"Llegado a este momento final de mi existencia en
la tierra, seguramente
que
ninguno de ustedes va a creer que me voy a atrever a decir lo que no es cierto.
Les declaro pues, que el mejor camino para conseguir la salva- ción es
pertenecer a la religión cristiana, ser católico.
En el
año 1549 San Francisco Javier llegó al Japón y convirtió a muchos paganos.
Ya en
el año 1597 eran varios los miles de cristianos en aquel país. Y llegó al
gobierno un emperador sumamente cruel y vicioso, el cual ordenó que todos los
misioneros católicos debían abandonar el Japón en el término de seis meses.
Pero los misioneros, en vez de huir del país, lo que hicieron fue esconderse,
para poder seguir ayudando a los cristianos. Fueron descubiertos y martirizados
brutalmente. Los que murieron en este día en Nagasaki fueron 26. Tres jesuitas,
seis franciscanos y 16 laicos católicos japoneses, que eran catequistas y se
habían hecho terciarios franciscanos.
Los
mártires jesuitas fueron: San Pablo Miki, un japonés de familia de la alta
clase social, hijo de un capitán del ejército y muy buen predicador: San Juan
Goto y Santiago Kisai, dos hermanos coadjutores jesuitas. Los franciscanos
eran: San Felipe de Jesús, un mexicano que había ido a misionar al Asia. San
Gonzalo García que era de la
India, San Francisco Blanco, San Pedro Bautista, superior de
los franciscanos en el Japón y San Francisco de San Miguel.
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A los
26 católicos les cortaron la oreja izquierda, y así ensangrentados fueron
llevados en pleno invierno a pie, de pueblo en pueblo, durante un mes, para
escarmentar y atemorizar a todos los que quisieran hacerse cristianos.
Al
llegar a Nagasaki les permitieron confesarse con los sacerdotes, y luego los
crucificaron, atándolos a las cruces con cuerdas y cadenas en piernas y brazos
y sujetándolos al madero con una argolla de hierro al cuello. Entre una cruz y
otra había la distancia de un metro y medio.
La Iglesia Católica los declaró santos en 1862.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgQBnafN8DUz_qxpCN68Ts9Kiti1FqcE3P09QqnwmxV8PPiv-pHuMVMY7UOya7e5L-EE8BJZMY9RqmOJcA1QH4I9-Cw5No7g5d9Ifaw-GqJzUELnUfvydk8cVoZpCcdfuJD6l34zoXwQXBq/s1600/miki4.jpg)
Al Padre
Pablo Miki le parecía que aquella cruz era el púlpito o sitio para predicar más
honroso que le habían conseguido, y empezó a decir a todos los presentes
(cristianos y curiosos) que él era japonés, que pertenecía a la compañía de
Jesús, o sociedad de los Padres jesuitas, que moría por haber predicado el
evangelio y que le daba gracias a Dios por haberle concedido el honor tan
enorme de poder morir por propagar la verdadera religión de Dios. A
continuación añadió las siguientes palabras:
"Llegado
a este momento final de mi existencia en la tierra, seguramente que ninguno de
ustedes va a creer que me voy a atrever a decir lo que no es cierto. Les
declaro pues, que el mejor camino para conseguir la salvación es pertenecer a
la religión cristiana, ser católico. Y como mi Señor Jesucristo me enseñó con
sus palabras y sus buenos ejemplos a perdonar a los que nos han ofendido, yo
declaro que perdono al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y a
todos los que han contribuido a nuestro martirio, y les recomiendo que ojalá se
hagan instruir en nuestra santa religión y se hagan bautizar".
Luego,
vueltos los ojos hacia sus compañeros, empezó a darles ánimos en aquella lucha
decisiva; en el rostro de todos se veía una alegría muy grande, especialmente
en el del niño Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el
Paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que
hizo. El niño Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el
cielo, después de haber invocado los santísimos nombres de Jesús, José y María,
se pudo a cantar los salmos que había aprendido en la clase de catecismo. A
otros se les oía decir continuamente: "Jesús, José y María, os doy el
corazón y el alma mía". Varios de los crucificados aconsejaban a las
gentes allí presentes que permanecieran fieles a nuestra santa religión por
siempre.
A las
horas todos fueron atravesados con lanzas y su sangre fue recogida por muchos
cristianos como preciosa reliquia, . El pueblo cristiano horrorizado gritaba:
¡Jesús, José y María!
Algunos
siglos después, un seminarista italiano de quince años, lee la historia de San
Pablo Miki y sus compañeros y tocado por el Espíritu decide ser misionero: su
nombre es Daniel Comboni, ahora proclamado santo y gran evangelizador del
África.
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