La
evangelización del Canadá comienza en los primeros años del siglo XVII. Llegó
entonces a aquellas tierras —y las exploró en sucesivos viajes— Samuel de
Champlain, seguido de un tropel de aventureros, con el propósito de fundar un
establecimiento permanente bajo la soberanía francesa para dedicarse al
lucrativo comercio de pieles.
Así se fundaron primeramente Port-Royal
(Annápolis) en Nueva Escocia y Quebec en las orillas del río San Lorenzo; poco
más tarde, Trois-Rivieres y Montreal.
Aquellos aventureros del primitivo Canadá
francés eran, en su mayor parte, de confesión calvinista.
No obstante, en 1615,
Champlain hizo venir algunos franciscanos recoletos, que comenzaron a predicar
el Evangelio, y uno de ellos, fray José Le Caron, adentrándose por las enormes
selvas deshabitadas que cubrían la región de los lagos, alcanzó el país de los
indios llamados hurones, de este modo iba a quedar señalado el primer objetivo
de las misiones canadienses.
Las tierras de la orilla meridional del San
Lorenzo y del Ontario estaban habitadas por las temibles tribus iroquesas. Los
algonquinos vivían en la otra orilla, En medio de estas dos grandes familias
indígenas rivales se hallaban aisladas otras tribus de pieles rojas, numéricamente
menos importantes; entre ellas, los hurones. Todos los indígenas de aquellos
parajes practicaban la vida nómada, como corresponde a los pueblos cazadores.
Los hurones, aunque sin abandonar la vida errante, cultivaban temporalmente
algunas parcelas y se hallaban iniciados en la evolución al sedentarismo,
propio de la vida agrícola. Por eso, ellos parecieron el objetivo inmediato más
propicio a la obra misional.

Entre tanto, Richelieu había decidido
quebrantar el poderío de los hugonotes en Francia, que se sublevaron y
resistieron con las armas en La Rochela y en Provenza, hasta ser sometidos por
la fuerza (1627-1629). Un apéndice de esta lucha tocaba al Canadá.
En 1627
Richelieu anuló los privilegios comerciales de los hugonotes de Quebec y fundó
la Compañía de los Cien Asociados, para la explotación colonial de Nueva
Francia. Los calvinistas de La Rochela habían llamado en su auxilio a
Inglaterra, que, en efecto, hizo la guerra al Gobierno de Luis XIII.

Pero en 1632 Francia recobra el Canadá
(tratado de Saint-Germain-en-Laye). Los jesuitas vuelven a la obra interrumpida
y ahora con mayor denuedo, dirigidos por el padre Paul Le Jeune, primero, y
luego por los padres Jerónimo Lalemant y Paul Ragueneau, como superiores.
Se
abre en Quebec un "seminario" para la formación cristiana de los
niños y jóvenes indígenas, que serían allí reunidos: intento vano o prematuro,
porque los niños pieles rojas huyen pronto al campo, incapaces de acomodarse a
la vida sedentaria y ordenada de aquel centro escolar.

En este medio se acrisolan y fortalecen las
almas heroicas del padre Brébeuf, el fundador de la misión huronesa, y de sus
compañeros.
Día a día, obscuramente, sin actos ostentosos que exhibir, aislados
en las inmensidades de bosques y praderas que el hombre blanco ignora (porque
están lejanas las factorías de los traficantes), ellos cumplen el mandato
divino del apostolado con espíritu ignaciano.
Cientos de kilómetros recorridos
de poblado en poblado, de campamento en campamento, para llevar a todas las
gentes la voz del Evangelio, tras ardua preparación. Ha sido preciso estudiar
sobre el terreno las costumbres de los indígenas, adaptarse a ellas, conocer su
lengua y modos de expresarse, el mundo de sus representaciones mentales, para
que disciernan la nueva religión que se les predica y los ritos mágicos o
supersticiones que practican.
El sentido de la eficacia de la Compañía de Jesús
está presente en los métodos misionales. Se trata de reducir a los salvajes a
la vida sedentaria; para convidarles a ello habrá que derrochar paciencia y
generosidad. El padre Le Jeune, en su Relación de 1634, advirtió cuán inútil
era intentar la conversión de los nómadas y cuán impensable la sedentarización
de los indígenas sin un gran esfuerzo de caridad, ayudándoles. a trabajar la
tierra.
El sufrimiento físico, las epidemias y la
muerte violenta acechan a los misioneros a toda hora; pero la muerte no puede
acobardar a quienes han de tener talla de mártires.


También el padre Isaac Jogues había suplicado:
"Señor, dame a beber abundantemente el cáliz de tu pasión"; y una voz
interior le advirtió que su súplica había sido escuchada. Jesús, su amigo, aceptó
pronto la oblación ofrecida, juzgó digna de coronarse con la palma del martirio
la vida de aquellos soldados de su milicia, que no sólo habían probado virtudes
heroicas en la resistencia al sufrimiento del cuerpo, sino también en la
práctica de la humildad, de la obediencia y de la caridad.
Cuando la hora trágica del exterminio llegó
para el pueblo de los hurones, a su lado pereció un grupo de jesuitas que no
quiso rehuir el peligro anunciado, ni abandonar a sus ovejas. Precisamente esa
hora terrible se descargó sobre las misiones del país hurón cuando su estado,
en apariencia floreciente, hacía concebir lisonjeras esperanzas a los
misioneros.
Los iroqueses habían desencadenado desde 1642
una guerra implacable, armados por los colonos holandeses establecidos en Nueva
Amsterdam, la factoría de la desembocadura del río Hudson (más tarde Nueva
York). Las tribus algonquinas y huronesas, aliadas de los franceses, padecieron
un feroz ataque.
Bajo la
amenaza que se cernía, el padre Jogues se ofreció a llevar un mensaje a Quebec
desde la misión de Santa María. La flotilla en que viajaba fue capturada por
los iroqueses y el padre Jogues y el hermano Renato Goupil, que le acompañaba,
quedaron prisioneros.

Rescatado
en 1643 por un capitán holandés y tras una corta estancia en Francia, el padre
Jogues vuelve en 1644 al Canadá, donde prosigue su labor de misionero en
Montreal. Dos años después se le pide que lleve a cabo una gestión de paz entre
los iroqueses. El recuerdo de las torturas sufridas no le hizo vacilar:
"Sí, reverendo padre —escribe a su superior—, yo quiero únicamente lo que
Dios quiere, aun a riesgo de mil vidas".
Pero no era aquella su hora. El martirio le
aguardaba más tarde, cuando fue destinado a tantear, con el hermano Juan
Lalande, la evangelización de los iroqueses, aprovechando la transitoria calma
conseguida aquel año. El padre Jogues se llenó de alegría: "Me tendría por
feliz si el Señor quisiere completar mi sacrificio en el mismo sitio en que
comenzó".

Los iroqueses habían aniquilado primeramente a
los algonquinos. Tras la pausa de 1646, volvieron a la guerra. En 1648
alcanzaron el país hurón.
El 4 de julio de aquel año arrasaron la misión de San
José, donde el padre Antonio Daniel, el dulce amigo de los niños, sufrió la
muerte; asaeteado por las flechas de los indios, fue rematado a tiros de
arcabuz.
En la primavera del siguiente año el paso desolador de los iroqueses
arrollaba las misiones de San Ignacio, San Luis y Santa María. El padre Brébeuf
y el padre Gabriel Lalemant, hechos prisioneros por los salvajes, padecieron
atroz martirio, cuyos detalles espeluznantes se resiste a describir la pluma.

Las últimas
palabras que de él sabemos son éstas: "Esta vida vale poco; en cambio, la
felicidad del cielo no me la podrán arrebatar los iroqueses".

La corona de aquellos héroes de la fe se
adornó luego con la veneración de las gentes del Canadá y con los celestiales
favores alcanzados por su mediación. De este modo, el 29 de junio de 1930 estos
ocho santos mártires de la primitiva iglesia canadiense fueron solemnemente
canonizados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario