¡Ay de
mí, si no anuncio el Evangelio!
Son
pocos los hombres que tienen el corazón tan grande como para responder a la
llamada de Jesucristo e ir a evangelizar hasta los confines de la tierra. San Francisco Javier es uno de esos. Con razón ha sido llamado: "El gigante
de la historia de las misiones" y el Papa Pío X lo nombró patrono oficial
de las misiones extranjeras y de todas las obras relacionadas con la
propagación de la fe. La oración del día de su fiesta dice así: "Señor, tú
has querido que varias naciones llegaran al conocimiento de la verdadera
religión por medio de la predicación de San Francisco Javier". El famoso
historiador Sir Walter Scott comentó:
"El protestante más rígido y el filósofo más indiferente no pueden
negar que supo reunir el valor y la paciencia de un mártir con el buen sentido,
la decisión, la agilidad mental y la habilidad del mejor negociador que haya
ido nunca en embajada alguna".
Francisco
nació en 1506, en el castillo de Javier en Navarra, cerca de Pamplona, España.
Era el benjamín de la familia. A los
dieciocho años fue a estudiar a la Universidad de París, en el colegio de Santa
Bárbara, donde en 1528, obtuvo el grado de licenciado. Dios estaba preparando
grandes cosas, por lo que dispuso que Francisco Javier tuviese como compañero
de la pensión a Pedro Favre, que sería como él jesuita y luego beato, también
providencialmente conoció a un extraño estudiante llamado Ignacio de Loyola, ya
bastante mayor que sus compañeros. Al principio Francisco rehusó la influencia
de Ignacio el cual le repetía la frase de Jesucristo: "¿De qué le sirve a
un hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?". Este
pensamiento al principio le parecía fastidioso y contrario a sus aspiraciones,
pero poco a poco fue calando y retando su orgullo y vanidad. Por fin San
Ignacio logró que Francisco se apartara un tiempo para hacer un retiro especial
que el mismo Ignacio había desarrollado basado en su propia lucha por la
santidad. Se trata de los "Ejercicios Espirituales".
Francisco fue guiado por Ignacio en aquellos
días de profundo combate espiritual y quedó profundamente transformado por la
gracia de Dios. Comprendió las palabras
que Ignacio: "Un corazón tan grande y un alma tan noble no pueden
contentarse con los efímeros honores terrenos.
Tu ambición debe ser la gloria que dura eternamente".
Llegó a
ser uno de los siete primeros seguidores de San Ignacio, fundador de los
jesuitas, consagrándose al servicio de Dios en Montmatre, en 1534. Hicieron voto de absoluta pobreza, y
resolvieron ir a Tierra Santa para comenzar desde allí su obra misionera,
poniéndose en todo caso a la total dependencia del Papa. Junto con ellos recibió la ordenación
sacerdotal en Venecia, tres años más tarde, y con ellos compartió las
vicisitudes de la naciente Compañía. Abandonado el proyecto de la Tierra Santa,
emprendieron camino hacia Roma, en donde Francisco colaboró con Ignacio en la
redacción de las Constituciones de la Compañía de Jesús. Bien dice el Libro del
Eclesiástico: "Encontrar un buen amigo es como encontrarse un gran
tesoro".
A
las Misiones.
En
1540, San Ignacio envió a Francisco Javier y a Simón Rodríguez a la India en la
primera expedición misional de la Compañía de Jesús. Para embarcarse, Francisco
Javier llegó a Lisboa hacia fines de junio.
Inmediatamente, fue a reunirse con el P. Rodríguez, quien se ocupaba de
asistir e instruir a los enfermos en el hospital donde vivía. Javier se hospedó
también ahí y ambos solían salir a instruir y catequizar en la ciudad. Pasaban los domingos oyendo confesiones en la
corte, pues el rey Juan III los tenía en gran estima. Esa fue la razón por la que el P. Rodríguez
tuvo que quedarse en Lisboa. También San
Francisco Javier se vio obligado a permanecer ahí ocho meses y, fue por
entonces cuando escribió a San Ignacio:
"El rey no está todavía decidido a enviarnos a la India, porque piensa
que aquí podremos servir al Señor tan eficazmente como allí". Pero Dios tenía otros planes y Francisco
Javier partió hacia las misiones el 7 de abril de 1541, cuando tenía 35 años,
el rey le entregó un breve por el que el Papa le nombraba nuncio apostólico en
el oriente.
El monarca no pudo conseguir
que aceptase más que un poco de ropa y algunos libros. Tampoco quiso Javier llevar consigo a ningún
criado, alegando que "la mejor manera de alcanzar la verdadera dignidad es
lavar los propios vestidos sin que nadie lo sepa". Con él partieron a la India el P. Pablo de
Camerino, que era italiano, y Francisco Mansilhas, un portugués que aún no
había recibido las órdenes sagradas. En
una afectuosa carta de despedida que el santo escribió a San Ignacio, le decía
a propósito de este último, que poseía "un bagaje de celo, virtud y
sencillez, más que de ciencia extraordinaria".
Otros
cuatro navíos completaban la flota. En el barco viajaba el gobernador de la
India, Don Martín Alfonso Sousa y, además de la tripulación, había pasajeros,
soldados, esclavos y convictos. Entre la tripulación y entre los pasajeros
había gente de toda clase, de suerte que Javier tuvo que mediar en reyertas,
combatir la blasfemia, el juego y otros desórdenes. Francisco se encargó de catequizar a
todos. Los domingos predicaba al pie del
palo mayor de la nave. Convirtió su camarote en enfermería y se dedicó a cuidar
a todos los enfermos, a pesar de que, al principio del viaje, los mareos le
hicieron sufrir mucho a él también. Pronto se desató a bordo una epidemia de
escorbuto y sólo los misioneros se encargaban del cuidado de los enfermos. La expedición navegó meses para alcanzar el
Cabo de Buena Esperanza en el extremo sur del continente africano y llegar a la
isla de Mozambique, donde se detuvo durante el invierno; después siguió por la
costa este del Afrecha oriental y se detuvo en Malindi y en Socotra. Por fin, la expedición llegó a Goa, el 6 de
mayo de 1542 tardándoles el doble de lo normal.
San Francisco Javier se estableció en el hospital hasta que llegaron sus
compañeros, cuyo navío se había retrasado.
La pérdida
de la fe entre los Cristianos de las Colonias.
Goa era
colonia portuguesa desde 1510. Había ahí un número considerable de cristianos,
con obispo, clero y varias iglesias.
Desgraciadamente, muchos de los portugueses se habían dejado arrastrar
por la ambición, la usura y los vicios, hasta el extremo de que muchos
abandonaban la fe. Los sacramentos habían caído en desuso; se usaba el rosario
para contar el número de azotes que mandaban dar a sus esclavos. La escandalosa
conducta los cristianos alejaba de la fe a los infieles. Esto fue un reto para
San Francisco Javier. Además, fuera de
Goa había a lo más, cuatro predicadores y ninguno de ellos era sacerdote. El
misionero comenzó por instruir a los portugueses en los principios de la
religión y a formar a los jóvenes en la práctica de la virtud. Después de pasar la mañana en asistir y
consolar a los enfermos y a los presos, en hospitales y prisiones miserables,
recorría las calles tocando una campanita para llamar a los niños y a los
esclavos al catecismo. Estos acudían en
gran cantidad y el santo les enseñaba el Credo, las oraciones y la práctica de
la vida cristiana. Todos los domingos
celebraba la misa a los leprosos, predicaba a los cristianos y a los hindúes y
visitaba las casas. Su amabilidad y su
caridad con el prójimo le ganaron muchas almas.
Uno de los pecados más comunes era el concubinato de los portugueses de
todas las clases sociales con las mujeres del país, dado que había en Goa muy
pocas portuguesas. Tursellini, el autor de la primera biografía de San
Francisco Javier, que fue publicada en 1594, describe con viveza los métodos
que empleó el santo para combatir aquella vida de pecado. Por ellos, puede verse
el tacto con que supo Javier predicar la moralidad cristiana, demostrando que
no contradecía ni al sentido común, ni a los instintos verdaderamente humanos.
Para instruir a los pequeños y a los ignorantes, el santo solía adaptar las
verdades del cristianismo a la música popular, un método que tuvo tal éxito
que, poco después, se cantaban las canciones que él había compuesto, lo mismo
en las calles que en las casa, en los campos que en los talleres.
Misionero
con los Paravas.
Cinco
meses más tarde, se enteró Javier de que en las costas de la Pesquería, que se
extienden frente a Ceilán desde el Cabo de Comorín hasta la isla de Manar,
habitaba la tribu de los paravas. Estos
habían aceptado el bautismo para obtener la protección de los portugueses
contra los árabes y otros enemigos;
pero, por falta de instrucción, conservaban aún las supersticiones del
paganismo y practicaban sus errores1.. Javier partió en auxilio de esa tribu
que "sólo sabía que era cristiana y nada más". El santo hizo trece veces aquel viaje tan
peligroso, bajo el tórrido calor del sur de Asia. A pesar de la dificultad,
aprendió el idioma nativo y se dedicó a instruir y confirmar a los ya
bautizados. Particular atención consagró a la enseñanza del catecismo a los
niños.
Los paravas, que hasta entonces no conocían siquiera el nombre de
Cristo, recibieron el bautismo en grandes multitudes. A este propósito, Javier
informaba a sus hermanos de Europa que, algunas veces, tenía los brazos tan
fatigados por administrar el bautismo, que apenas podía moverlos. Los generosos
paravas, que eran considerados de casta baja, extendieron a San Francisco
Javier una acogida calurosa, en tanto que los brahamanes, de clase alta,
recibieron al santo con gran frialdad, y su éxito con ellos fue tan reducido que,
al cabo de doce meses, sólo había logrado convertir a un brahamán. Según parece, en aquella época Dios obró
varias curaciones milagrosas por medio de Javier.
Por su
parte, Javier se adaptaba plenamente al pueblo con el que vivía. Con los pobres
comía arroz y dormía en el suelo de una pobre choza. Dios le concedió maravillosas consolaciones
interiores. Con frecuencia, decía Javier
de sí mismo: "Oigo exclamar a este pobre hombre que trabaja en la viña de
Dios: 'Señor no me des tantos consuelos
en esta vida; pero, si tu misericordia
ha decidido dármelos, llévame entonces todo entero a gozar plenamente de Ti
'". Javier regresó a Goa en busca de otros misioneros y volvió a la tierra
de los paravas con dos sacerdotes y un catequista indígena y con Francisco
Mansilhas a quienes dejó en diferentes puntos del país. El santo escribió a Mansilhas una serie de
cartas que constituyen uno de los documentos más importantes para comprender el
espíritu de Javier y conocer las dificultades con que se enfrentó.
El
Escándalo de los malos Cristianos: Espina en el Corazón.
Nada
podía desanimar a Francisco. "Si no encuentro una barca- dijo en una
ocasión- iré nadando". Al ver la
apatía de los cristianos ante la necesidad de evangelizar comentó: "Si en
esas islas hubiera minas de oro, los cristianos se precipitarían allá. Pero no
hay sino almas para salvar".
Deseaba contagiar a todos con su celo evangelizador.
El sufrimiento de los nativos a manos de los
paganos y de los portugueses se convirtió en lo que él describía como "una
espina que llevo constantemente en el corazón". En cierta ocasión, fue raptado un esclavo
indio y el santo escribió: "¿Les
gustaría a los portugueses que uno de los indios se llevase por la fuerza a un
portugués al interior del país?. Los
indios tienen idénticos sentimientos que los portugueses". Poco tiempo después, San Francisco Javier
extendió sus actividades a Travancore.
Algunos autores han exagerado el éxito que tuvo ahí, pero es cierto que
fue acogido con gran regocijo en todas las poblaciones y que bautizó a muchos
de los habitantes. En seguida, escribió
al P. Mansilhas que fuese a organizar la Iglesia entre los nuevos
convertidos.
En su tarea solía valerse
el santo de los niños, a quienes seguramente divertía mucho repetir a otros lo
que acababan de aprender de labios del misionero. Los badagas del norte cayeron sobre los
cristianos de Comoín y Tuticorín, destrozaron las poblaciones, asesinaron a
varios y se llevaron a otros muchos como esclavos. Ello entorpeció la obra misional del
santo. Según se cuenta, en cierta
ocasión, salió solo Javier al encuentro del enemigo, con el crucifijo en la
mano, y le obligó a detenerse. Por otra
parte, también los portugueses entorpecían la evangelización; así, por ejemplo, el comandante de la región
estaba en tratos secretos con los badagas.
A pesar de ello, cuando el propio comandante tuvo que salir huyendo,
perseguido por los badagas, San Francisco Javier escribió inmediatamente al P.
Mansilhas: "Os suplico, por el amor de Dios, que vayáis a prestarle
auxilio sin demora". De no haber
sido por los esfuerzos infatigables del santo, el enemigo hubiese exterminado a
los paravas.
Y hay que decir, en honor
de esa tribu, que su firmeza en la fe católica resistió a todos los embates.
El
reyezuelo de Jaffna (Ceilán del norte), al enterarse de los progresos que había
hecho el cristianismo en Manar, mandó asesinar ahí a 600 cristianos. El gobernador, Martín de Sousa, organizó una
expedición punitiva que debía partir de Negatapam. San Francisco Javier se dirigió a ese
sitio; pero la expedición no llegó a
partir, de suerte que el santo decidió emprender una peregrinación, a pie, al
santuario del Apóstol Santo Tomás en Milapur, donde había una reducida colonia
portuguesa a la que podía prestar sus servicios. Se cuentan muchas maravillas
de los viajes de San Francisco Javier. Además de la conversión de numerosos
pecadores públicos europeos, a los que se ganaba con su exquisita cortesía, se
le atribuyen también otros milagros.
Carta
de Protesta al Rey
En
1545, el santo escribió desde Cochín al rey de Portugal, en la que le daba
cuenta del estado de la misión. En ella habla del peligro en que estaban los
neófitos de volver al paganismo, "escandalizados y desalentados por las
injusticias y vejaciones que les imponen los propios oficiales de Vuestra
Majestad. Cuando nuestro Señor llame a Vuestra Majestad a juicio, oirá tal vez
Vuestra Majestad las palabras airadas del Señor: '¿Por qué no castigaste a aquellos de tus
súbitos sobre los que tenías autoridad y que me hicieron la guerra en la India?
' ".
El santo habla muy
elogiosamente del vicario general en las Indias, Don Miguel Vaz, y ruega al rey
que le envíe nuevamente con plenos poderes, una vez que éste haya rendido su
informe en Lisboa. "Como espero morir
en estas partes de la tierra y no volveré a ver a Vuestra Majestad en este
mundo, ruégole que me ayude con sus oraciones para que nos encontremos en el
otro, ciertamente estaremos más descansados que en éste".
San Francisco Javier repite sus alabanzas
sobre el vicario general en una carta al P. Simón Rodríguez, en donde habla
todavía con mayor franqueza acerca de los europeos: "No titubean en hacer
el mal, porque piensan que no puede ser malo lo que se hace sin dificultad y
para su beneficio. Estoy aterrado ante el número de inflexiones nuevas que se
dan aquí a la conjugación del verbo 'robar'"
Málaca
y el Gozo de Servir al Señor.
En la
primavera de 1545, San Francisco Javier partió para Malaca, donde pasó cuatro
meses. Malaca era entonces una ciudad
grande y próspera. Albuquerque la había conquistado para la corona portuguesa
en 1511 y, desde entonces, se había convertido en un centro de costumbres
licenciosas. Anticipándose a la moda que se introduciría varios siglos más
tarde, las jóvenes se paseaban en pantalones, sin tener siquiera la excusa de
que trabajaban como los hombres. El santo fue acogido en la ciudad con gran
reverencia y cordialidad, y tuvo cierto éxito en sus esfuerzos de reforma.
En los
dieciocho meses siguientes, es difícil seguirle los pasos. Fue una época muy activa y particularmente
interesante, pues la pasó en un mundo en gran parte desconocido, visitando
ciertas islas a las que él da el nombre genérico de Molucas y que es difícil
identificar con exactitud. Sabemos que predicó y ejerció el ministerio
sacerdotal en Amboina, Ternate, Gilolo y otros sitios, en algunos de los cuales
había colonia de mercaderes portugueses.
Aunque sufrió mucho en aquella misión, escribió a San Ignacio: "Los
peligros a los que me encuentro expuesto y los trabajos que emprendo por Dios,
son primavera de gozo espiritual. Estas
islas son el sitio del mundo en que el hombre puede más fácilmente perder la
vista de tanto llorar; pero se trata de lágrimas de alegría. No recuerdo haber gustado jamás tantas
delicias interiores y los consuelos no me dejan sentir el efecto de las duras
condiciones materiales y de los obstáculos que me oponen los enemigos
declarados y los amigos aparentes".
De vuelta a Malaca, el santo pasó ahí otros cuatro meses predicando. Antes
de volver a la India, oyó hablar del Japón a unos mercaderes portugueses y
conoció personalmente a un fugitivo del Japón, llamado Anjiro. Javier desembarcó nuevamente en la India, en
enero de 1548.
Pasó
los siguientes quince meses viajando sin descanso entre Goa, Ceilán y Cabo de
Comorín, para consolidar su obra (sobre todo el "Colegio Internacional de
San Pablo" en Goa) y preparar su partida al misterioso Japón, en el que
hasta entonces no había penetrado ningún europeo. Escribió la última carta al rey
Juan III, a propósito de un obispo armenio y de un fraile franciscano. En ella
decía: "La experiencia me ha enseñado que Vuestra Majestad tiene poder
para arrebatar a las Indias sus riquezas y disfrutar de ellas, pero no lo tiene
para difundir la fe cristiana".
Japón
En
abril de 1549, partió de la India, acompañado por otro sacerdote de la Compañía
de Jesús y un hermano coadjutor, por Anjiro (que había tomado el nombre de
Pablo) y por otros dos japoneses que se habían convertido al cristianismo. El día de la fiesta de la Asunción
desembarcaron en Kagoshima, Japón. En Kagoshima, los habitantes los dejaron en
paz. San Francisco Javier se dedicó a
aprender el japonés lo cual no era nada fácil para él. Sin embargo logró
traducir al japonés una exposición muy sencilla de la doctrina cristiana que
repetía a cuantos se mostraban dispuestos a escucharle. Al cabo de un año de
trabajo, había logrado unas cien conversiones.
Ello provocó las sospechas de las autoridades, las cuales le prohibieron
que siguiese predicando. Entonces, el
santo decidió trasladarse a otro sitio con sus compañeros, dejando a Pablo al
cuidado de los neófitos. Antes de partir
de Kagashima, fue a visitar la fortaleza de Ichku; ahí convirtió a la esposa
del jefe de la fortaleza, al criado de ésta, a algunas personas más y dejó la
nueva cristiandad al cargo del criado.
Diez años más tarde, Luis de Almeida, médico y hermano coadjutor de la
Compañía de Jesús, encontró en pleno fervor a esa cristiandad aislada.
San
Francisco Javier se trasladó a Hirado, al norte de Nagasaki. El gobernador de la ciudad acogió bien a los
misioneros, de suerte que en unas cuantas semanas pudieron hacer más de lo que
había hecho en Kagoshima en un año. El
santo dejó esa cristiandad a cargo del P. de Torres y partió con el hermano
Fernández y un japonés a Yamaguchi, en Honshu.
Ahí predicó en las calles y delante del gobernador; pero no tuvo ningún
éxito y las gentes de la región se burlaron de él.
Javier
quería ir a Miyako (Kioto), que era entonces la principal ciudad del
Japón. Después de trabajar un mes en
Yamaguchi, donde apenas cosechó algo más que afrentas, prosiguió el viaje con
sus dos compañeros. Como el mes de
diciembre estaba ya muy avanzado, los aguaceros, la nieve y los abruptos
caminos hicieron el viaje muy penoso. En febrero, llegaron los misioneros a
Miyako. Ahí se enteró el santo de que para tener una entrevista con el mikado
necesitaba pagar una suma mucho mayor a la que poseía.
Por otra parte, como una guerra civil hacía
estragos en la ciudad, San Francisco Javier comprendió que, por el momento, no
podía hacer ningún bien ahí, por lo cual volvió a Yamaguchi, quince días
después. Viendo que la pobreza de su persona se convertía en un obstáculo para
llegar al gobernador, se vistió con gran pompa y fue al gobernador escoltado
por sus compañeros, con toda la regalía de su título de embajador de Portugal.
Le entregó las cartas que le habían dado para el caso las autoridades de la
India y le regaló una caja de música, un reloj y unos anteojos, entre otras
cosas. El gobernador quedó encantado con
esos regalos, dio al santo permiso de predicar y le cedió un antiguo templo
budista para que se alojase mientras estuviese ahí. Habiendo obtenido así la
protección oficial, San Francisco Javier predicó con gran éxito y bautizó a
muchas personas.
Habiéndose
enterado de que un navío portugués había atracado en Funai (Oita) de Kiushu, el
santo partió para allá y resolvió partir en ese barco a visitar sus comunidades
cristianas en la India antes de hacer el deseado viaje a China. Los cristianos del Japón, que eran ya unos
2000 quedaron al cuidado del P. Cosme de Torres y del hermano Fernández. A pesar de las dificultades que sufrió, San
Francisco Javier opinaba que "no hay entre los infieles ningún pueblo más
bien dotado que el japonés".
Regreso
a la India y expedición a la China
La
cristiandad había prosperado en la India durante la ausencia de Javier; pero
también se habían multiplicado las dificultades y los abusos, tanto entre los
misioneros como entre las autoridades portuguesas, y todo ello necesitaba
urgentemente la atención del santo. Francisco Javier emprendió la tarea con
tanta caridad como firmeza. Cuatro meses después, el 25 de abril de 1552, se
embarcó nuevamente, llevando por compañeros a un sacerdote y un estudiante
jesuitas, un criado indio y un joven chino que hubiera sido su intérprete si no
hubiese olvidado su lengua natal. En Malaca, el santo fue recibido por Diego
Pereira, a quien el virrey de la India había nombrado embajador ante la corte
de China.
San
Francisco tuvo que hablar en Malaca sobre dicha embajada con Don Álvaro de
Ataide, hijo de Vasco de Gama, que era el jefe en la marina de la región. Como
Álvaro de Ataide era enemigo personal de Diego Pereira, se negó a dejar partir
Pereira y a Francisco Javier, tanto en calidad de embajador como de
comerciante. Ataide no se dejó convencer por los argumentos de Francisco
Javier, ni siquiera cuando éste le mostró el breve de Paulo III por el que
había sido nombrado nuncio apostólico. Por el hecho de oponer obstáculos a un
nuncio pontificio, Ataide incurría en la excomunión. Finalmente, Ataide
permitió que Francisco Javier partiese a la China. El santo envió al Japón al
sacerdote jesuita y sólo conservó a su lado al joven chino, que se llamaba
Antonio. Con su ayuda, esperaba poder introducirse furtivamente en China, que
hasta entonces había sido inaccesible a los extranjeros. A fines de agosto de
1552, la expedición llegó a la isla desierta de Sancián (Shang-Chawan) que
dista unos veinte kilómetros de la costa y está situada a cien kilómetros al
sur de Hong Kong.
Muerte
a las Puertas de China
Por
medio de una de las naves, Francisco Javier escribió desde ahí varias
cartas. Una de ellas iba dirigida a
Pereira, a quien el santo decía:
"Si hay alguien que merezca que Dios le premie en esta empresa,
sois vos. Y a vos se deberá su
éxito". En seguida, describía las
medidas que había tomado: con mucha dificultad y pagando generosamente, había
conseguido que un mercader chino se comprometiese a desembarcar de noche en
Cantón, no sin exigirle que jurase que no revelaría su nombre a nadie. En tanto
que llegaba la ocasión de realizar el proyecto, Javier cayó enfermo. Como sólo
quedaba uno de los navíos portugueses, el santo se encontró en la miseria. En
su última carta escribió: "Hace mucho tiempo que no tenía tan pocas ganas
de vivir como ahora".
El mercader chino no
volvió a presentarse. El 21 de noviembre, el santo se vio atacado por
una fiebre y se refugió en el navío. Pero el movimiento del mar le hizo daño,
de suerte que al día siguiente pidió que le trasportasen de nuevo a tierra. En
el navío predominaban los hombres de Don Álvaro de Ataide, los cuales, temiendo
ofender a éste, dejaron a Javier en la playa, expuesto al terrible viento del
norte. Un compasivo comerciante portugués le condujo a su cabaña, tan
maltrecha, que el viento se colaba por las rendijas.
Ahí estuvo Francisco
Javier, consumido por la fiebre. Sus amigos le hicieron algunas sangrías, sin
éxito alguno. Entre los espasmos del delirio, el santo oraba constantemente.
Poco a poco, se fue debilitando. El sábado 3 de diciembre, según escribió
Antonio, "viendo que estaba moribundo, le puse en la mano un cirio
encendido. Poco después, entregó el alma a su creador y Señor con gran paz y
reposo, pronunciando el nombre de Jesús". San Francisco Javier tenía
entonces cuarenta y seis años y había pasado once en el oriente. Fue sepultado
el domingo por la tarde. Al entierro asistieron Antonio, un portugués y dos
esclavos.
Su
cuerpo se conserva incorrupto
Uno de
los tripulantes del navío había aconsejado que se llenase de barro el féretro
para poder trasladar más tarde los restos. Diez semanas después, se procedió a
abrir la tumba. Al quitar el barro del rostro, los presentes descubrieron que se
conservaba perfectamente fresco y que no había perdido el color; también el
resto del cuerpo estaba incorrupto y sólo olía a barro.
El cuerpo fue
trasladado a Malaca, donde todos salieron a recibirlo con gran gozo, excepto
Don Álvaro de Ataide. Al fin del año,
fue trasladado a Goa, donde los médicos comprobaron que se hallaba incorrupto.
Ahí reposa todavía, en la iglesia del Buen Jesús.
Francisco
Javier fue canonizado en 1622, al mismo tiempo que Ignacio de Loyola, Teresa de
Ávila, Felipe Neri e Isidro Labrador.
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