SAN
MARTIN DE PORRES fue un mulato, nacido en Lima, capital del Perú, en el 9 de
diciembre de 1579. En el libro de bautismo fue inscrito como "hijo de
padre desconocido". Era hijo natural del caballero español Juan de Porres
(o Porras según algunos) y de una india panameña libre, llamada Ana Velásquez.
Martín heredó los rasgos y el color de la piel de su madre, lo cual vio don
Juan de Porres como una humillación
Vivió
pobremente hasta los ocho años en compañía de la madre y de una hermanita que
nació dos años después. Estuvo un breve
tiempo con su padre en el Ecuador ya que este llegó a reconocerlo y también a
la hermanita. Nuevamente quedó separado
del padre le mandaba lo necesario para hacerle terminar los estudios.
Martín
era inteligente y tenía inclinación por la medicina. Había aprendido las
primeras nociones en la droguería-ambulatorio de dos vecinos de casa. La
profesión de barbero en aquella época estaba ligada con la medicina. Así adquirió conocimientos de medicina y
durante algún tiempo, ejerció esta doble carrera.
Sintiendo
grandes deseos de perfección, pidió ser admitido como donado en el convento de
los dominicos del Rosario en Lima. Su misma madre apoyó la petición del santo y
éste consiguió lo que deseaba cuando tenía unos quince años de edad.
En el
convento su vida de heroica virtud fue pronto conocida de muchos. Fue admitido
sólo como "donado", es decir, como terciario y le confiaron los
trabajos más humildes de la comunidad. Martín es recordado con la escoba,
símbolo de su humilde servicio. Su
humildad era tan ejemplar, que se alegraba de las injurias que recibía, incluso
alguna vez de parte de otros religiosos dominicos, como uno que, enfermo e
irritado, lo trató de perro mulato. En una ocasión, cuando el convento estaba
en situación económica muy apurada, Fray Martín, espontáneamente se ofreció al
Padre Prior para ser vendido como esclavo, ya que era mulato, a fin de remediar
la situación.
Advirtiendo
los superiores de Fray Martín su índole mansa y su mucha caridad, le confiaron,
junto con otros oficios, el de enfermero, en una comunidad que solía contar con
doscientos religiosos, sin tomar en consideración a los criados del convento ni
a los religiosos de otras casas que, informados de la habilidad del hermano,
acudían a curarse a Lima.
Bastante
trabajo tenía el joven hermano, pero no por eso limitaba su compasión a los de
su orden, sino que atendía a muchos enfermos pobres de la ciudad. El día 2 de
junio de 1603, después de nueve años de servir a la orden como donado, le fue
concedida la profesión religiosa y pronunció los votos de pobreza, obediencia y
castidad.
Juntaba
a su abnegada vida una penitencia austerísima, se maltrataba con dormir debajo
de una escalera unas cuantas horas y con apenas comer lo indispensable. Pasaba
la mitad de la noche rezando a un crucifijo grande que había en su convento iba
y le contaba sus penas y sus problemas, y ante el Santísimo Sacramento y
arrodillado ante la imagen de la Virgen María pasaba largos tiempos rezando con
fervor. Añadía a esto un espíritu de oración y unión con Dios que lo asemejaba
a otros grandes contemplativos.
Dios
quiso que su santidad se conociera fuera de las paredes del monasterio, por los
extraordinarios carismas con que lo había enriquecido, entre ellos, la
profecía, éxtasis y la bilocación. Sin salir de Lima, fue visto en África, en
China y en Japón, animando a los misioneros que se encontraban en
dificultad. Mientras permanecía
encerrado en su celda lo veían llegar junto a la cama de ciertos moribundos a
consolarlos. En ocasiones salía del
convento a atender a un enfermo grave, y volvía luego a entrar sin tener llave
de la puerta y sin que nadie le abriera. Preguntado cómo lo hacía, respondía: "Yo
tengo mis modos de entrar y salir".
Se le
vio repetidas veces en éxtasis y, algunas levantado en el aire muy cerca de un
gran crucifijo que había en el convento. A el acudían teólogos, obispos y
autoridades civiles en busca de consejo. Más de una vez el mismo virrey tuvo
que esperar ante su celda porque Martín estaba en éxtasis.
Llegaron
los enemigos a su habitación a hacerle daño y él pidió a Dios que lo volviera
invisible y los otros no lo vieron.
Durante
la epidemia de peste, curó a cuantos acudían a él, y curó milagrosamente a los
sesenta cohermanos. Los frailes se quejaban de que Fray Martín quería hacer del
convento un hospital, porque a todo enfermo que encontraba lo socorría y hasta
llevaba a algunos más graves y pestilentes a recostarlos en su propia cama
cuando no tenía más donde se los recibieran.
Con la
ayuda de varios ricos de la ciudad fundó el Asilo de Santa Cruz para reunir a
todos los vagos, huérfanos y limosneros y ayudarles a salir de su penosa
situación.
Sorprendió
a muchos con sus curaciones instantáneas, como la del novicio Fray Luis
Gutiérrez que se había cortado un dedo casi hasta desprendérselo; a los tres
días tenía hinchados la mano y el brazo, por lo que acudió al hermano Martín,
quien le puso unas hierbas machacadas en la herida. Al día siguiente, el dedo
estaba unido de nuevo y el brazo enteramente sano. En cierta ocasión, el
arzobispo Feliciano Vega, que iba a tomar posesión de la sede de México,
enfermó de algo que parece haber sido pulmonía y mandó llamar a Fray Martín. Al
llegar éste a la presencia del prelado enfermo, se arrodilló, mas él le dijo:
"levántese y ponga su mano aquí, donde me duele". ¿Para qué quiere un
príncipe la mano de un pobre mulato?, preguntó el santo. Sin embargo, durante
un buen rato puso la mano donde lo indicó el enfermo y, poco después, el
arzobispo estaba curado.
Otras
veces, a la curación añadía la prontitud con que acudía al enfermo, pues
bastaba que éste tuviera deseo de que el santo llegara, para que éste se
presentase a cualquier hora. Muchas veces, entraba por las puertas cerradas con
llave, como pudo comprobarlo el maestro de novicios, quien personalmente
guardaba la llave del noviciado, pues, habiendo estado Fray Martín atendiendo a
un enfermo, salió del noviciado y volvió a entrar sin abrir las puertas. El
asombrado maestro comprobó que estaban perfectamente cerradas. Alguien le
preguntó: "¿Cómo ha podido entrar?" El santo respondió: "Yo
tengo modo de entrar y salir".
El
enfermero al mismo tiempo que hortelano herbolario, cultivaba las plantas
medicinales de que se valía para sus obras de caridad y también desempeñaba el
oficio de distribuidor de las limosnas que algunas veces recogía, en cantidades
asombrosas, parte para socorrer a sus propios hermanos en religión y parte para
los menesterosos de toda clase que había en la ciudad.
Su
amabilidad se extendía hasta los animales; hay en su biografía escenas
semejantes a las que se narran de San Francisco y de San Antonio de Padua. Por
ejemplo, cuando después de disciplinarse, los mosquitos lo atormentaban con sus
picaduras e iba a que Juan Vázquez lo curase, éste le decía: "Vámonos a
nuestro convento, que allí no hay mosquitos". Y Fray Martín respondía:
"¿Cómo hemos de merecer, si no damos de comer al hambriento?"
__"¡Pero hermano, estos son mosquitos y no gente!__ "Sin embargo, se
les debe dar de comer, que son criaturas de Dios", respondió el humilde
fraile.
Es
típico el caso de los ratones que infestaban la ropería y dañaban el vestuario.
El remedio no fue ponerles trampas, sino decirles: "Hermanos, idos a la
huerta, que allí hallaréis comida". Los ratones obedecieron puntualmente,
y Fray Martín cuidaba de echarles los desperdicios de la comida. Y si alguno
volvía a la ropería, el santo lo tomaba por la cola y lo echaba a la huerta,
diciendo: "Vete adonde no hagas mal".
Loa animales le seguían en fila muy obedientes. En una misma cacerola
hacía comer al mismo tiempo a un gato, un perro y varios ratones.
Sus
conocimientos no eran pocos para su época y, cuando asistía a los enfermos,
solía decirles: "Yo te curo y Dios te sana". Todas las maravillas en la vida del santo hay
que entenderlas asociadas con el profundo amor a Dios y al prójimo que lo
caracterizaban.
Se sabe
que Fray Martín y Santa Rosa de Lima, terciaria dominica, se conocieron y
trataron algunas veces, aunque no se tienen detalles históricamente comprobados
de sus entrevistas.
A los
sesenta años, después de haber pasado 45 en religión, Fray Martín se sintió
enfermo y claramente dijo que de esa enfermedad moriría. La conmoción en Lima
fue general y el mismo virrey, conde de Chichón, se acercó al pobre lecho para
besar la mano de aquél que se llamaba a sí mismo perro mulato. Mientras se le
rezaba el Credo, Fray Martín, al oír las palabras "Et homo factus
est", besando el crucifijo expiró plácidamente.
Murió
el 3 de noviembre de 1639. Toda la ciudad acudió a su entierro y los milagros
por su intercesión se multiplicaron.







No hay comentarios:
Publicar un comentario