
El
deseo de llevar el Evangelio a tierras lejanas y de poner como fundamento de su
vida espiritual los Ejercicios de San Ignacio, le llevan a pedir su admisión a
la Compañía de Jesús y a entrar en el noviciado de Pau en 1873. En 1875 zarpa
del puerto de Marsella hacia dos islas del entorno de Madagascar, entonces
dependientes de Francia: La Reunión y Santa María (hoy Nosy Bohara), donde
estudia la lengua malgache y se prepara como misionero.
En
1881 una medida de la legislación francesa que cierra sus territorios a la
acción de los jesuitas, obliga a Jacques Berthieu a trasladarse a la gran isla
de Madagascar. Allí comenzará trabajando en el distrito de
Ambohimandroso-Ambalavao, en Fianarantsoa, en la región sur de los altiplanos.
Más tarde, durante la primera guerra franco-malgache, desarrolla diversos
ministerios en las costas este y norte del país.
A partir de 1886 dirige la misión de
Ambositra, 250 kms al sur de Antananarivo, y a continuación la de
Anjozorofady-Ambatomainty al norte de la capital. Una segunda guerra le
obligará a alejarse de la zona. En 1895 el levantamiento de los Menalamba (los
togas rojas), contra los colonizadores, pone en su punto de mira también a los
cristianos. Jacques Berthieu intentará colocar a éstos bajo la protección de
las tropas francesas.
Un
coronel francés, sin embargo, al que había reprochado su comportamiento para
con las mujeres del país, le retira su apoyo, y eso le obliga a conducir un
convoy de cristianos hacia Antananarivo, deteniéndose en el poblado de
Ambohibemasoandro.
El
8 de junio de 1896 los Menalamba hacen irrupción en el poblado y acaban por
encontrar a Jacques Berthieu, que se había escondido en la casa de un amigo
protestante. Se apoderan de él y le despojan de la sotana. Otro le arranca el
crucifijo a la vez que exclama: “¿Es éste tu amuleto? ¿Es así como extravías al
pueblo? ¿Piensas rezar todavía mucho?” “Es preciso que rece hasta la muerte” le
responde. Uno le da un golpe de machete en la frente que le hace caer de
rodillas. De la herida brota abundante sangre.
Los
Menalamba se lo llevan para la que va a ser una larga marcha. Herido en la
frente, Jacques Berthieu pide a los que le conducen: “Suéltenme las manos para
que pueda sacar un pañuelo de mi bolsillo y enjugarme la sangre de los ojos,
porque no veo el camino”.
Poco
después uno de ellos se acerca y Jacques Berthieu le pregunta: “Hijo, ¿has
recibido el bautismo?”. Al recibir un “no” como respuesta, y tras revolver en
su bolsillo, Jacques Berthieu saca una cruz y dos medallas, se las da y le
dice: “Reza a Jesucristo todos los días de tu vida. No volveremos a vernos,
pero no olvides este día, instrúyete en le religión cristiana y, cuando veas un
sacerdote, pídele el bautismo”.
Cuando,
tras una marcha de diez kilómetros llegan al poblado de Ambohitra, donde había
una Iglesia fundada por él mismo, alguno le prohíbe que pise ese terreno,
porque profanaría objetos sagrados, designando así a los fetiches. Por tres
veces le apedrean. A la tercera vez cae postrado.
No lejos del poblado, viéndolo empapado en
sudor, un Menalamba toma su pañuelo, lo humedece en lodo y agua sucia, y con él
le ciñe la frente. Se levanta un griterío: “Mirad al rey de los Vazaha (los
europeos)”. Algunos llegan incluso a castrarlo, provocando con ello una nueva
pérdida de sangre que lo agota.

Él replica: “Aceptar lo que decís significa la
muerte; rechazarlo significa la vida”. Dos hombres vuelven a disparar, pero
habiéndose él inclinado de nuevo para rezar, fallan el tiro. Dispara otro por
quinta vez y le acierta, pero sin matarlo. Un último disparo a quemarropa acaba
con Jacques Berthieu.
Como
misionero, Jacques Berthieu describía así su tarea: “Esto es ser misionero,
hacerse todo a todos, en lo interior y en lo exterior. Ocuparse de todo con corazón
ancho y generoso: de las personas, los animales y las cosas, siempre con la
mira final puesta en ganar almas”. Dan testimonio de esto sus múltiples
esfuerzos por fomentar la escolarización, la actividad en el campo de la
construcción, los trabajos de irrigación y creación de huertas, la formación
agrícola.

En
esta época, una vez en las misiones, no se planteaba la vuelta al país de
origen. “Dios sabe bien, decía, lo que amo mi patria y mi querida tierra de
Auvernia. Y sin embargo Dios me ha dado la gracia de que ame más aún estos
campos sin cultivar de Madagascar, donde lo único que puedo hacer es pescar con
caña algunas almas para Nuestro Señor.
La misión progresa, aunque en algunos lugares
no tengamos sino la esperanza de frutos futuros, y en otros los frutos sean aún
apenas visibles. Pero, ¿qué importa esto, si nosotros somos buenos sembradores?
Dios dará el crecimiento a su tiempo”.
Hombre
de oración, de ella extraía su fuerza. “Cuando iba a verlo, declaraba uno de
sus catequistas, lo encontraba casi siempre de rodillas en su habitación”. Y
otro: “No he visto ningún otro padre que permaneciese tanto tiempo delante del
Santísimo.
Si
le buscabas podías estar seguro de encontrarle allí”. Un hermano de su
comunidad daba este testimonio: “Durante su convalecencia, cada vez que yo
entraba en su habitación, lo encontraba de rodillas orando”. Su amor a Dios era
tan grande que le llamaban “tia vavaka” (el piadoso). Se le veía siempre con el
breviario o el rosario en las manos.
Expresaba
su fe por medio de su devoción al Santísimo Sacramento y la Misa era el foco de
su vida espiritual. Tenía una devoción especial al Sagrado Corazón, al que se
había consagrado en Paray-le-Monial antes de salir para las misiones. Él mismo
se convirtió en apóstol de esta devoción entre los cristianos malgaches.
Devoto ferviente de la Virgen María, había
acudido como peregrino a Lourdes. Su plegaria favorita era el rosario, y lo
recitaba mientras era llevado a la muerte. Veneraba también a San José.
Pastor,
solía dirigirse a los cristianos usando las mismas palabras de Cristo: “hijitos
míos” (Jn 13, 33). Cuando se dirige a sus verdugos les habla con dulzura: “ry
zanako, hijos míos”.
La suya era una caridad plena de respeto al
otro, incluso cuando tenía que reprender a algún fiel que se desviaba. Y sin
embargo sabía hablar fuerte y con firmeza cuando pensaba que los intereses de
Dios y de la Iglesia sufrían menoscabo. No ocultaba las exigencias que lleva
consigo la vida cristiana, comenzando por la unidad y la indisolubilidad del
matrimonio monógamo.
En aquella época la poligamia era moneda
corriente, y al denunciar la injusticia y los abusos que de ella se derivan, se
atraía numerosos enemigos, sobre todo de parte de los más poderosos.
La
víspera de su muerte, cuando se dirigía hacia la capital junto con los fieles
hostigados por los Menalamba, movido a compasión por un joven herido en un pie,
se pone a buscar algunos que puedan llevarlo como porteadores, y les ofrece una
fuerte suma por este servicio.
Todos
se resisten. Bajándose entonces del caballo sube al enfermo a la montura y,
superando la propia debilidad, continúa a pie, llevando al animal de las
riendas.
“Era
un hombre de gran dulzura, declara un testigo, paciente, entregado con celo a
su ministerio, incluso si le llamaban en plena noche o parecía diluviar”. Al
sur de Anjozorofady vivían dos mujeres leprosas. Al volver de sus correrías
apostólicas siempre se acercaba a visitarlas, llevándoles comida y ropa, y les
enseñaba el catecismo, hasta que pudo bautizarlas.
Para
él era vital acompañar a los moribundos durante la agonía: “No temáis llamarme
aunque esté comiendo o durmiendo, repetía, no creo tener una obligación mayor
que la de visitar a los moribundos”.
La
donación total y deliberada de su vida al seguimiento de Cristo es la clave de
su compromiso. En medio de las pruebas conservaba su buen humor, afable,
humilde y servicial. Citaba a menudo el Evangelio: “No temáis a los que pueden
matar el cuerpo, sino a los que pueden matar el alma” (cfr. Mt. 10, 28).

¿Era quizá un presentimiento de su final? De hecho, tras su
muerte, dos habitantes de Ambiatibe arrastraron su cuerpo hasta la orilla de
Manarara, a dos pasos del lugar del martirio, y sus restos desaparecieron.
La
donación total y deliberada de su vida al seguimiento de Cristo es la clave de
su compromiso.
En
1965, durante el Concilio Vaticano II, el Papa Pablo VI declaraba beato al
mártir de la fe y de la castidad P. Jacques Berthieu, jesuita francés
(1838-1896) sacerdote y misionero en Madagascar.
El
P. Berthieu fue canonizado en Roma el 21 de octubre de 2012, junto con otros
seis beatos; esta fecha coincide con la Jornada mundial de las misiones y tiene
lugar en el seno del Año de la Fe y del Sínodo de Obispos sobre la Nueva
Evangelización.
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