
Alejandro
de Hales decía que parecía no haber pecado Adán en Buenaventura. Durante un
decenio enseñó en París con aplauso unánime. Y, cuando apenas contaba treinta y
seis años, la Orden, reunida en Roma en Capítulo, le eligió por su ministro
general el 2 de febrero de 1257.
Con toda
razón puede llamársele en cierto sentido el segundo fundador de la Orden de
Francisco de Asís, del que escribió, a petición de los frailes, una biografía,
modelo en el género por la serenidad crítica, amor filial y arte literario que
la hermosean.
Predicaba
con frecuencia impulsado de su celo por el bien de las almas. Papas y reyes,
como San Luis, rey de Francia, universidades, corporaciones eclesiásticas y
especialmente comunidades religiosas de ambos sexos eran sus auditorios.

Pocos días
después, el 15 de julio de 1274, entregaba a Dios su bendita alma en medio de
la consternación y tristeza del concilio, que se había dejado ganar por el
irresistible encanto de su personalidad y por la santidad de su vida. El Papa
mandó –caso único en la historia– que todos los sacerdotes del mundo dijeran
una misa por su alma.
Si fue
ingente la acción de San Buenaventura como hombre de gobierno, viendo los once
gruesos volúmenes in folio de sus obras, hay que convenir que no fue inferior
la que desarrolló en el aspecto científico.
En los años
de docencia en la universidad parisiense escribió comentarios a la Biblia y a
las Sentencias de Pedro Lombardo. De la época de su gobierno nos quedan obras
teológicas, apologías en que defiende la perfección evangélica y las Ordenes
mendicantes de los ataques de sus adversarios, muchos centenares de sermones y
opúsculos místicos; algunos, como el Itinerario del alma a Dios, son joyas
inapreciables de la mística de todos los tiempos.

Es la
unción espiritual que rezuman todas sus páginas. Y no podía ser de otra manera,
ya que la ciencia bonaventuriana no es frío ejercicio de la inteligencia, sino
sabiduría, sabor de la ciencia sagrada vivida y practicada. Es, pues, muy
comprensible el influjo inmenso del magisterio del santo doctor en la
posteridad. Ideas y estímulos han bebido a caño libre en sus páginas maestros
de la espiritualidad y almas sedientas de perfección.
También en
nuestra patria han sido editados repetidamente sus opúsculos auténticos y aun
los espurios, pero inspirados en su espíritu o compuestos con retazos de sus
obras.
En medio de
actividad tan desbordante el ministro general de la Orden seráfica fue
ascendiendo por las vías de la santidad hasta su cumbre más cimera. No es
solamente un teólogo que puede dar razón adecuada de los fenómenos místicos
merced a los profundos conocimientos que de la ciencia sagrada posee.
Leyéndola
se columbran los esfuerzos que hizo para desligar su corazón de todo afecto
desordenado de las criaturas y lograr una extremada exquisitez de conciencia y
se entrevén sus progresos en el ejercicio de las virtudes.
Entre sus virtudes
preferidas están la humildad y la pobreza, la oración, la mortificación y la
paciencia. Una ingenua leyenda, no comprobada, nos le muestra lavando la
vajilla conventual en el preciso momento que llegan con las insignias
cardenalicias los enviados del Papa.
Si el hecho
no es real, simboliza exactamente la humildad del Santo en medio de los mayores
éxitos y honores. En el desempeño de su cargo brillaron su prudencia, su
humilde llaneza y amor de padre en atender a sus súbditos de cualquier
categoría que fuesen. La piedad bonaventuriana es marcadamente cristocéntrica y
mariana. Puso todo su empeño en imitar a Cristo, camino del alma. La Pasión
sacratísima era el objeto preferido de sus meditaciones y amores seráficos.
Todos los días dedicaba un obsequio especial a la Virgen Santísima y en honor
suyo ordenó a sus religiosos que predicasen al pueblo la piadosa costumbre de
saludarla con el rezo del Ángelus. Tenerle devoción equivalía para el Santo a
imitarla en su pureza y humildad.
El papa
Sixto IV le canonizó el año 1482. En 1588 le proclamó doctor de la Iglesia
Sixto V, asignándole el título de Doctor Seráfico. El sapientísimo León XIII le
declaró príncipe de la mística. Y Pío XII exhortaba recientemente a los
cultivadores de las ciencias eclesiásticas con palabras de San Buenaventura a
unir el estudio con la práctica y la unción espiritual.

Es la
lección perenne que el Santo nos brinda con las enseñanzas de su magisterio y
el ejemplo de su vida. Es el camino que con gesto amable y persuasivo señala a
las almas que no quieran dejarse arrastrar por este mundo ahíto de técnica, de
adelantos, de prisas y velocidades supersónicas, amenazado, en cambio, de un espantoso
vacío interior.
No hay comentarios:
Publicar un comentario