Laico, de
la Tercera Orden Franciscana, estudioso y catedrático de derecho romano en las
universidades de Pavía, Mesina y Módena. Nació en Milán el 4 de abril de 1859 y
murió en Suna de Verbania (Lago Maggiore) el 17 de octubre de 1902. Lo
beatificó Pío XII en 1947, y está sepultado en la capilla de la Universidad
Católica de Milán, como modelo de catedrático católico.
Nos lo ha
descrito el papa Pío XI: «Era de estatura media, llena de solidez, de armonía,
de elegancia de líneas; el paso rápido, pero firme; paso de un caminante que
tiene costumbre y sabe adónde va; la pluma, siempre presta y llena de
sabiduría; la palabra, cuidada y persuasiva; en su rostro, un aire de simpatía
siempre igual, y que jamás le abandonó hasta la misma víspera de su muerte;
pero ante todo, sobre ese rostro brillaba un resplandor de pureza y de amable
juventud.
Su mirada
tenía toda la dulzura de la bondad, excelente corazón; sus ojos, su amplia
frente, llevaban consigo el reflejo de una inteligencia verdaderamente
soberana». Los retratos que de él conservamos añaden a esta descripción hecha
por el Papa una barba densa, un bigote bien poblado y un pelo corto y fuerte.
Como
Federico Ozanam, iba a morir muy joven. Si Federico muere a los cuarenta años,
Ferrini muere a los cuarenta y tres. Sin embargo, su corta vida resulta
maravillosamente densa.
Para
explicarnos todo su valor es necesario hacernos cargo primero del ambiente de
tensión religiosa y de fermentación intelectual que atravesaba Italia en la
segunda mitad del siglo XIX.
Planteada la unidad italiana, puesto en difícil
conflicto el católico, que de una parte debía desear la unificación de su patria,
y de otra, el triunfo de la Santa Sede; abiertas las inteligencias y los
corazones a las corrientes ideológicas más avanzadas, una vida católica normal,
no digamos revestida de heroica santidad como la de Contardo, resultaba
extraordinariamente difícil. Y mucho más cuando tenía que desarrollarse en el
cargadísimo ambiente de las universidades.
Y, sin
embargo, Contardo, de naturaleza tímida, de carácter retraído, va a pasar
largos años de profesorado universitario viviendo con tal intensidad su
catolicismo que llegamos a verle en los altares.
Es verdad que había nacido en
una familia cristianísima el 4 de abril de 1859, un año exactamente después del
casamiento de sus padres Rinaldo Ferrini y Luigia Buccellati.
Pero la
educación allí recibida pudo muy bien malograrse. Al menos ocasiones no
faltaron. Contardo resultó desde el primer momento un superdotado, alumno de
memoria prodigiosa, hábil versificador, inteligencia agudísima para captar las
cosas más abstractas.
Cuando aún estaba haciendo la enseñanza media se presentó
un buen día a monseñor Ceriani, prefecto de la célebre biblioteca Ambrosiana,
para pedirle lecciones de hebreo.
Aprendido
el hebreo, comenzó con el siríaco. Y después continuó con el sánscrito y el
copto. Esta preparación llevaba cuando a los diecisiete años acudía a la
Universidad de Pavía, en 1876, para emprender la carrera de Derecho.
Le
esperaban duras pruebas. El ambiente del colegio Borromeo, en el que se iba a
hospedar, era un ambiente difícil. Sus compañeros vivían continuamente entre
conversaciones impuras, a las que él tenía horror. Contardo prefería quedarse
solo, en su celda helada, antes que bajar a las salas de estudio a compartir la
conversación con sus compañeros.
El invierno es frío y húmedo en Pavía, y
parece que lo fue de una manera especial en aquella ocasión.
Pero la
delicadísima virtud de Contardo, que en muchas ocasiones llegó hasta el
escrúpulo, prefería pasar por todo antes que poner en peligro su pureza o su
fe. En el verano de 1881, previo el consejo de su director espiritual, hizo
voto de castidad.
Muchísimas veces durante su vida se le
ofrecerían partidos brillantes y espléndidas ocasiones de casarse. Pero él
murió soltero y fiel al voto hecho entonces.
Su carrera
científica fue impresionante. Desde el primer momento prefirió no los estudios
fáciles y brillantes, sino los difíciles y pesados. Por influencia de su tío,
el abate Buccellati, que enseñaba Derecho penal, tuvo esta ciencia sus
preferencias.
Su tesis
doctoral, defendida brillantemente en junio de 1870, versó sobre la importancia
de Homero y Hesiodo en la historia del derecho penal. Le concedieron una beca,
con la que pudo proseguir sus estudios en Berlín.
El papa Pío XII destacó, en
el discurso pronunciado con motivo de su beatificación, lo que para Contardo
supuso el contacto con los grandes pandectistas alemanes. La ciencia germana
del Derecho romano alcanzaba entonces su más alta cúspide: Mommsen, Voigt,
Pernice... se dieron cuenta de la extraordinaria capacidad de aquel joven
italiano y le ayudaron.
Es curioso que fuese un luterano, von Lingenthal, el
que más íntimamente influyera sobre él en el aspecto científico.
Al morir
este sabio, Contardo publicó una breve biografía, en la que se deshace en
elogios de la ciencia y religiosidad de su antiguo maestro. Alaba en él un
sentimiento vivísimo de la naturaleza y un sentimiento religioso muy acendrado.
Sin
embargo, el juicio de Contardo sobre el protestantismo es severísimo:
«Ciertamente hay virtud entre los protestantes, hay sinceros admiradores del
Hombre-Dios, hay flores que se embellecen con el rocío celestial y que Dios no
rechazará; pero cuanto de bueno hay queda imperfecto, privado de aquella
eficacia que tendría del Dios vivo a la sombra de los altares católicos.
El
protestantismo nos da personas honradas, que en nuestra religión inmaculada
serían santos».
Disfrutó,
en cambio, inmensamente en su contacto con los católicos alemanes. Era un
catolicismo serio, lleno de coraje y de entusiasmo, depurado por las pruebas
del Kulturkampf. Características todas ellas que iban muy bien con su manera de
ser.
En 1881
emprende una edición crítica de la paráfrasis griega de las Instituciones de
Justiniano atribuida a Teófilo, para la que hubo de buscar manuscritos en
Copenhague, París, Roma, Florencia y Turín. Y en octubre de 1883, a los
veinticuatro años, se encarga en la Universidad de Pavía de la cátedra de
exégesis de las fuentes del derecho y de un curso de historia del Derecho penal
romano.
Iniciaba
así sus tareas docentes. Poco después concursa a una cátedra de Bolonia, que no
se le dio por motivos políticos. En 1887 pasa a enseñar a Mesina, y en 1890 a
Módena. Por fin, en 1894, volvía a su amada Facultad de Pavía, en la que había
de perseverar hasta la muerte.
Hizo de su
consagración al estudio y a la enseñanza un verdadero sacerdocio. Al principio
sus clases eran pesadas, llenas de referencias y citas.
Con el tiempo fueron
aclarándose y simplificándose, hasta llegar a ser verdaderamente modelos de
pedagogía. Los alumnos sabían que podían contar con él a todas las horas,
seguros de encontrar siempre un consejero leal y un profesor amigo de
ayudarles. Independientemente del cumplimiento escrupuloso de sus deberes de
catedrático, llevó toda su vida en lo más íntimo de su corazón un apasionado
amor a la investigación científica.
En veinte
años publicó cerca de doscientos trabajos. Pero no se trataba de fáciles
improvisaciones, ni de escritos ligeros de vulgarización. Una vez más
escuchamos a Pio XI describir su obra de investigador: «¡El trabajo! Un trabajo
científico en sumo grado; un trabajo de investigación, de reflexión, de
enseñanza.
Un trabajo que Ferrini realizaba con celo apasionado, pero que puede
muy bien clasificarse entre los más áridos, por desarrollarse casi por entero
sobre textos antiguos, sobre escrituras difíciles de descifrar y más difíciles
aún de comprender. Nos mismo le hemos visto más de una vez puesto el trabajo,
con su inteligencia soberana.
Leía a
primera vista los textos embrollados, ocultos bajo las escrituras
indescifrables de los siglos antiguos: en latín, en griego, en siríaco, porque
él pasaba con la mayor facilidad de una lengua a otra.
Leía los textos, y al
primer golpe de vista captaba su sentido y, a vuela pluma, daba la traducción
latina o italiana. Labor fatigosísima, esencialmente difícil y ardua, y que
sólo puede apreciar el que tiene la experiencia de ella; una labor que asemeja
a un verdadero y largo cilicio llevado durante toda la vida».
Aún hoy
tropezamos con su nombre, después de tantos descubrimientos y de tantos avances
en el derecho romano, en las monografías y estudios que actualmente se
publican. Algunas de sus obras pueden considerarse verdaderamente definitivas.
Son el fruto de larguísimas horas de trabajo, de una vida de recogimiento y de
laboriosidad.
Ocasiones hubo,
sin embargo, en que debió salir de su aislamiento. Así, por ejemplo, en 1895,
fue elegido concejal del Ayuntamiento de Milán. Y en verdad que sus
contemporáneos hubieron de reconocer que su actuación resultaba ejemplar.
Supo luchar
como bueno en los difíciles problemas planteados en aquel tiempo contra el
divorcio, por la salvación de la infancia abandonada. Pero en este mismo
terreno de la política se mostró fiel hijo de la Iglesia. Eran tiempos
verdaderamente difíciles, en que católicos de buenísima voluntad resbalaron a
veces. Contardo se mantuvo siempre fiel a las directivas pontificias.
Es una lástima
que no podamos recoger rasgos encantadores de su vida que se han conservado.
Su
modestia excesiva, sin consentir nunca que alabaran en su presencia algunas de
sus obras científicas; su vivo sentido de la liturgia y su amor apasionado por
la santa misa; su encantadora sumisión a sus padres, a los que obedecía como un
niño, siendo ya catedrático respetable; su figura de excepcional alpinista; su
devoción a San Francisco de Asís, de quien era terciario; su espíritu de
pobreza, verdaderamente extraordinario; su irradiación apostólica, dentro de la
que muy bien puede englobarse otra figura, posterior, pero también muy
importante del catolicismo italiano y que pronto esperamos ver en los altares.
Resulta
encantador verle regresar por la noche a casa de su hermana, a tres kilómetros
de Pavía, cenar allí con el matrimonio, jugar, por complacerles, una partida de
cartas, rezar el rosario en familia, y acostarse para emprender al día
siguiente, a las cinco y media de la madrugada, su nueva jornada universitaria.
Así hasta
el 17 de octubre de 1902. Una fiebre tifoidea le llevó rápidamente al sepulcro
en Suma (Novara). La fama de santidad le rodeó muy pronto. Su causa fue
introducida en 1924, y en 1947 Pío XII realizaba uno de los deseos más queridos
de su antecesor en el solio pontificio: su solemne beatificación.
Su tumba se
encuentra hoy en la Universidad Católica del Sagrado Corazón, de Milán, que no
llegó a conocer, pero que sí podemos decir que presintió y amó anticipadamente.
En aquella recogidísima capilla, profesores y alumnos aprenden, frecuentándola,
a vivir el auténtico ideal del universitario católico.
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