En
la fértil llanura de Limagne, que forma parte del departamento francés de
Puy-de-Dóme, hay una pequeña ciudad llamada Thuret.
En la hermosa iglesia
románica de dicha población, que data del siglo XII, fue bautizado el día mismo
de su nacimiento, 13 de junio de 1805, Pedro Romançon, segundo hijo de un
matrimonio acomodado del lugar. El niño hizo su primera comunión doce años más
tarde y al mismo tiempo fue confirmado por el obispo de Clermont. Pero ya
antes, desde los seis años, Pedro había empezado a frecuentar la escuela, donde
se distinguió por su piedad e inteligencia.
Un día, cuando se hallaba en
Clermont con su padre, quedó fascinado al ver a un monje vestido con hábito
negro y con una capa que flotaba al viento. Su padre le explicó que era un miembro
de la Congregación de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, fundada en Reims
por san Juan Bautista de la Salle para la educación de la juventud,
especialmente de los más pobres.
Tal respuesta impresionó a Pedro, quien algún
tiempo más tarde confesó a sus padres que quería ingresar en la congregación.
Estos no se opusieron a las tímidas insinuaciones de Pedro, que poco a poco
fueron haciéndose más insistentes y, cuando los hermanos de las escuelas
cristianas abrieron un colegio en Riom, le enviaron ahí a terminar sus
estudios.
Pedro
se sintió desde el primer día como en su casa y, a los catorce años, pidió ser
admitido como aspirante en la congregación. Sin embargo, aunque gozaba de
excelente reputación en el colegio, se le rechazó por ser joven.
Pedro tuvo,
pues, que esperar dos años más y entonces obtuvo la admisión. Para probar la
vocación de Pedro, su padre le amenazó con decapitarle si abandonaba la casa
paterna. El joven replicó plácidamente: «Si quieres hacerlo, hazlo. Con ello
sólo cambiaré los bienes terrenos por los eternos».
Finalmente. en el otoño de
1820, partió al noviciado de Clermont-Ferrand, con la bendición de sus padres.
En el año que siguió, su vocación se confirmó de tal suerte. que su director no
tuvo reparo en decir: «Este hermano tan joven serán un día una de las glorias
de nuestra congregación».
Al tomar el hábito, Pedro había recibido el nombre de
Benilde (el autor de este artículo no consiguió descubrir ningún santo de ese
nombre. Pero el Martirologio Romano menciona el 15 de junio a una mujer
martirizada por los moros de Córdoba, llamada Benildis o Benilda).
Cuando
terminó el noviciado, sus superiores le enviaron al colegio de Riom a hacer sus
primeras armas en el arte de la enseñanza.
En los años siguientes, le
encontramos en diversas casas de la congregación, ejerciendo, además del oficio
de maestro, el de cocinero y otros más. Apenas dos años después de su
profesión, fue nombrado superior del colegio de Billom en Puy-de-Dóme. Uno de
sus discípulos afirmó más tarde: «El hermano Benilde era bueno como un ángel y
tenía cara de santo.
Era un magnífico profesor, un tanto estricto, pero siempre
justo. Solía preocuparse especialmente de los menos aplicados y nos alentaba al
trabajo. Sus discípulos hacían buen papel y conocían al dedillo el catecismo».
El
hermano Benilde desempeñó con tal acierto su cargo que, en 1841, cuando tenía
treinta y seis años, fue enviado a fundar y dirigir un nuevo colegio en Saugues
(Alto Loira). Allí iba pasar el resto de su vida. La ciudad recibió con entusiasmo
a los hermanos y no tardó en rogarles que inaugurasen también una serie de
cursos nocturnos para adultos.
Dichos cursos fueron todo un éxito, y el
gobierno condecoró por ellos al hermano Benilde con una medalla de plata. Pero
sin duda que el santo habría apreciado aún más la alta opinión en que le tenían
sus discípulos.
Todavía se conservan los testimonios de algunos de ellos; son
tan detallados, que uno de los discípulos hace notar que «el santo director»
solía mandar que se abrieran las ventanas mientras daba la clase.
El hermano
Benilde se distinguió sobre todo como profesor de religión. Como él mismo
escribió: «Mi vida es para el apostolado. Si por negligencia mía estos niños no
llegan a ser lo que deben, la habré desperdiciado.
Si muero enseñando el
catecismo, moriré en mi verdadero medio». A ese trabajo se había preparado con
su vida personal y con un estudio serio de la teología y las materias con ella
relacionadas.
Más de un testigo hace notar que los discípulos solían escucharle
embebidos y que les parecía que el tiempo pasaba demasiado de prisa.
El hermano
Benilde terminaba siempre sus clases con unas palabras de exhortación que
brotaban del fondo de su corazón: «El querido hermano Benilde hablaba con tal
calor de las verdades eternas, que jamás he podido olvidar lo que nos decía.
Sus palabras nos llegaban al fondo del alma y eran un motivo de remordimiento
cuando obrábamos mal».
Pero no sólo se ganó el aprecio de sus discípulos, sino
también el de los padres de éstos, de las hermanas presentandinas, que dirigían
la escuela de niñas y del clero de la región. Uno de los vicarios de la
parroquia escribió: «El hermano Benilde no sólo adoraba a Dios como un ángel
cuando iba a la iglesia a hacer oración, sino siempre y en todas partes, aun
cuando cultivaba sus verduras en el huerto».
El
cariño entusiasta que el santo profesaba a su congregación era una de sus
características. En una ocasión en que se hallaba en dificultades, exclamó: «No
abandonaría la congregación, aunque me viese reducido a comer cáscaras de
patatas. Demasiado bien sé cuán bondadoso ha sido Dios al llamarme a su
servicio en ella».
Jamás perdía la oportunidad de alentar a un posible
candidato, pero no se valía para ello de consideraciones humanas: «¿Qué buscaba
el candidato? ¿Una vida cómoda? La vida en el colegio de Saugues no lo era
ciertamente. ¿Las alabanzas de las gentes? Los hermanos llevaban una existencia
retirada y oculta.
Pero si lo que quería era su santificación personal y
trabajar humilde y útilmente en la viña del Señor, entonces ...» Un sacerdote
que estuvo en la casa madre de los Hermanos de las escuelas cristianas en
París, cinco años después de la muerte del hermano Benilde, encontró a treinta
y dos novicios de Saugues y sus alrededores y casi todos habían sido discípulos
de Benilde.
En
1855, el hermano Benilde escribió a uno de sus colegas: «He contraído una
enfermedad que me tiene, por el momento, casi todo el tiempo en cama. Estoy tan
fatigado, tan exhausto, que apenas puedo hablar. Cada día puede ser el último».
Sin embargo, el hermano Benilde vivió seis años más, hasta que contrajo una
dolorosa enfermedad reumática.
Sus superiores le enviaron varias veces a hacer
curas en Bagnols-les-Bains. El párroco del lugar afirmaba que las visitas del
beato a la población equivalían a una misión. En enero de 1862, se agravó el
estado del hermano Benilde. La víspera del domingo de la Trinidad, insistió en
acudir a la capilla al día siguiente para la renovación actual de los votos y
se despidió de sus discípulos, diciendo: «Sé que pedís por mí y os lo
agradezco, pero mi salud no va a mejorar. Dios me llama a Sí y, si es
misericordioso conmigo, podéis estar seguros de que pediré por vosotros en el
cielo».
Hacia el 30 de julio, el santo se arrastró una vez más hasta la
capilla. «Es la última vez -dijo a su acompañante-; pronto me llevaréis en
hombros». Dos semanas más tarde, el 13 de agosto de 1862, el hermano Benilde
falleció, rodeado de sus hermanos.
El
entierro se llevó a cabo el día de la Asunción. Aunque la parroquia de Saugues
era grande, ese día estaba llena a reventar. La sepultura del santo se
transformó inmediatamente en sitio de peregrinación.
En 1884, se puso en la
nueva lápida: décedé en odeur de sainteté (muerto en olor de santidad). No
faltó quien murmurase de ello. No así el canónigo Raveyre, antiguo vicario de
la parroquia, el cual afirmó: «No me extrañaría que la Iglesia le elevase un
día al honor de los altares». Tenía razón.
En 1896, se inició el proceso en Le
Puy, el 4 de abril de 1948, se llevó a cabo en Roma la beatificación de Benilde
Romançon y estuvo a cargo del Papa Pio XII. El 29 de octubre del año 1967 el
beato Pablo VI lo canonizó en Roma.
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