Después de la canonización
de Madre Teresa en Roma y de estar una semana entre las maravillas de la ciudad
eterna, me esperaba Ávila, la tierra carmelitana por excelencia.
Venía de mucha fiesta,
conversaciones y experiencias internacionales con hermanos míos en la fe, ahora
tocaba unos días de silencio y más oración personal y con poca gente. Meterme
de lleno en la vida de Santa Teresa de Jesús y de San Juan de la Cruz me hizo
mucho bien. Sabía que ellos también habían pasado en algún momento por “la
noche oscura del alma”, lo mismo vivió Santa Teresa de Calcuta y tantos otros
santos.
Fueron humanos y supieron por medio de la oración y la entrega
personal, alcanzar y cumplir con la voluntad de Dios.
Muy emocionante visitar el
Monasterio de San José y ver in situ todos los objetos de Santa Teresa de
Jesús, su celda, sus plumas para escribir, su baúl para guardar su ropa, hasta
los instrumentos musicales que usaba con sus hermanas en los momentos de
recreación, “una monja triste es una triste monja”, decía.
Tuve tiempo de
rezar, pedí mucho por los que más lo precisaban y agradecí las múltiples
bondades que el Señor me ha concedido a lo largo de más de medio siglo.
El silencio se hace oír de
múltiples maneras, todas ellas muy sencillas pero que aturden con su ruido
interior.
Desde un amanecer, un atardecer, el ruido del agua en un arroyo, el
canto de algún pajarito perdido por ahí, en fin hay que estar atentos y no
perder la capacidad de asombro y cuando el cuerpo y el espíritu están en
armonía se perciben y uno queda extasiado, como si fuera la primera vez que lo
ve o escucha.
Esto es Santa Teresa, lo
cotidiano transformado en divino. Es la alegría de saberse amado por Dios y de
ser su hijo. De saber que estamos de paso y que una eternidad nos espera, que
lo vano, vano es y lo primordial es agradar a Dios y no al mundo.
Nos enseña
que las tentaciones existen y para no sucumbir a ellas hay grandes y poderosas
armas que se pueden usar: la oración y los sacrificios.
Esas palabras suyas del
“muero porque no muero”, nos preparan para la gloria celestial lo mismo que su
letrilla del “Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa, Dios no se muda. La
paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios Basta”.
La visita al convento de la
Encarnación, donde ella vivió la mayor parte de su vida, ya que posteriormente
funda a las carmelitas descalzas en el convento de San José, nos empapa con
muchos de sus objetos y escritos.
Emociona ver el locutorio y la sala en la que
se encontraba con San Juan de la Cruz, reja de por medio y pensar en algunos de
sus diálogos. Seguramente le contaría las penurias que pasaría entre esas
religiosas medio mundanas que eran muy sabias a la hora de hacerle la vida
imposible, pero ella con convicción y paciencia, sin dejar nunca de amarlas, lo
sabía sobrellevar.
Me imaginaba a su “medio fraile” (lo llamaba así porque San
Juan de la Cruz era bastante petizo) aconsejándole mansedumbre y caridad y entre
ambos viendo cómo se podrían revertir esos errores en la vida religiosa.
Podría estar horas
contándoles historias de ellos pero no los voy a aburrir, ya bastante que me
han leído hasta acá. Lo que sí les digo es que en Ávila se respira el aire
carmelitano, vaya uno a donde vaya. Sus murallas y sus callejuelas nos hacen
ver a Santa Teresa, andariega como era, por múltiples lugares.
Si alguna vez
van, no dejen de pasar por su casa natal, ahora transformada en Museo, con una
iglesia preciosa. Saliendo de la iglesia está la plaza con una imagen de ella
sentada que si uno se ubica a su lado, seguramente la podrá escuchar o bien
ella podrá escucharnos, como grandes amigos de toda la vida.
Pasé por la alegría de Roma,
el silencio de Ávila y la marcha sigue
rumbo a Lourdes, junto a la Buena Madre. En este último lugar todo se
amalgama, el hijo junto a la Madre, es la imagen perfecta y más sincera que
existe tanto en la tierra como en cielo. En otra entrada les contaré esta
experiencia. Dios los bendiga.
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