Queridos amigos comparto con ustedes un texto que acabo de recibir de mi Obispo, Monseñor Damián Bitar. Él siempre generoso con sus fieles, a la hora de compartir lo material y espiritual. Espero les sea de mucho provecho.
Autor: Pablo
D Ors
Publicado en: L
Osservatore Romano N. 17/2015
Un
poema de Luis Rosales de inspiración sanjuanista dice así: “De noche, iremos de
noche, que para encontrar la Fuente, sólo la sed nos alumbra”.
A
Dios, por lo general, acudimos cuando en nuestra vida es de noche, es decir,
cuando comprendemos que le necesitamos. Cuando es de día, en cambio, son tantas
las luces que nos deslumbran que es fácil olvidarse de la luz.
Al
igual que al final de cualquier túnel, por largo y oscuro que sea, hay siempre
una luz, en el más profundo centro de nuestras noches brilla siempre una llama.
Esa llama es Dios, que nos espera en el corazón de nuestras tinieblas. La
invitación, por tanto, no es a huir de la oscuridad, que es lo que normalmente
hacemos, sino a entrar en ella.
Nuestra
noche oscura particular puede ser ahora un vicio no erradicado, una pasión
desordenada, un pacto con la mediocridad, un problema económico o familiar
grave, una crisis de pareja, un miedo de apariencia insuperable…Sea cual sea
nuestra noche actual, Dios está ahí para nosotros. Esta es la convicción
cristiana más radical.
La
felicidad del hombre en este mundo depende de su conexión con su fuente
interior, lo que los cristianos llamamos Espíritu Santo. Sólo esta Fuente puede
saciar el corazón humano. El resto de las alegrías son pasajeras, fugaces,
efímeras…
Seducidos
por el espejismo de otras fuentes o, sencillamente por pereza, con frecuencia,
conscientes o no, nos alejamos de esa Fuente. A veces nos distanciamos tanto de
Ella que ya ni la vemos y hasta dudamos de que exista. Y nos decimos. ¿No será
una ilusión juvenil? ¿No me habré engañado cuando creí beber?
Cuando
más lejos estamos de la Fuente, más se van apagando las esperanzas y menos
confianza tenemos en nosotros mismos y en los demás. El futuro se va
estrechando. Sentimos la vida como un peso que nos fatiga, crecen los miedos y
las seguridades a las que pretendemos agarrarnos. Todo eso deja una huella
física: se ensombrece el rostro y nuestra mirada se apaga. Hay quien piensa que
eso es la madurez, pero se trata más bien de la decadencia espiritual o de la
muerte en vida. Crecer bienes crecer en vulnerabilidad.
Es
en esta situación límite, casi desesperada, cuando podemos conocer que estamos
profundamente insatisfechos. Antes, quizá, no habíamos tocado fondo y aún nos
dejábamos engañar por los sucedáneos de la felicidad: el prestigio social, la
compensación sensorial, la seguridad material…Pareja, familia, trabajo…;nadie
niega que todo eso sea importante y
bueno, pero no es, ciertamente el Reino de los cielos.
Lo
primero que hace falta para atisbar algo de ese Reino es tener sed; sólo
entonces acudiremos a la Fuente. Lo primero es desear la luz; sólo entonces
salimos de la noche. ¿Y cómo? Gritando. Sólo un grito imperioso y desgarrado es
escuchado por Dios. No hay oración sincera que Él no atienda. Ni una sola.
Tampoco hay ritual vacío que El escuche. Ni uno solo.
Estar
en Dios y estar en las cosas de Dios no es en absoluto lo mismo. Podemos ser
muy religiosos y muy poco espirituales, y quizá sea ése nuestro cáncer. Podemos
recitar plegarias durante media hora sin haber conectado con Él ni un segundo.
Por desconfianza a Dios y a la vida -que es la misma desconfianza- nos
aseguramos todo tanto que, al final, no necesitamos nada y, en consecuencia,
nada hay que pedir de verdad.
¿Cuál es hoy mi grito? Esta es la pregunta. ¿De
qué necesito ser salvado en este momento de mi vida? ¿Estoy dispuesto a
convertirme en un pobre que suplica?
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