El
Santo a quien la Iglesia honra especialmente en este día, nació el 13 de
octubre de 1563, en Villa Santa María, en los Abruzos. Su padre pertenecía a la
rama de los Pisquizio, en el árbol genealógico de los príncipes napolitanos de
Caracciolo.
La
familia de su madre podía ufanarse de su parentesco con Santo Tomás de Aquino.
En la pila bautismal recibió el nombre de Ascanio. Bien educado por sus padres,
respondió cabalmente a las esperanzas que tenían puestas en él y creció hasta
convertirse en un joven modelo, devoto y caritativo. En otros aspectos, llevaba
la existencia de los muchachos de la nobleza; era aficionado a los deportes,
sobre todo a la caza.
Al
cumplir los veintiún años, padeció una enfermedad de la piel, parecida a la
lepra, que rápidamente adquirió una virulencia tal, que su caso se consideraba
perdido. Con la muerte frente a él, hizo el voto de dedicar su vida al servicio
de Dios y del prójimo, si recuperaba la salud. Y desde ese momento comenzó a
sanar con tanta prisa, que todos consideraron su curación como un milagro.
Ansioso
por cumplir su promesa, en cuanto estuvo bien, se fue a Nápoles a seguir la
carrera del sacerdocio. Inmediatamente después de su ordenación, se unió a una
hermandad llamada los "Bianchi della Giustizia", cuyos miembros se
ocupaban de manera especial de cuidar a los presos y de preparar a los
criminales condenados a muerte a recibirla santamente. Aquel era el preludio
indicado para la carrera que iba a revelarse al joven sacerdote.
En
el año de 1588, Giovanni Agostino Adorno, un patricio genovés que había
ingresado a las órdenes religiosas, quiso poner en práctica su idea de fundar
una asociación de sacerdotes dispuestos a mezclar la vida contemplativa con la
activa.
Para
ello consultó a Fabriccio Caracciolo, diácono de la iglesia colegiata de Santa
María la Mayor, en Ñapóles. Este envió una carta para pedir la colaboración de
un tal Ascanio Caracciolo, pariente lejano, carta ésta que fue entregada, por
equivocación, a nuestro santo. Sin embargo, las aspiraciones del decano Adorno
coincidían de manera tan perfecta con las suyas, que el sacerdote reconoció la
mano de Dios en aquel error aparente y se apresuró a asociarse con Adorno.
A
manera de preparativo, los nuevos socios hicieron un retiro de cuarenta días en
el establecimiento de los camaldulenses de Nápoles y ahí, tras un riguroso
ayuno y oración continua, esbozaron las reglas para la orden.
Tan pronto como
el grupo pudo contar con doce miembros, Caracciolo y Adorno partieron a Roma
con el propósito de obtener la aprobación del Sumo Pontífice. El 10 de junio de
1588, Sixto V ratificó solemnemente la nueva sociedad bajo el título de
Clérigos Regulares Menores. El 9 de abril del año siguiente, los dos fundadores
hicieron su profesión; Ascanio Caracciolo tomó el nombre de Francisco, por
devoción al gran santo de Asís. Además de los tres votos acostumbrados, los
miembros de la nueva sociedad hicieron otro: no procurar nunca algún puesto
alto o dignidad, dentro o fuera de la orden.

Sin
embargo, no era aquel un momento oportuno: la corte de Madrid no les permitió
hacer fundación alguna, y los dos tuvieron que regresar, sin haber logrado su
objetivo.
En
el viaje de regreso tuvieron un naufragio; pero en cuanto llegaron a Nápoles,
vieron recompensadas sus penurias con noticias muy gratas sobre su fundación.
Durante
su ausencia, la casita del suburbio había resultado insuficiente para albergar
a todos los que querían ingresar en la orden, y se había invitado a los
clérigos para que ocuparan Santa María la Mayor, ya que el superior de la
iglesia colegiata, Fabriccio Caracciolo, también se había hecho miembro de la
nueva sociedad.

Francisco
contrajo una grave enfermedad y, apenas se había restablecido, cuando sufrió la
pena de perder a su amigo Adorno, quien murió a la edad de cuarenta años, a
poco de haber regresado de un viaje a Roma, relacionado con los asuntos del
instituto en el que era superior. Enteramente contra su voluntad, Francisco fue
elegido para ocupar el puesto vacante; se creía indigno de tomar el cargo y,
desde entonces, firmaba a menudo sus cartas como "Franciscus
Peccator."
Asimismo,
insistió en conservar su turno para barrer los cuartos, tender las camas y
lavar la loza en la cocina, lo mismo que los demás. Las pocas horas que
concedía al sueño, las pasaba sobre una mesa o en las gradas del altar.

Francisco
se vio obligado a desempeñar el cargo de superior general durante siete años, a
pesar de que sus actividades le resultaban extremadamente fatigosas, no sólo
por su salud delicada, sino, sobre todo, porque al establecer y extender la
orden, tuvo que hacer frente a oposiciones, desprecios y, a veces, maliciosas
calumnias. Cuando al fin obtuvo el permiso del Papa Clemente VIII para
renunciar, se constituyó en prior y maestro de novicios en Santa María la
Mayor.
El
trabajo apostólico lo desarrollaba en el confesionario y desde el púlpito; sus
sermones, ardientes y conmovedores, versaban tan a menudo sobre la inmensidad
de la misericordia divina hacia los hombres, que llegó a llamársele el
"Predicador del Amor de Dios". También se afirma que, con el signo de
la cruz, devolvió la salud a innumerables enfermos.

Fue
en vano que el Papa le ofreciese obispados; Francisco nunca había deseado las
dignidades y menos entonces, cuando su mente y su corazón estaban puestos en el
cielo. Sin embargo, no estaba destinado a morir en Nápoles. San Felipe Neri
había ofrecido a los Clérigos Regulares Menores una casa en Agnone, en los
Abruzos, para el noviciado, y se propuso que San Francisco fuese a vigilar los
pasos iniciales de la nueva fundación. Durante su viaje se detuvo en Loreto,
donde se le otorgó la gracia de pasar toda la noche en oración en la capilla de
la Santa Casa. Cuando invocaba la ayuda de Nuestra Señora en favor de su grey,
se le apareció Adorno, ya fuera en un sueño o en una visión, para anunciarle su
próxima muerte.

Después
pareció quedar absorto en la meditación, hasta el ocaso, cuando levantó la voz
para clamar: "¡Vámonos! ¡Vámonos!" "¿A dónde quieres ir, hermano
Francisco?", inquirió uno de los que le cuidaban. "¡Al Cielo, al
Cielo!", repuso el santo con voz clara y acento triunfante. Apenas había
pronunciado estas palabras, cuando su deseo se vio realizado, y Francisco Caracciolo,
a la edad de cuarenta y cuatro años, pasó a recibir su recompensa en una vida
mejor. San Francisco fue canonizado en 1807.
Su
orden de Clérigos Regulares Menores llegó a ser una institución floreciente,
pero en la actualidad casi es desconocida fuera de Italia, donde aún quedan
algunas pequeñas comunidades.
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