanar con tanta prisa, que todos consideraron su curación como un milagro.

Ansioso por cumplir su promesa, en cuanto estuvo bien, se fue a Nápoles a seguir la carrera del sacerdocio. Inmediatamente después de su ordenación, se unió a una hermandad llamada los "Bianchi della Giustizia", cuyos miembros se ocupaban de manera especial de cuidar a los presos y de preparar a los criminales condenados a muerte a recibirla santamente. Aquel era el preludio indicado para la carrera que iba a revelarse al joven sacerdote.
 
En el año de 1588, Giovanni Agostino Adorno, un patricio genovés que había ingresado a las órdenes religiosas, quiso poner en práctica su idea de fundar una asociación de sacerdotes dispuestos a mezclar la vida contemplativa con la activa.
Para ello consultó a Fabriccio Caracciolo, diácono de la iglesia colegiata de Santa María la Mayor, en Ñapóles. Este envió una carta para pedir la colaboración de un tal Ascanio Caracciolo, pariente lejano, carta ésta que fue entregada, por equivocación, a nuestro santo. Sin embargo, las aspiraciones del decano Adorno coincidían de manera tan perfecta con las suyas, que el sacerdote reconoció la mano de Dios en aquel error aparente y se apresuró a asociarse con Adorno.

A manera de preparativo, los nuevos socios hicieron un retiro de cuarenta días en el establecimiento de los camaldulenses de Nápoles y ahí, tras un riguroso ayuno y oración continua, esbozaron las reglas para la orden. 

Tan pronto como el grupo pudo contar con doce miembros, Caracciolo y Adorno partieron a Roma con el propósito de obtener la aprobación del Sumo Pontífice. El 10 de junio de 1588, Sixto V ratificó solemnemente la nueva sociedad bajo el título de Clérigos Regulares Menores. El 9 de abril del año siguiente, los dos fundadores hicieron su profesión; Ascanio Caracciolo tomó el nombre de Francisco, por devoción al gran santo de Asís. Además de los tres votos acostumbrados, los miembros de la nueva sociedad hicieron otro: no procurar nunca algún puesto alto o dignidad, dentro o fuera de la orden.

A fin de dejar asegurada la penitencia constante, se estableció que cada día un hermano debía ayunar a pan y agua, otro debería usar la disciplina y un tercero, la camisa de cerdas. De la misma manera, Francisco decretó, en aquel período de formación o cuando llegó a superior, que todos los clérigos debían pasar una hora al día en oración ante el Santísimo Sacramento. No habían acabado de acomodar a los hermanos en una casa situada en un suburbio de Nápoles, cuando los fundadores, Francisco y Adorno, partieron hacia España, en respuesta a un deseo expreso del Papa para que establecieran allá su orden, en vista de que Adorno estaba muy relacionado en aquel país.

Sin embargo, no era aquel un momento oportuno: la corte de Madrid no les permitió hacer fundación alguna, y los dos tuvieron que regresar, sin haber logrado su objetivo.

En el viaje de regreso tuvieron un naufragio; pero en cuanto llegaron a Nápoles, vieron recompensadas sus penurias con noticias muy gratas sobre su fundación.
Durante su ausencia, la casita del suburbio había resultado insuficiente para albergar a todos los que querían ingresar en la orden, y se había invitado a los clérigos para que ocuparan Santa María la Mayor, ya que el superior de la iglesia colegiata, Fabriccio Caracciolo, también se había hecho miembro de la nueva sociedad.

Los Clérigos Regulares Menores trabajaban sobre todo como misioneros, pero algunos de entre ellos desempeñaban su ministerio sacerdotal en prisiones y hospitales. También contaban con lugares apartados, que ellos llamaban ermitas, para que los ocuparan aquellos que se sintieran llamados a la soledad y la contemplación.

Francisco contrajo una grave enfermedad y, apenas se había restablecido, cuando sufrió la pena de perder a su amigo Adorno, quien murió a la edad de cuarenta años, a poco de haber regresado de un viaje a Roma, relacionado con los asuntos del instituto en el que era superior. Enteramente contra su voluntad, Francisco fue elegido para ocupar el puesto vacante; se creía indigno de tomar el cargo y, desde entonces, firmaba a menudo sus cartas como "Franciscus Peccator."

Asimismo, insistió en conservar su turno para barrer los cuartos, tender las camas y lavar la loza en la cocina, lo mismo que los demás. Las pocas horas que concedía al sueño, las pasaba sobre una mesa o en las gradas del altar.

Sus amados pobres sabían que todas las mañanas podían encontrar a su benefactor en el confesionario. Para socorrerlos, Francisco pedía limosna por las calles, con ellos compartía buena parte de su frugal comida y, algunas veces, en el invierno, se despojaba de sus ropas de abrigo para dárselas. Para el bien de su sociedad, hizo dos visitas más a España, en los años de 1595 y 1598, y consiguió fundar casas en Madrid, Valladolid y Alcalá.

Francisco se vio obligado a desempeñar el cargo de superior general durante siete años, a pesar de que sus actividades le resultaban extremadamente fatigosas, no sólo por su salud delicada, sino, sobre todo, porque al establecer y extender la orden, tuvo que hacer frente a oposiciones, desprecios y, a veces, maliciosas calumnias. Cuando al fin obtuvo el permiso del Papa Clemente VIII para renunciar, se constituyó en prior y maestro de novicios en Santa María la Mayor.

El trabajo apostólico lo desarrollaba en el confesionario y desde el púlpito; sus sermones, ardientes y conmovedores, versaban tan a menudo sobre la inmensidad de la misericordia divina hacia los hombres, que llegó a llamársele el "Predicador del Amor de Dios". También se afirma que, con el signo de la cruz, devolvió la salud a innumerables enfermos.

En 1607 se le desligó de todas las obligaciones administrativas y se le permitió entregarse a la vida contemplativa, como una preparación para la muerte. Escogió su celda en un cuartucho, bajo la escalera de la vieja casa napolitana, y con frecuencia se le encontró ahí, tendido en el suelo, con los brazos extendidos y perdido en sus arrobamientos.

Fue en vano que el Papa le ofreciese obispados; Francisco nunca había deseado las dignidades y menos entonces, cuando su mente y su corazón estaban puestos en el cielo. Sin embargo, no estaba destinado a morir en Nápoles. San Felipe Neri había ofrecido a los Clérigos Regulares Menores una casa en Agnone, en los Abruzos, para el noviciado, y se propuso que San Francisco fuese a vigilar los pasos iniciales de la nueva fundación. Durante su viaje se detuvo en Loreto, donde se le otorgó la gracia de pasar toda la noche en oración en la capilla de la Santa Casa. Cuando invocaba la ayuda de Nuestra Señora en favor de su grey, se le apareció Adorno, ya fuera en un sueño o en una visión, para anunciarle su próxima muerte.

Llegó a Agnone aparentemente sano, pero en su fuero interno no se hacía ilusiones. El primer día de junio cayó postrado, presa de una fiebre que aumentó de continuo. Tuvo tiempo de dictar los términos fervorosos de una carta en la que pedía a los miembros de la sociedad que permanecieran fieles a la regla.

Después pareció quedar absorto en la meditación, hasta el ocaso, cuando levantó la voz para clamar: "¡Vámonos! ¡Vámonos!" "¿A dónde quieres ir, hermano Francisco?", inquirió uno de los que le cuidaban. "¡Al Cielo, al Cielo!", repuso el santo con voz clara y acento triunfante. Apenas había pronunciado estas palabras, cuando su deseo se vio realizado, y Francisco Caracciolo, a la edad de cuarenta y cuatro años, pasó a recibir su recompensa en una vida mejor. San Francisco fue canonizado en 1807.


Su orden de Clérigos Regulares Menores llegó a ser una institución floreciente, pero en la actualidad casi es desconocida fuera de Italia, donde aún quedan algunas pequeñas comunidades.