Mónica nació en Africa del Norte,
probablemente en Tagaste, a cien kilómetros de Cartago, en el año 332.
Sus padres, que eran cristianos,
confiaron la educación de la niña a una institutriz muy estricta. No les
permitía beber agua entre comidas para así enseñarles a dominar sus deseos. Mas
tarde Mónica hizo caso omiso de aquel entrenamiento y cuando debía traer vino
de la bodega tomaba a escondidas. Cierto día un esclavo que la había visto
beber y con quien Mónica tuvo un altercado, la llamó "borracha". La
joven sintió tal vergüenza, que no volvió a ceder jamás a la tentación. A lo
que parece, desde el día de su bautismo, que tuvo lugar poco después de aquel
incidente, llevó una vida ejemplar en todos sentidos.
Cuando llegó a la edad de contraer
matrimonio, sus padres la casaron con un ciudadano de Tagaste, llamado Patricio.
Era éste un pagano que no carecía de cualidades, pero era de temperamento muy
violento y vida disoluta. Mónica le perdonó muchas cosas y lo soportó con la
paciencia de un carácter fuerte y bien disciplinado. Por su parte, Patricio,
aunque criticaba la piedad de su esposa y su liberalidad para con los pobres,
la respetó y, ni en sus peores explosiones de cólera, levantó la mano contra
ella.
Mónica explicó su sabiduría sobre la
convivencia en el hogar: "Es que cuando mi esposo está de mal genio, yo me
esfuerzo por estar de buen genio. Cuando el grita, yo me callo. Y como para
pelear se necesitan dos, y yo no acepto la pelea, pues… no peleamos". Esta
fórmula se ha hecho célebre en el mundo y ha servido a millones de mujeres para
mantener la paz en casa.
Mónica recomendaba a otras mujeres
casadas, que se quejaban de la conducta de sus maridos, que cuidasen de dominar
la lengua por ser esta causante en gran parte de los problemas en la casa. Mónica, por su parte, con su ejemplo y
oraciones, logró convertir al cristianismo, no sólo a su esposo, sino también a
su suegra, mujer de carácter difícil, cuya presencia constante en el hogar de
su hijo había dificultado aún más la vida de Mónica. Patricio murió santamente
en 371, al año siguiente de su bautismo.
Tres de sus hijos habían sobrevivido,
Agustín, Navigio, y una hija cuyo nombre ignoramos. Agustín era extraordinariamente inteligente,
por lo que habían decidido darle la mejor educación posible. Pero el carácter
caprichoso, egoísta e indolente del joven haba hecho sufrir mucho a su madre.
Agustín había sido catecúmeno en la adolescencia y, durante una enfermedad que
le había puesto a las puertas de la muerte, estuvo a punto de recibir el
bautismo; pero al recuperar rápidamente la salud, propuso el cumplimiento de
sus buenos propósitos. Cuando murió su padre, Agustín tenía diecisiete años y
estudiaba retórica en Cartago. Dos años más tarde, Mónica tuvo la enorme pena
de saber que su hijo llevaba una vida disoluta y había abrazado la herejía
maniquea. Cuando Agustín volvió a Tagaste, Mónica le cerró las puertas de su
casa, durante algún tiempo, para no oír las blasfemias del joven. Pero una
consoladora visión que tuvo, la hizo tratar menos severamente a su hijo. Soñó,
en efecto, que se hallaba en el bosque, llorando la caída de Agustín, cuando se
le acercó un personaje resplandeciente y le preguntó la causa de su pena.
Después de escucharla, le dijo que secase sus lágrimas y añadió: "Tu hijo
está contigo". Mónica volvió los ojos hacia el sitio que le señalaba y vio
a Agustín a su lado. Cuando Mónica contó a Agustín el sueño, el joven respondió
con desenvoltura que Mónica no tenía más que renunciar al cristianismo para
estar con él; pero la santa respondió al punto: "No se me dijo que yo
estaba contigo, sino que tú estabas conmigo".
Esta hábil respuesta impresionó mucho a
Agustín, quien más tarde la consideraba como una inspiración del cielo. La
escena que acabamos de narrar, tuvo lugar hacia fines del año 337, es decir,
casi nueve años antes de la conversión de Agustín. En todo ese tiempo, Mónica
no dejó de orar y llorar por su hijo, de ayunar y velar, de rogar a los
miembros del clero que discutiesen con él, por más que éstos le aseguraban que
era inútil hacerlo, dadas las disposiciones de Agustín. Un obispo, que había
sido maniqueo, respondió sabiamente a las súplicas de Mónica: "Vuestro
hijo está actualmente obstinado en el error, pero ya vendrá la hora de
Dios". Como Mónica siguiese insistiendo, el obispo pronunció las famosas
palabras: "Estad tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas
lágrimas". La respuesta del obispo y el recuerdo de la visión eran el
único consuelo de Mónica, pues Agustín no daba la menor señal de
arrepentimiento.
Cuando tenía veintinueve años, el joven
decidió ir a Roma a enseñar la retórica. Aunque Mónica se opuso al plan, pues
temía que no hiciese sino retardar la conversión de su hijo, estaba dispuesta a
acompañarle si era necesario. Fue con él al puerto en que iba a embarcarse;
pero Agustín, que estaba determinado a partir solo, recurrió a una vil
estratagema. Fingiendo que iba simplemente a despedir a un amigo, dejó a su
madre orando en la iglesia de San Cipriano y se embarcó sin ella. Más tarde,
escribió en las "Confesiones": "Me atreví a engañarla, precisamente
cuando ella lloraba y oraba por mí". Muy afligida por la conducta de su
hijo, Mónica no dejó por ello de embarcarse para Roma; pero al llegar a esa
ciudad, se enteró de que Agustín había partido ya para Milán. En Milán conoció
Agustín al gran obispo San Ambrosio. Cuando Mónica llegó a Milán, tuvo el
indecible consuelo de oír de boca de su hijo que había renunciado al
maniqueísmo, aunque todavía no abrazaba el cristianismo. La santa, llena de
confianza, pensó que lo haría, sin duda, antes de que ella muriese.
En San Ambrosio, por quien sentía la
gratitud que se puede imaginar, Mónica encontró a un verdadero padre. Siguió
fielmente sus consejos, abandonó algunas prácticas a las que estaba
acostumbrada, como la de llevar vino, legumbres y pan a las tumbas de los mártires;
había empezado a hacerlo así, en Milán, como lo hacía antes en Africa; pero en
cuanto supo que San Ambrosio lo haba prohibido porque daba lugar a algunos
excesos y recordaba las "parentalia" paganas, renunció a las
costumbres. San Agustín hace notar que tal vez no hubiese cedido tan fácilmente
de no haberse tratado de San Ambrosio. En Tagaste Mónica observaba el ayuno del
sábado, como se acostumbraba en África y en Roma. Viendo que la práctica de
Milán era diferente, pidió a Agustín que preguntase a San Ambrosio lo que debía
hacer. La respuesta del santo ha sido incorporada al derecho canónico:
"Cuando estoy aquí no ayuno los sábados; en cambio, ayuno los sábados
cuando estoy en Roma. Haz lo mismo y atente siempre a la costumbre de la
iglesia del sitio en que te halles". Por su parte, San Ambrosio tenía a
Mónica en gran estima y no se cansaba de alabarla ante su hijo. Lo mismo en
Milán que en Tagaste, Mónica se contaba entre las más devotas cristianas;
cuando la reina madre, Justina, empezó a perseguir a San Ambrosio, Mónica fue
una de las que hicieron largas vigilias por la paz del obispo y se mostró
pronta a morir por él.
Finalmente, en agosto del año 386,
llegó el ansiado momento en que Agustín anunció su completa conversión al
catolicismo. Desde algún tiempo antes, Mónica había tratado de arreglarle un
matrimonio conveniente, pero Agustín declaró que pensaba permanecer célibe toda
su vida. Durante las vacaciones de la época de la cosecha, se retiró con su
madre y algunos amigos a la casa de verano de uno de ellos, que se llamaba
Verecundo, en Casiciaco. El santo ha dejado escrita en sus
"confesiones" algunas de las conversaciones espirituales y
filosóficas en que pasó el tiempo de su preparación para el bautismo. Mónica
tomaba parte en esas conversaciones, en las que demostraba extraordinaria
penetración y buen juicio y un conocimiento poco común de la Sagrada Escritura.
En la Pascua
del año 387, San Ambrosio bautizó a San Agustín y a varios de sus amigos. El
grupo decidió partir al Africa y con ese propósito, los catecúmenos se
trasladaron a Ostia, a esperar un barco. Pero ahí se quedaron, porque la vida
de Mónica tocaba a su fin, aunque sólo ella lo sabía. Poco antes de su última
enfermedad, había dicho a Agustín: "Hijo, ya nada de este mundo me deleita.
Ya no sé cual es mi misión en la tierra ni por qué me deja Dios vivir, pues
todas mis esperanzas han sido colmadas. Mi único deseo era vivir hasta verte
católico e hijo de Dios. Dios me ha concedido más de lo que yo le había pedido,
ahora que has renunciado a la felicidad terrena y te has consagrado a su
servicio".
En Ostia se registran los últimos
coloquios entre madre e hijo, de los que podemos deducir la gran nobleza de
alma de esta incomparable mujer, de no común inteligencia ya que podía intercambiar
pensamientos tan elevados con Agustín: "Sucedió, escribe en el capítulo
noveno de las Confesiones, que ella y yo nos encontramos solos, apoyados en la
ventana, que daba hacia el jardín interno de la casa en donde nos hospedábamos,
en Ostia. Hablábamos entre nosotros, con infinita dulzura, olvidando el pasado
y lanzándonos hacia el futuro, y buscábamos juntos, en presencia de la verdad,
cual sería la eterna vida de los santos, vida que ni ojo vio ni oído oyó, y que
nunca penetró en el corazón del hombre".
Lo último que pidió a sus dos hijos fue
que no se olvidaran de rezar por el descanso de su alma.
Mónica había querido que la enterrasen
junto a su esposo. Por eso, un día en que hablaba con entusiasmo de la
felicidad de acercarse a la muerte, alguien le preguntó si no le daba pena
pensar que sería sepultada tan lejos de su patria. La santa replicó: "No
hay sitio que esté lejos de Dios, de suerte que no tengo por qué temer que Dios
no encuentre mi cuerpo para resucitarlo". Cinco días más tarde, cayó gravemente
enferma. Al cabo de nueve días de sufrimientos, fue a recibir el premio
celestial, a los cincuenta y cinco años de edad. Era el año 387. Agustín le
cerró los ojos y contuvo sus lágrimas y las de su hijo Adeodato, pues
consideraba como una ofensa llorar por quien había muerto tan santamente. Pero,
en cuanto se halló solo y se puso a reflexionar sobre el cariño de su madre,
lloró amargamente. El santo escribió: "Si alguien me critica por haber
llorado menos de una hora a la madre que lloró muchos años para obtener que yo
me consagre a Ti, Señor, no permitas que se burle de mí; y, si es un hombre
caritativo, haz que me ayude a llorar mis pecados en Tu presencia". En las
"Confesiones", Agustín pide a los lectores que rueguen por Mónica y
Patricio. Pero en realidad, son los fieles los que se han encomendado, desde
hace muchos siglos, a las oraciones de Mónica, patrona de las mujeres casadas y
modelo de las madres cristianas.
Se cree que las reliquias de la santa
se conservan en la iglesia de S. Agostino.
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