Nació en La Potière, aldea del pueblo
de Cuet en el departamento del Ain (Francia), el día 12 de julio de 1803. Era
el quinto hijo de los ocho que tuvo la familia compuesta por los humildes
agricultores Francisco Chanel y María Ana Sibellas. Bautizado 4 días después,
en la fiesta de Nuestra Señora del Carmen, con el nombre de Pedro, añadiría más
tarde los de Luis María con ocasión de la confirmación, nombres que señalan su
devoción a san Luis Gonzaga y a la Sma. Virgen.
A los diez
años encuentra al abate Trompier, cura párroco del cercano pueblo (4 km) de Cras-sur-Reyssouze,
donde los por dos inviernos Pedro fue a la escuela, bajo la tutela del
sacerdote y el alojamiento en casa de una tía. Cuando su protector fue nombrado
en 1815 párroco de Monsols (en las montañas del Beaujolais), propuso a sus
padres llevarlo consigo y encargarse de su educación, cosa que aceptaron.
Junto al
párroco se inicia en la vida de piedad y servicio, visitando enfermos, ayudando
en misa, etc. con 16 años de edad, el párroco de Cras envió a su protegido a
continuar sus estudios al seminario menor de Meximieux, donde Pedro se destacó
muy pronto como brillante alumno y como ferviente miembro de la Congregación de la Sma. Virgen,
asociación en la que se agrupaban los mejores. Permaneció allí hasta 1823, año
en que terminó de cursar la retórica; para completar sus estudios con la
filosofía debería trasladarse al seminario menor de Belley, donde Monseñor
Devie acababa de ser nombrado obispo de la nueva diócesis.
En octubre
de 1824 Pedro Chanel inicia su teología en el seminario mayor de Belley que
Monseñor Devie había instalado en el antiguo convento de los Agustinos
reformados. Su ordenación sacerdotal tan ansiada llegaría el 15 de julio de
1827. Y enseguida fue nombrado vicario parroquial en Ambérieu-en-Bugey.
Uno de sus
primeros actos como vicario parroquial fue la introducción del mes de María. Y
muy pronto sus actividades pastorales le hicieron soñar con las misiones. Pero
su obispo no le dio autorización sino que el 1º de septiembre de 1828 lo nombró
cura párroco de Crozet, pequeña población de 800 almas en las montañas del
Jura. Allí debería afirmar su débil salud a la vez que ejercitar su apostolado
misionero en una población de mayoría calvinista.
Si duro era
el apostolado en ambiente protestante, sus múltiples obras de misericordia le
conquistaron todos los corazones. Pero la vocación misionera no se apartaba de
su cabeza. Vocación que se afianzó al conocer al sacerdote Juan Claudio Colin
que dirigía las misiones parroquiales de la diócesis de Belley con un grupito
de compañeros que se llamaban ya Maristas. Después de varias entrevistas, de
mucha reflexión y oración, y de pertinentes consultas, el cura párroco Pedro
Chanel manifestó su deseo de ingresar en la Sociedad de María, entre cuyas misiones figuraba
la evangelización de los infieles.
La Sociedad
de María aún no estaba aprobada canónicamente, y sus dos ministerios hasta
entonces eran las misiones parroquiales y el colegio de Belley, que Monseñor
Devie había puesto bajo la dirección del Padre Colin. A la espera, pues, del
apostolado en las misiones entre infieles, la primera misión que se le encargó
fue la de profesor en el colegio-seminario menor de Belley (1831). En el curso
siguiente, octubre de 1832, se le confió la dirección espiritual del colegio,
cargo donde mostró toda su capacidad. Una de sus principales funciones como
director espiritual era la predicación en la capilla del colegio. Preparaba con
minuciosidad todas las instrucciones, y para afianzar sus frutos estableció
entre los alumnos, según el modelo de Meximieux, la Congregación de la Sma. Virgen y la de
los Santos Ángeles. La confesión le ocupaba igualmente buena parte de su
tiempo, pues numerosos alumnos lo preferían como confesor.
Aprobada
oficialmente la Sociedad
de María por Su Santidad Gregorio XVI, con el breve Omnium gentium salus del 29
de abril de 1836, se le asignó como campo de evangelización misionera Oceanía
occidental. Elegido el Padre Pompallier como Vicario Apostólico, con el título
de obispo de Maronea, quedaba por encontrar el grupo de misioneros
acompañantes. Habiéndose ofrecido varias veces para dicho apostolado, grande
fue la dicha del Padre Chanel al ser aceptado para la primera partida. El grupo
misionero estaba constituido por Monseñor Pompallier (Marista asociado, pues
siendo ya obispo no podía profesar como religioso), los Padres Maristas Chanel,
Bataillon, Servant y Bret, y los Hermanos Maristas Marie-Nizier, Miguel y José
Javier (este último Hermano Marista Coadjutor). La salida del puerto del Havre
se efectuó el 24 de diciembre de 1836 en el buque llamado «La Delphine».
El viaje
fue largo y con numerosas peripecias. En Santa Cruz de Tenerife debieron
permanecer 52 días para reparar la nave averiada. Cuando por fin pudieron de
nuevo ponerse a la mar, el Padre Bret fue presa de fuertes dolores de cabeza y
violenta fiebre. Administrado el Santo Viático y la Extremaunción por el
P. Chanel el domingo de Ramos, el misionero falleció el día siguiente, 20 de
marzo de 1837. El 28 de junio anclaban en Valparaíso (Chile) donde acababa su
viaje La Delphine.
Después de mes y medio de gestiones, los misioneros
consiguieron embarcarse el 10 de agosto rumbo a la Polinesia en un buque
norteamericano, el «Europa». En Tahití debieron de nuevo cambiar de embarcación:
una mísera goleta que llevaba el nombre de «Raiatea».
Llegados el
1º de noviembre de 1837 a
la isla de Wallis (llamada entonces Uvea), dejaron allí 2 misioneros, el P.
Bataillon y el Hno. José Javier Luzy: quedaba fundada la primera misión católica
de Oceanía occidental. El sábado 11 de noviembre hacían escala en la isla de
Futuna. Allí quedaron el Padre Chanel y el Hermano Marie-Nizier. Para el P.
Chanel sería su definitivo campo de apostolado y de martirio. El Padre Servant
y el Hermano Miguel irían a Nueva Zelanda.
Futuna y
Alofi constituyen dos pequeñas islas: la primera de 40 km de perímetro, la
segunda de 20; un total de 115
km cuadrados. Montañas volcánicas de hasta 750 m y profundos valles;
acantilados abruptos y sólo algunos espacios llanos al borde del mar; temblores
de tierra permanentes. Poca población: apenas 1.000 almas constituirían la grey
a evangelizar, todas en la isla mayor. En ella hay dos facciones: los
Vencedores y los Vencidos, en guerra permanente, ambos con su propio rey, el
primero en Alo, el segundo en Sigave. Los misioneros son acogidos como
huéspedes por el rey de los Vencedores, Niuliki, en Alo. Más tarde los
instalarían, con casa propia, en Poi. Si al principio los misioneros fueron
bien acogidos por el rey Niuliki, a medida que la predicación iba haciendo
catecúmenos, las relaciones se fueron enfriando ya que veía su religión
amenazada. Los familiares del rey y el consejo de ancianos empezaron a ponerles
toda clase de dificultades, empezando por escasearles la comida e incitando a
sus súbditos a robarles el producto de su trabajo en la huerta propia. El
hambre los llevó a tener que comerse hasta el perro de casa. Pronto, no se
contentaron con robarles los frutos, sino que iban llevándose ropa y otros
objetos: apenas quedaron con la ropa puesta.
Como
soportaban todo con paciencia y continuaban con su apostolado y sus obras de
misericordia, vinieron las amenazas. "Que se los mate, que desaparezca su
religión" era el grito que empezaba a oírse por parte de los opositores.
Los misioneros lo sabían y estaban dispuestos a sufrir el martirio si esa era
la voluntad de Dios. Por temor al rey, la gente bien dispuesta con los
misioneros no osaba prestarles ayuda. Los catecúmenos tenían que reunirse en
forma secreta.
Lo que llevó a la exasperación total del rey fue la conversión a
la fe cristiana de su propio hijo mayor, Meitala, quien más tarde sería su
sucesor. Dio entonces la orden de asesinar a los misioneros. Su yerno Musumusu
asumió el encargo y fue preparando el plan reclutando para el golpe a un
grupito de adeptos. Todo se hacía en secreto para no despertar las sospechas de
los catecúmenos. Y para asegurarse el buen resultado, se buscó un día en que el
Padre estuviera solo.
Ese día no
tardó en llegar. Impedido por la fiebre y una llaga en el pie, el Padre Chanel
envió al Hermano Marie-Nizier al valle de los Vencidos, Sigave, distante 3
leguas y media, para visitar a un enfermo y bautizar a los niños en peligro de
muerte. Era el 27 de abril de 1841. Musumusu y su banda aparecieron temprano en
la mañana del 28 armados de lanzas y cachiporras con extremos metálicos. Se
dirigieron primero a la casa de los catecúmenos que estaban durmiendo, a los
que golpearon y dispersaron. Al hijo del rey no lo encontraron en la casa ; lo
buscaron y lo golpearon violentamente, al igual que a su hermana Flora : tenían
carta blanca del rey. Luego se encaminaron a la casa de los misioneros en Poi.
Se adelanta
uno de los asesinos y le pide un remedio al Padre. Mientras el misionero va a
buscarlo, los demás invaden la casa y comienzan el pillaje. Enfurecido,
Musumusu grita: ¿Qué esperan para matarlo? El que había pedido el remedio
agarra entonces al sacerdote y lo empuja con violencia; otro del grupo lo
golpea con su cachiporra quebrándole el brazo que ha levantado para parar el
golpe. Un segundo golpe lo hiere en la sien izquierda y sangra abundantemente.
Una lanza con punta de hierro lo hiere en el pecho. El misionero retrocede y
cae. Pero todos están ávidos de llevarse algo y atienden más al pillaje que a
obedecer al jefe de la banda. Furioso Musumusu, y no encontrando su cachiporra,
salta por la ventana y entra en la habitación del Hermano Marie-Nizier. Allí
topa con una azuela escondida debajo de la cama, la toma y se lanza contra el
herido: con un golpe feroz le clava el hierro en el cráneo y el mártir cae
exánime. Musumusu lo depoja de su sotana y otros se llevan sus otras
vestimentas.
El
compañero de apostolado, el Hermano Marie-Nizier se salvó milagrosamente.
Regresando a Poi ese 28 de abril, se encuentra con uno de los asesinos que
viene a contarle lo sucedido y prevenirle de huir, cosa que, luego de algunas
peripecias, consiguió. Las mujeres indígenas se mostraron piadosas, entre ellas
la esposa y dos hijas del rey asesino. Lavaron el cuerpo de Pedro, lo ungieron
con aceite de coco, lo envolvieron en esteras y lo enterraron en la fosa que
los mismos Niuliki y Musumusu ayudaron a cavar a unos pasos de la casa
misionera. Esta fue destruida como signo de su triunfo completo y para borrar
todo rastro de cristianismo. «El sacerdote ha muerto -decían- y su religión con
él. Ya no tenemos más que temer, nuestra isla vuelve a ser feliz».
Pero sus
previsiones fallaron. En Futuna volvió a cumplirse el dicho «La sangre de los
mártires es semilla de cristianos». El 18 de enero de 1842 aparecía en la isla
la goleta «Sancta Maria», embarcación de la misión, con el Padre Viard y el
Hermano Marie-Nizier. Por precaución, la corveta francesa L'Allier los
acompañaba para intervenir en caso de necesidad. Lo primero fue rescatar el
cuerpo del mártir. Transportado primero a la Bahía de las Islas, fue enviado a Sydney en 1850,
y en 1851 transportado a Lyon. Descansa hoy en una magnífica urna en el
Seminario de Misiones Marista en Sainte-Foy-les-Lyon. También fue rescatada su
sotana sacerdotal.
Los jefes
de la isla, animados por algunos regalos, se presentaron al Comandante de
L'Allier y manifestaron su pesar por la muerte de quien decían: «El Padre no
hizo sino el bien en el país; siempre fue un hombre caritativo con todos». Y
rogaron al Hermano Marie-Nizier se quedara con ellos y enviaran un nuevo Padre.
Cuando el 29 de mayo de 1842 Monseñor Pompallier trajo en su embarcación
«Sancta Maria» a 3 Padres y 2 Hermanos, se encontraron con un cambio total en
el ánimo de los jefes de Futuna.
Todos acudieron a recibirlos, incluso Musumusu
y los demás asesinos. Muchos isleños pedían el bautismo. Después de 10 días de
preparación, Monseñor bautizó y confirmó a 114, primicias de la numerosa
cosecha que se anunciaba.
El proceso
indagatorio para la beatificación comenzó casi inmediatamente, y ya en 1857 era
declarado Venerable, primera etapa en firme del camino a los altares. La
beatificación tuvo lugar el 17 de noviembre de 1889 por el Papa León XIII. Y
finalmente la canonización el 12 de junio de 1954 por el Papa Pío XII.
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