Toribio,
arzobispo de Lima, es uno de los eminentes prelados de la hora de la
evangelización. El concilio plenario americano del 1900 lo llamó "totius
episcopatus americani luminare maius", que en vernácula hispana quiere
decir "la lumbrera mayor de todo el episcopado americano". Era la
hora de llevar la fe cristiana al imperio inca peruano lo mismo que en México
se cristianizaba a los aztecas.
Nació en
Mayorga (Valladolid), el 16 de noviembre de 1538. No se formó en seminarios, ni
en colegios exclusivamente eclesiásticos, como era frecuente entonces; Toribio
se dedicó de modo particular a los estudios de Derecho, especialmente del
Canónico, siendo licenciado en cánones por Santiago de Compostela y continuó
luego sus estudios de doctorado en la universidad de Salamanca. También residió
y enseñó dos años en Coimbra.
En
Diciembre de 1573 fue nombrado por Felipe II para el delicado cargo de
presidente de la
Inquisición en Granada, y allí continuó hasta 1579; pero ya
en agosto de 1578 fue presentado a la sede de Lima y nombrado para ese
arzobispado por Gregorio XIII el 16 de marzo de 1579, siendo todavía un
brillante jurista, un laico, o sólo clérigo de tonsura, cosa tampoco
infrecuente en aquella época.
Recibió las
órdenes menores y mayores en Granada; la consagración episcopal fue en Sevilla,
en agosto de 1579.
Llegó al
Perú en el 1581, en mayo. Se distinguió por su celo pastoral con españoles e
indios, dando ejemplo de pastor santo y sacrificado, atento al cumplimiento de
todos sus deberes. La tarea no era fácil. Se encontraba con una diócesis tan
grande como un reino de Europa, con una población nativa india indócil y con
unos españoles muy habituados a vivir según sus caprichos y conveniencias.
Celebró
tres concilios provinciales limenses: el III (1583), el IV (1591) y el V
(1601). Sobresalió por su importancia el III limense, que señaló pautas para el
mexicano de 1585 y que en algunas cosas siguió vigente hasta el año 1900. Fue
de los pocos que intentaron poner al pie de la letra las disposiciones del
concilio de Trento; pero se vio imposibilitado para cumplirlas todas, como la de
los sínodos anuales, en aquellas circunstancias por la imposibilidad de las
comunicaciones.
Aprendió el
quechua, la lengua nativa, para poder entenderse con los indios. Se mostró como
un perfecto organizador de la diócesis. Reunió trece sínodos diocesanos. Ayudó
a su clero dando normas precisas para que no se convirtieran en servidores
comisionados de los civiles. Visitó tres veces todo su territorio, confirmando
a sus fieles y consolidando la vida cristiana en todas partes. Alguna de sus
visitas a la diócesis duró siete años.
Prestó muy
pacientemente atención especial a la formación de los ya bautizados que vivían
como paganos. Llevado de su celo pastoral, publicó el Catecismo en quechua y en
castellano; fundó colegios en los que compartían enseñanzas los hijos de los
caciques y los de los españoles; levantó hospitales y escuelas de música para
facilitar el aprendizaje de la doctrina cristiana, cantando.
No se vio
libre de los inevitables roces con las autoridades en puntos de aplicación del
Patronato Real en lo eclesiástico; es verdad que siempre se comportó con una
dignidad y con unas cualidades humanas y cristianas extraordinarias; pero tuvo
que poner en su sitio a los encomenderos, proteger los derechos de los indios y
defender los privilegios eclesiásticos.
Atendido
por uno de sus misioneros, murió en Saña, mientras hacía uno de sus viajes apostólicos, en 1606. Fue beatificado en 1679 y canonizado en 1726.
Quien tenga
la suerte de tener entre sus manos un facsímil del catecismo salido del Tercer
Concilio Limense, aprenderá a llamar mejor evangelización que colonización a la
principal obra de España en el continente recién descubierto.
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