La
evangelización del Canadá comienza en los primeros años del siglo XVII. Llegó
entonces a aquellas tierras —y las exploró en sucesivos viajes— Samuel de
Champlain, seguido de un tropel de aventureros, con el propósito de fundar un
establecimiento permanente bajo la soberanía francesa para dedicarse al
lucrativo comercio de pieles.
Así se fundaron primeramente Port-Royal
(Annápolis) en Nueva Escocia y Quebec en las orillas del río San Lorenzo; poco
más tarde, Trois-Rivieres y Montreal.
Aquellos aventureros del primitivo Canadá
francés eran, en su mayor parte, de confesión calvinista.
No obstante, en 1615,
Champlain hizo venir algunos franciscanos recoletos, que comenzaron a predicar
el Evangelio, y uno de ellos, fray José Le Caron, adentrándose por las enormes
selvas deshabitadas que cubrían la región de los lagos, alcanzó el país de los
indios llamados hurones, de este modo iba a quedar señalado el primer objetivo
de las misiones canadienses.
Las tierras de la orilla meridional del San
Lorenzo y del Ontario estaban habitadas por las temibles tribus iroquesas. Los
algonquinos vivían en la otra orilla, En medio de estas dos grandes familias
indígenas rivales se hallaban aisladas otras tribus de pieles rojas, numéricamente
menos importantes; entre ellas, los hurones. Todos los indígenas de aquellos
parajes practicaban la vida nómada, como corresponde a los pueblos cazadores.
Los hurones, aunque sin abandonar la vida errante, cultivaban temporalmente
algunas parcelas y se hallaban iniciados en la evolución al sedentarismo,
propio de la vida agrícola. Por eso, ellos parecieron el objetivo inmediato más
propicio a la obra misional.
Cuando en 1623, llamados por los misioneros
franciscanos, llegaron al Canadá los primeros jesuitas, uno de los cuales era
el gran apóstol San Juan de Brébeuf, se aplicaron con todo ardimiento a la
misión de los hurones, región que Brébeuf alcanza en 1626, después de vencer
incontables dificultades que oponían el clima, la tierra y los indios.
Entre tanto, Richelieu había decidido
quebrantar el poderío de los hugonotes en Francia, que se sublevaron y
resistieron con las armas en La Rochela y en Provenza, hasta ser sometidos por
la fuerza (1627-1629). Un apéndice de esta lucha tocaba al Canadá.
En 1627
Richelieu anuló los privilegios comerciales de los hugonotes de Quebec y fundó
la Compañía de los Cien Asociados, para la explotación colonial de Nueva
Francia. Los calvinistas de La Rochela habían llamado en su auxilio a
Inglaterra, que, en efecto, hizo la guerra al Gobierno de Luis XIII.
De tal
manera, una expedición militar inglesa se apoderó de Quebec en 1629 e hizo
prisioneros, sin distinción, a católicos y hugonotes, Entre los prisioneros se
hallaban los padres jesuitas de la misión.
Pero en 1632 Francia recobra el Canadá
(tratado de Saint-Germain-en-Laye). Los jesuitas vuelven a la obra interrumpida
y ahora con mayor denuedo, dirigidos por el padre Paul Le Jeune, primero, y
luego por los padres Jerónimo Lalemant y Paul Ragueneau, como superiores.
Se
abre en Quebec un "seminario" para la formación cristiana de los
niños y jóvenes indígenas, que serían allí reunidos: intento vano o prematuro,
porque los niños pieles rojas huyen pronto al campo, incapaces de acomodarse a
la vida sedentaria y ordenada de aquel centro escolar.
Se diseminan los
misioneros por las tierras de los hurones, fundándose una serie de
"casas" o bases de actividad apostólica (San José, San Ignacio, San
Luis, Santa María, esta última cuartel general de la misión en plena selva).
Allí pondrán de relieve el temple y celo misionero un grupo de jesuitas, que
tienen que vencer los obstáculos de la naturaleza inclemente y sobreponerse a
la animosidad de los indios hostiles y al recelo de los que se titulan amigos.
En este medio se acrisolan y fortalecen las
almas heroicas del padre Brébeuf, el fundador de la misión huronesa, y de sus
compañeros.
Día a día, obscuramente, sin actos ostentosos que exhibir, aislados
en las inmensidades de bosques y praderas que el hombre blanco ignora (porque
están lejanas las factorías de los traficantes), ellos cumplen el mandato
divino del apostolado con espíritu ignaciano.
Cientos de kilómetros recorridos
de poblado en poblado, de campamento en campamento, para llevar a todas las
gentes la voz del Evangelio, tras ardua preparación. Ha sido preciso estudiar
sobre el terreno las costumbres de los indígenas, adaptarse a ellas, conocer su
lengua y modos de expresarse, el mundo de sus representaciones mentales, para
que disciernan la nueva religión que se les predica y los ritos mágicos o
supersticiones que practican.
El sentido de la eficacia de la Compañía de Jesús
está presente en los métodos misionales. Se trata de reducir a los salvajes a
la vida sedentaria; para convidarles a ello habrá que derrochar paciencia y
generosidad. El padre Le Jeune, en su Relación de 1634, advirtió cuán inútil
era intentar la conversión de los nómadas y cuán impensable la sedentarización
de los indígenas sin un gran esfuerzo de caridad, ayudándoles. a trabajar la
tierra.
El sufrimiento físico, las epidemias y la
muerte violenta acechan a los misioneros a toda hora; pero la muerte no puede
acobardar a quienes han de tener talla de mártires.
En uno de aquellos días de
su continua azarosa existencia, el padre Brébeuf ha hecho voto formal y ofrenda
de su vida: "Dios mío y salvador mío, ¿qué podré ofrecerte a cambio de
todo lo que Tú has sufrido por mí? Quisiera alejar de Ti el cáliz e invocar tu
nombre... Mi Señor Jesús, yo hago voto solemne de no rechazar de mi parte la gracia
del martirio si, en tu bondad infinita, un día cualquiera me la llegaras a
conceder a mí, tu indigno servidor... Y en consecuencia, Jesús mío, yo te
ofrezco alegremente desde hoy mi sangre, mi cuerpo y mi alma, de suerte que yo
pueda morir sólo por Ti, si Tú me concedes esta gracia, Tú que te has dignado
morir por mí. Hazme capaz de vivir de tal manera que Tú puedas finalmente
otorgarme esta muerte".
Eran éstos los deseos más sublimes del padre
Brébeuf y de los otros compañeros de la Compañía de Jesús, deseos que un día no
lejano se verían cumplidos.
También el padre Isaac Jogues había suplicado:
"Señor, dame a beber abundantemente el cáliz de tu pasión"; y una voz
interior le advirtió que su súplica había sido escuchada. Jesús, su amigo, aceptó
pronto la oblación ofrecida, juzgó digna de coronarse con la palma del martirio
la vida de aquellos soldados de su milicia, que no sólo habían probado virtudes
heroicas en la resistencia al sufrimiento del cuerpo, sino también en la
práctica de la humildad, de la obediencia y de la caridad.
Cuando la hora trágica del exterminio llegó
para el pueblo de los hurones, a su lado pereció un grupo de jesuitas que no
quiso rehuir el peligro anunciado, ni abandonar a sus ovejas. Precisamente esa
hora terrible se descargó sobre las misiones del país hurón cuando su estado,
en apariencia floreciente, hacía concebir lisonjeras esperanzas a los
misioneros.
Los iroqueses habían desencadenado desde 1642
una guerra implacable, armados por los colonos holandeses establecidos en Nueva
Amsterdam, la factoría de la desembocadura del río Hudson (más tarde Nueva
York). Las tribus algonquinas y huronesas, aliadas de los franceses, padecieron
un feroz ataque.
Bajo la
amenaza que se cernía, el padre Jogues se ofreció a llevar un mensaje a Quebec
desde la misión de Santa María. La flotilla en que viajaba fue capturada por
los iroqueses y el padre Jogues y el hermano Renato Goupil, que le acompañaba,
quedaron prisioneros.
Goupil perdió la vida el 29 de septiembre de 1642, a
manos de un indio enfurecido, al verle cómo predicaba a sus verdugos; Jogues
soportó un cautiverio de trece meses, durante los cuales padeció bárbaras
crueldades, verdadero primer martirio no consumado entonces con la entrega de
la vida, pero sus manos mutiladas constituyeron vivo testimonio del sacrificio
exigido a aquellos apóstoles.
Rescatado
en 1643 por un capitán holandés y tras una corta estancia en Francia, el padre
Jogues vuelve en 1644 al Canadá, donde prosigue su labor de misionero en
Montreal. Dos años después se le pide que lleve a cabo una gestión de paz entre
los iroqueses. El recuerdo de las torturas sufridas no le hizo vacilar:
"Sí, reverendo padre —escribe a su superior—, yo quiero únicamente lo que
Dios quiere, aun a riesgo de mil vidas".
Pero no era aquella su hora. El martirio le
aguardaba más tarde, cuando fue destinado a tantear, con el hermano Juan
Lalande, la evangelización de los iroqueses, aprovechando la transitoria calma
conseguida aquel año. El padre Jogues se llenó de alegría: "Me tendría por
feliz si el Señor quisiere completar mi sacrificio en el mismo sitio en que
comenzó".
Allí, en
efecto, le fue dado sufrir en su cuerpo torturas salvajes, hasta que el 18 de
octubre de 1646 era degollado. Al día siguiente se consuma el martirio de
Lalande, ejemplo de vida humilde y callada al servicio de la obra misional.
Los iroqueses habían aniquilado primeramente a
los algonquinos. Tras la pausa de 1646, volvieron a la guerra. En 1648
alcanzaron el país hurón.
El 4 de julio de aquel año arrasaron la misión de San
José, donde el padre Antonio Daniel, el dulce amigo de los niños, sufrió la
muerte; asaeteado por las flechas de los indios, fue rematado a tiros de
arcabuz.
En la primavera del siguiente año el paso desolador de los iroqueses
arrollaba las misiones de San Ignacio, San Luis y Santa María. El padre Brébeuf
y el padre Gabriel Lalemant, hechos prisioneros por los salvajes, padecieron
atroz martirio, cuyos detalles espeluznantes se resiste a describir la pluma.
Por fin, el 7 de diciembre de 1649 le tocaba el turno a la misión de San Juan
Bautista, donde el padre Carlos Garnier fue muerto en la refriega, mientras
exhortaba a los cristianos a recibir la muerte con alegría Su compañero de
misión, el padre Natalio Chabanel, había dejado poco antes San Juan Bautista
para dirigirse a San José.
Las últimas
palabras que de él sabemos son éstas: "Esta vida vale poco; en cambio, la
felicidad del cielo no me la podrán arrebatar los iroqueses".
Pero no
fueron los indios enemigos y feroces los que consumaron su martirio. Al padre
Chabanel le fue dado probar, junto al dolor físico de la agonía, la hiel amarga
del "martirio del corazón", porque fue precisamente un hurón apóstata
quien le ocasionó la muerte.
La corona de aquellos héroes de la fe se
adornó luego con la veneración de las gentes del Canadá y con los celestiales
favores alcanzados por su mediación. De este modo, el 29 de junio de 1930 estos
ocho santos mártires de la primitiva iglesia canadiense fueron solemnemente
canonizados.
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