Una
devoción permanente y actual.
La
Iglesia celebra la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús el viernes posterior
al II domingo de pentecostés. Todo el mes de junio está, de algún modo,
dedicado por la piedad cristiana al Corazón de Cristo.
Hay
quien podría pensar que la devoción al Sagrado Corazón es algo trasnochado,
propio de otras épocas, pero ya superado en el momento actual. Sin embargo, el
Papa Juan Pablo II, en la carta entregada al Prepósito General de la Compañía
de Jesús, P. Kolvenbach, en la Capilla de San Claudio de la Colombière, el 5 de
octubre de 1986, en Paray-le-Monial, animaba a los Jesuitas a impulsar esta
devoción:
"Sé
con cuánta generosidad la Compañía de Jesús ha acogido esta admirable misión y
con cuánto ardor ha buscado cumplirla lo mejor posible en el curso de estos
tres últimos siglos: ahora bien, yo deseo, en esta ocasión solemne, exhortar a
todos los miembros de la Compañía a que promuevan con mayor celo aún esta
devoción que corresponde más que nunca a las esperanzas de nuestro
tiempo".
Esta
exhortación a promover con mayor celo aún esta devoción que corresponde más que
nunca a las esperanzas de nuestro tiempo, se fundamenta en dos motivos,
principalmente:

2)
Tal como afirma el Vaticano II, el mensaje de Cristo, el Verbo encarnado, que
nos amó "con corazón de hombre", lejos de empequeñecer al hombre,
difunde luz, vida y libertad para el progreso humano y, fuera de Él, nada puede
llenar el corazón del hombre (cf Gaudium et spes, 21). Es decir, junto al
Corazón de Cristo, "el corazón del hombre aprende a conocer el sentido de
su vida y de su destino".
Se
trata, por consiguiente, de una devoción a la vez permanente y actual.
El
fundamento del culto al Corazón de Jesús: la Encarnación.
El
fundamento del culto al Corazón de Jesús lo encontramos precisamente en el
misterio de la Encarnación del Verbo, quien, siendo "consustancial al
Padre", "por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del
cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo
hombre".

El
Corazón de Jesús es un corazón humano que simboliza el amor divino.
La
humanidad santísima de Nuestro Redentor, unida hipostáticamente a la Persona
del Verbo, se convierte así para nosotros en manifestación del amor de Dios.
Sólo el amor inefable de Dios explica la locura divina de la Encarnación:
"tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que el que
crea en él no muera, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3, 16).
Es el
misterio de la condescendencia divina, del anonadamiento de Aquel que "a
pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al
contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por
uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta
someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2, 6 ss).
El
Corazón de Cristo transparenta el amor del Padre.
En
la vida de Jesucristo se transparenta el amor del Padre: "Quien me ve a
mí, ve al Padre" (Jn 14, 9): "Él, con su presencia y manifestación,
con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y
gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud
toda la revelación y la confirma con testimonio divino..." (“Dei Verbum”,
4).
Toda
su existencia terrena remite al misterio de un Dios que es Amor, comunión de
Amor, Trinidad de Personas unidas por el recíproco amor, que nos invita a
entrar en la intimidad de su vida.
La
ternura de Jesús.

La
parábola del hijo pródigo resume muy bien su enseñanza acerca de la
misericordia de Dios.
El Señor, con su actitud de acogida con respecto a los
pecadores, da testimonio del Padre, que es "rico en misericordia" y
está dispuesto a perdonar siempre al hijo que sabe reconocerse culpable.
"Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su
Padre, ha podido revelarnos el abismo de su misericordia de una manera a la vez
tan sencilla y tan bella" (Catecismo de la Iglesia Católica, 1439).
La
parábola del hijo pródigo es, a la vez, una profunda enseñanza acerca de la
condición humana. El hombre corre el riesgo de olvidarse del amor de Dios y de
optar por una libertad ilusoria. Por el pecado se aleja de la casa del Padre,
donde era querido y apreciado, para ir a vivir entre extraños.
El mal seduce prometiendo
una felicidad a corto plazo. El hombre sigue así un camino que lleva a la
esclavitud y a la humillación.
Nuestra
época constituye un testimonio claro de este engaño. Vivimos en una cultura que
margina positivamente lo religioso, que, dejando a Dios de lado, prefiere
rendir culto a los ídolos falsos del poder, del placer egoísta, del dinero
fácil.
Es
importante, ayudar a descubrir en la propia alma la "nostalgia de
Dios". En el fondo de todo hombre resuena una llamada del Amor; una
llamada que no debe ser desoída. Quizá el ruido externo no permite captarla y
por eso es urgente crear espacios que no ahoguen la dimensión espiritual que
todo ser humano posee en tanto que creado por Dios y llamado a la comunión de
vida con Él.
Nuestras
iglesias, nuestras comunidades, pueden ser uno de estos espacios propicios para
escuchar la brisa en la que Dios se manifiesta.
Al entrar en una iglesia, el
hombre de nuestro tiempo debe tener aún la posibilidad de preguntarse sobre el
motivo que anima a quienes la frecuentan. La vida de los cristianos debe ser
para todos un indicador que apunta hacia Dios, una señal de que por encima de
todo está Él.
El
misterio de la Cruz.
"Con
amor eterno nos ha amado Dios; por eso, al ser elevado sobre la tierra, nos ha
atraído hacia su corazón, compadeciéndose de nosotros" (Antífona 1 de las
I Vísperas del Sagrado Corazón).
La
Cruz del Señor es el momento supremo de la manifestación de su inmenso amor al
Padre en favor nuestro. El Señor nos "amó hasta el extremo"(Jn 13,1),
ya que "nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus
amigos" (Jn 15, 13).
Su
Corazón es un corazón traspasado a causa de nuestros pecados y por nuestra
salvación. Un corazón que nos ama personalmente a cada uno.
Toda la humanidad
está incluida en ese corazón infinitamente dilatado. Ya nadie puede sentirse
solo o desamparado, pues al ser amado por Cristo es amado por Dios.
No
hay fronteras ni límites que contengan el alcance de la redención: Él se ha
puesto en nuestro lugar, ha cargado con todo el pecado y la culpa de la
humanidad, para expiar con su muerte nuestro alejamiento de Dios.
Él es el
Cordero Inmaculado que con su entrega obediente repara nuestra desobediencia.

En
la Cruz se expresa la "riqueza insondable que es Cristo". En la Cruz
se comprende "lo que trasciende toda filosofía": el amor cristiano,
un amor que, muriendo, da la vida.
Una
inagotable abundancia de gracias.
En
la oración colecta de la Misa del Corazón de Jesús se pide a Dios todopoderoso
que, al recordar los beneficios de su amor para con nosotros, nos conceda
recibir de la fuente divina del Corazón de su Unigénito "una inagotable
abundancia de gracia". Del Corazón traspasado de Cristo muerto en la Cruz
brotan el agua y la sangre, dando nacimiento a la Iglesia y a los sacramentos
de la Iglesia.
La
Iglesia, Esposa de Cristo, es hoy presencia viva en el mundo del amor compasivo
de Dios.
A imagen de su Señor, la Iglesia debe hacerse obediente hasta la
muerte, sirviendo a los hombres para que puedan "acercarse al corazón
abierto del Salvador" y "beber con gozo de la fuente de la
salvación".
El
motor que mueve a la Iglesia no es otro que el amor. Lo expresó bellamente
Teresa de Lisieux en sus “Manuscritos autobiográficos”:
"Comprendí
que la Iglesia tenía un corazón, un corazón ardiente de Amor. Comprendí que
sólo el Amor impulsa a la acción a los miembros de la Iglesia y que, apagado
este Amor, los Apóstoles ya no habrían anunciado el Evangelio, los Mártires ya
no habrían vertido su sangre... Comprendí que el Amor abrazaba en sí todas las
vocaciones, que el Amor era todo, que se extendía a todos los tiempos y a todos
los lugares... en una palabra, que el Amor es eterno" (“Manuscritos
autobiográficos”, B 3v).
Los
sacramentos.

El
agua del bautismo nos purifica y nos hace miembros del Cuerpo de Cristo. Dios
infunde en nuestra alma las virtudes teologales para que podamos conocerle por
la fe, amarle por la caridad, tender hacia Él como meta de nuestra existencia
por la esperanza.
Dios
es el que nos otorga, por pura gracia, la posibilidad de amarle sobre todas las
cosas y de amar a los hermanos por amor a Él.
Si somos dóciles y no
obstaculizamos la acción del Espíritu Santo, la caridad irá poco a poco
informando nuestra vida, animándola con un principio nuevo que unificará
nuestra acción, a fin de que nuestro corazón se vaya asimilando progresivamente
al de Cristo.
De
este modo será un corazón engrandecido en el que todos tendrán cabida, pues nos
dolerán las almas y desearemos ardientemente que todos conozcan el amor de
Dios.
La
Eucaristía nos alimenta con el pan de la inmortalidad. En este "sacramento
admirable" el Señor quiso dejarnos el "memorial de su Pasión".
La Eucaristía es una muestra excelsa de los "beneficios del amor de Dios
para con nosotros". El Señor quiso dejarnos esta prueba de su amor, quiso
quedarse con nosotros, realmente presente bajo las especies del pan y del vino,
para hacernos partícipes de su Pascua.
La
Penitencia renueva nuestra alma para que podamos presentarnos ante Dios, cuando
Él nos llame, limpios de nuestros pecados. Igualmente, el sacerdocio es un don
del Corazón de Jesús.
El
envío del Espíritu Santo.
Acerquémonos
al Corazón de Cristo. Respondamos con amor al Amor. Que nuestra vida sea un
homenaje - callado y humilde - de amor y de cumplida reparación. "Quiero
gastarme sólo por tu Amor", escribía Santa Teresita del Niño Jesús.
También
nosotros le pedimos al Señor la gracia de corresponder - en la medida de
nuestras pobres fuerzas - a su infinita compasión para con el mundo. Señor,
¡qué nos gastemos sólo por tu Amor".
Qué prendamos en las almas el fuego
de tu Amor.
La
primera señal del amor del Salvador es la misión del Espíritu Santo a los
discípulos, después de la Ascensión del Señor al cielo, recuerda Pío XII
(“Haurietis aquas”, 23). El Espíritu Santo es el Amor mutuo personal por el que
el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, y es enviado por ambos para infundir
en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina. Esta infusión
de la caridad divina brota también del Corazón del Salvador, en el cual
"están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia"
(Col 2, 3).

A
este amor divino, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se difunde por
obra del Espíritu Santo en las almas de los creyentes, San Pablo entonó aquel
himno que ensalza el triunfo de Cristo y el de los miembros de su Cuerpo:
"¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la
angustia?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el riesgo?, ¿la persecución?, ¿la
espada?... Mas en todas estas cosas triunfamos soberanamente por obra de Aquel
que nos amó.
Porque estoy seguro de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni
principados, ni lo presente ni lo futuro, ni poderíos, ni altura, ni
profundidad, ni criatura alguna será capaz de apartarnos del amor de Dios
manifestado en Jesucristo nuestro Señor" (Rm 8, 35.37-39).
El
Espíritu Santo nos ayudará a conocer íntimamente al Señor y a descubrir, junto
al Corazón de Cristo, el sentido verdadero de nuestra vida, a comprender el
valor de la vida verdaderamente cristiana, a unir el amor filial hacia Dios con
el amor al prójimo. Así se podrá construir la tan deseada civilización del
amor, el reino del Corazón de Cristo".
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