Nació en Arezzo, Italia,
el 15 de julio de 1747. Era descendiente de una familia noble, los Redi, y le
impusieron en el bautismo el nombre de Ana María. Los primeros años de su vida
fueron premonitorios de su entrega como religiosa.
Tenía inclinación a la contemplación
y a temprana edad se planteaba profundos interrogantes. Su madre le dio
cumplida respuesta a la insistente pregunta que formulaba: «Decidme, ¿quién es
ese Dios?», trasladándole la conocida definición «Dios es amor». La siguiente
cuestión, una vez esclarecido quién era ese Ser que le atraía
irresistiblemente, fue: «¿Qué puedo hacer yo para complacer a Dios?».
A dilucidarlo y a
encarnarlo consagró su vida. Desde pequeña tuvo una clara intuición de la
virtud que debía ejercitar, como se aprecia en la conversación que mantuvo con
su padre: «He estado pensando en el texto que se ha predicado el domingo, el
del siervo injusto.
Llegamos ante el Rey de los cielos con las manos vacías, en
deuda con él por todo: la vida misma, la gracia, todos los dones que nos
prodiga… Todo lo que podemos decir es: ‘Ten paciencia conmigo, y te pagaré todo
lo que debo’.
Pero nunca podríamos
pagar nuestras deudas, si Dios no pone en nuestras manos los medios para
hacerlo… Y, ¿cuántas veces nos alejamos y negamos a nuestro prójimo el perdón
por un ligero error, negando nuestro amor, estando distantes, o incluso
criticándolos y con rencores que enfrían la caridad?».
A los 10 años recaló en
Florencia, ciudad en la que permaneció prácticamente toda su existencia, y
donde la enviaron sus padres inicialmente para que recibiese la formación
adecuada junto a las religiosas del convento de santa Apolonia. Fueron siete
intensos años de preparación en los que acumuló grandes experiencias. Era
modélica para sus compañeras que veían refulgir en ella muchas virtudes y
cualidades.
Cultura e inteligencia
no le faltaron, aunque, con humildad y silencio, se esforzó por mantener a resguardo
de miradas ajenas las dotes naturales con las que había sido adornada. Cuando
regresó a la casa paterna, tuvo una impresión de carácter sobrenatural y
entendió que debía ingresar con las carmelitas.
En 1765, atraída por el texto
evangélico: «Dios es amor» (1 Jn 4,16), entró en el convento de santa Teresa de
Florencia. Su acontecer estuvo signado por el lema:«Escondida con Cristo en
Dios».
Y este poderoso anhelo de vivir oculta en
Cristo que anegaba su ser, le llevó a pedir que le dejaran ser una simple
hermana lega.
Su argumento era de una claridad meridiana: «Los méritos de una
buena acción disminuyen cuando se expone a los ojos de otras personas, cuyos
elogios, nos halagan o agradan demasiado nuestro amor propio y orgullo.
Por lo tanto, es
necesario hacerlo todo sólo por Dios». Además, ella deseaba «imitar la vida
oculta de la Sagrada Familia, la cual no difería en nada de las otras familias
de la pequeña aldea de Nazaret». Los superiores tuvieron otro juicio.
Y tras el
noviciado y la profesión, momento en el que tomó el nombre que llevó hasta el
fin de sus días, fue destinada al coro y a trabajar en la enfermería. Difundió
el amor al Sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen del Carmen, por la que tuvo
especial devoción.
Fue una gran
contemplativa y mística. Se ha dicho de ella que pertenece «a la progenie
espiritual sanjuanista más pura. La llama oscura del amor infuso que la abrasa
y la consume, ilumina y dirige toda la vida, haciéndole tocar las cumbres de la
vida trinitaria, desde donde se abre al más ardiente apostolado contemplativo».
Su itinerario espiritual fue el de una severa ascesis y heroica caridad
fraterna, rubricada por su gran alegría. «Padecer y callar» fue otra de las
consignas que encarnó admirablemente. Se ocupó de disimular sus actos de virtud
y las gracias con las que era bendecida.
Tenía espíritu de
sacrificio y amaba profundamente el carisma carmelita, al que fue fidelísima en
todo momento; incluso, superó con creces el espíritu de la regla. Su modelo de
amor al Sagrado Corazón de Jesús fue santa Margarita María de Alacoque y siguió
sus enseñanzas que la llevaron a incrementar su unión con la Santísima
Trinidad.
Pío XI aludió a la santa
con estas palabras: «Esta corta vida es toda una emulación para cuanto hay de
bello, de más elevado y de más sublime… esa ansiedad, ese arranque hacia
horizontes tan esplendorosos, nos brinda al mismo tiempo con otra visión: La de
unos modales y seriedad angelicales, de una sencillez indescriptible, de una
envidiable ignorancia de sí misma y de la propia grandeza».
A su vez, Pío XII
manifestó: «Santa Margarita, ardiendo de amor divino, apareció como con vida
más de ángel que de criatura humana, siendo ayuda de muchas almas para la
consecución de la virtud». Fue siempre de frágil salud, y cuando tenía 23 años
se le presentó una peritonitis, a consecuencia de la cual murió el 7 de marzo
de 1770 teniendo el crucifijo fuertemente asido. Fue beatificada por Pío XI el
9 de junio de 1929, y él mismo la canonizó el 12 de marzo de 1934. Su cuerpo se
halla incorrupto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario