Nació
en Ribera del Fresno, Badajoz, España, el 2 de marzo de 1585. Huérfano de padre
y madre a los 4 años, se crió junto a unos tíos. Ella ya le había legado su
mejor patrimonio enseñándole a rezar las primeras oraciones. Pasó la infancia
cuidando el rebaño de un rico hacendado, dejándose arrebatar por la belleza del
entorno en el que percibía la presencia de Dios.
Los olivos daban cobijo a sus
ardientes plegarias elevadas a la Virgen mientras desgranaba las cuentas del
rosario.
América era una voz que llamaba no solo a los intrépidos
conquistadores extremeños, sino también a los misioneros. Y Juan sentía correr
por sus venas esa vocación.
Uno de esos días en los que trabajaba como pastor,
un niño que decía llamarse Juan Evangelista había sembrado este afán en su
corazón, diciéndole: «Te tengo que llevar a unas tierras muy remotas y
lejanas», y desde ese instante se dispuso interiormente a cumplir la voluntad
divina. A los 20 años evocando este hecho singular, aunque ignoraba el alcance
sobrenatural de esta visita, dejó a sus parientes.
Durante
diecinueve años trabajó como agricultor en distintos puntos del Sur de España.
Era un emigrante que buscaba serenamente ese lugar que Dios había destinado
para él, mientras seguía rezando el Santo Rosario y dando testimonio a todos
con su humildad, sencillez, generosidad y alegría; repartía entre los pobres
casi todas las ganancias.
Juan Evangelista continuaba siendo su ángel de la
guarda particular y en Sevilla le rescató de ciertos peligros en los que pudo
haber quedado atrapado debido a su ingenuidad.
Partió a Jerez de la Frontera y
trabó contacto con los dominicos quienes le invitaron a unirse a la comunidad.
Pero él, que tenía singulares experiencias místicas, con toda rotundidad decía:
«No está de Dios que yo lo sea aquí». En esta ciudad gaditana, en la que ya
había dejado la huella de su caridad, entró al servicio de un adinerado
marinero, y en 1619 desde Sanlúcar se embarcó con él al Nuevo Mundo.
Al
llegar a Cartagena de Indias el armador le dio su salario, pero le abandonó a
su suerte. Juan era un iletrado, y dado que no sabía ni leer ni escribir, ya no
le servía para los negocios. Al verse desamparado, oró ante una imagen de María
en la Iglesia de los dominicos.
Y al día siguiente, después de haber constatado
por sí mismo el trato ignominioso que recibían los esclavos y de sentir
indecible compasión por ellos, buscó trabajo en el puerto.
Después, viajó por
Perú, pasando por Pasto y Quito, hasta que llegó a Lima en 1620, tras un viaje
efectuado a pie y en mula de varios meses de duración.
Le sostuvo la Eucaristía
y el rezo diario del rosario. Lo primero que hizo fue buscar a los dominicos.
Fray Martín de Porres le franqueó la entrada. Era el primer encuentro de dos
santos que siguieron caminos casi paralelos. Durante un tiempo, Juan trabajó al
servicio de un ganadero como pastor siempre sin dejar de rezar el rosario;
solía pedir por los difuntos; por eso se le llama «el ladrón del purgatorio».
Un día Juan Evangelista le dijo: «Tu puesto no es el de pastor. Vete al convento
de la Magdalena, de la Orden de Predicadores, y pide el hábito de hermano».
Inserto
como hermano lego en la comunidad de los dominicos de Santa María Magdalena,
tomó los hábitos en 1622. Espiritualmente fue probado con diversas tentaciones.
Defectos como la soberbia, la vanidad, acusaciones acerca de la intencionalidad
que le guiaba a vivir en el convento (le acusaban de perseguir su comodidad),
incitaciones contra la castidad, visión de los placeres que le aguardaban
fuera…, todo ello pugnaba por apoderarse de su mente conminándole a abandonar
su vocación.
La gracia de Cristo le ayudó a purificarse fortaleciendo una
decisión que emprendió en acto de fe y que no hizo sino robustecerse.
Designado
portero conventual, tuvo como guía a fray Pablo de la Caridad. Y de ese lugar
recoleto hizo un paraíso particular para los pobres, los explotados y
oprimidos, los enfermos, los abandonados, los que precisaban consuelo…
Todos
los que acudían allí hallaban lo preciso en este hombre humilde y desprendido,
que pasaba las noches en oración, haciendo penitencia y dando incansables
muestras de exquisita caridad, al punto de que grandes personalidades de la
nobleza, incluido el virrey de Lima, le confiaban sus problemas deseosos de
recibir sus inspirados consejos.
Entregó todo a Cristo, ofreciéndole su
tendencia natural a pasar por la vida sin notoriedad alguna, íntimo afán que su
pública misión como portero le impedía. Y eso justamente, al exigir de él gran
esfuerzo, lo agradecía a Dios.
Cuando
manifestó: «El portero de un convento es el espejo de la comunidad. Conforme es
el portero, son los religiosos que moran en ella», sabía bien lo que decía. Las
buenas y las pésimas acciones de una sola persona impregnan toda la convivencia
y traspasan los muros del recinto. Cada una ha de saber que es testigo para el
mundo.
Y Juan estaba expuesto a ser examinado por las constantes visitas que
recibían los religiosos de la Recoleta, a quienes franqueaba la puerta. Lo que
veían en él fácilmente podían atribuirlo al resto de sus hermanos.
Por tanto,
lo que afirmó era una apreciación religiosa, profunda, que había brotado en su
meditación. Iba llegándole el fin, y atrás dejaba también una vida entregada a
los pobres en los que reconocía a Cristo; para ellos pidió por las calles de
Lima, además de alentarlos en la fe. Su burrito, que había amaestrado, le traía
las limosnas que recogía él solo cuando Juan no podía salir.
En estos
desvalidos pensaban sus hermanos de comunidad cuando vieron que iba helándose
su aliento.
Ante el comentario de lo que podría ser de ellos con su orfandad,
Juan les tranquilizó: «Con que tengan a Dios, sobra todo lo demás».
Fue
agraciado, entre otros dones, con el de milagros.
Murió el 16 de septiembre de
1645 mientras la comunidad honraba a María con la Salve Regina. Gregorio XVI lo
beatificó el 22 de octubre de 1837. El Beato Pablo VI lo canonizó el 28 de
septiembre de 1975.
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