EL
CRUCIFIJO QUE HABLÓ A SAN FRANCISCO (El Cristo de San Damiano)
Tabla
Bizantina de pintor anónimo del siglo XII Asís, Iglesia de Santa Clara desde
126O. Para una descripción detallada, repique sobre la imagen del Crucifijo.
El
presente texto es el comentario de un montaje audio-visual, no comercializado,
sobre el Crucifijo de San Damián.
El
crucifijo de San Damián es un icono de Cristo glorioso. Es el fruto de una
reposada meditación, de una detenida contemplación, acompañada de un tiempo de
ayuno.
El
icono fue pintado sobre tela, poco después del 1100, y luego pegado sobre
madera. Obra de un artista desconocido del valle de la Umbría, se inspira en el
estilo románico de la época y en la iconografía oriental. Esta cruz, de 2'10
metros de alto por 1'30 de ancho, fue realizada para la iglesita de San Damián,
de Asís. Quien la pintó, no sospechaba la importancia que esta cruz iba a tener
hoy para nosotros. En ella expresa toda la fe de la Iglesia. Quiere hacer
visible lo invisible. Quiere adentrarnos, a través y más allá de la imagen, los
colores, la belleza, en el misterio de Dios.
El
de San Damián es, se dice, el crucifijo más difundido del mundo. Es un tesoro
para la familia franciscana.
A
lo largo de siglos y generaciones, hermanos y hermanas de la familia
franciscana se han postrado ante este crucifijo, implorando luz para cumplir su
misión en la Iglesia.
Tras
de ellos, y siguiendo su ejemplo, incorporémonos a la mirada de Francisco y
Clara. ¡Si este Cristo nos hablara también hoy a nosotros! Orémosle.
Escuchémosle. Dirijámonos a él con las mismas palabras de Francisco:
«Sumo,
glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza
cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para cumplir tu santo
y verdadero mandamiento».
A
la primera ojeada, descubrimos de inmediato la figura central: Cristo. Es el
personaje dimensionalmente más importante. Tapa gran parte de la Cruz. Además,
y sobre todo, se destaca sobre el fondo: Cristo, y sólo Él, está repleto de
luz. Todo su cuerpo es luminoso. Resalta sobre los demás personajes, está como
delante. Tras sus brazos y sus pies, el color negro simboliza la tumba vacía:
la oscuridad es signo de las tinieblas.
La
luz que inunda el cuerpo de Cristo, brota del interior de su persona. Su cuerpo
irradia claridad y viene a iluminarnos. Acuden a nuestra mente las palabras de
Jesús: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad,
sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Cuánta razón tenía Francisco cuando
oraba: «Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón».
Estamos
ante un Cristo inspirado en el evangelio de san Juan. Es el Cristo Luz, y
también el Cristo Glorioso. Sin tensiones ni dolor, está de pie sobre la Cruz.
No pende de ella. Su cabeza no está tocada con una corona de espinas; lleva una
corona de Gloria.
Nos
hallamos al otro lado de la realidad histórica, de la corona de espinas que
existió algunas horas y de los sufrimientos que le valieron la corona de
Gloria. Mirándole, pensamos acaso en su muerte, en sus dolores, de los que
aparecen varias huellas: la sangre, los clavos, la llaga del costado; y, sin
embargo, estamos allende la muerte. Contemplamos al Cristo glorioso, viviente.
¿No
nos recuerda que todos nuestros sufrimientos, un día, serán transformados en
gloria?
Cristo
denota también donación, abandono confiado en el Padre. Dice en el evangelio de
san Juan: «... Yo doy mi vida... Nadie me la quita; yo la doy
voluntariamente... Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos»
(Jn 10,17-18; 15,13). He aquí al Cristo que se entrega, que se da. Parece
ofrecerse, dispuesto a todo, confiado en el Padre.
¿No
nos invita a seguir sus huellas, a entregarnos nosotros también, a dar la
propia vida?
Es
también un Cristo que acoge al mundo. Tiene sus brazos extendidos, como
queriendo abrazar al universo.
Sus
manos permanecen abiertas, como para cobijarnos y anidarnos en ellas. Están
también abiertas hacia arriba, invitándonos a mirar, más allá de nosotros, en
dirección al cielo. ¿No están abiertas también para ayudarnos, para sostener
nuestros pasos y levantarnos tras nuestras caídas?
El
rostro de Cristo
El
rostro de Cristo es un rostro sereno, sosegado. En línea con la bella tradición
de los iconos, tiene los ojos grandes, pequeña la boca, casi invisibles las
orejas. ¿Por qué? En la contemplación del Padre, en el mundo de la Gloria, ya
no hace falta la palabra, ni hay ya que escuchar. Basta con ver, con mirar, con
amar. Como Cristo contemplando a su Padre.
Tiene
los ojos muy abiertos. Miran a través nuestro a todos los hombres. Su mirada
envuelve a quienes están cerca, a quienes le contemplan, pero está, a la vez,
atenta a todos. «Ésta es mi sangre derramada por vosotros y por la multitud»
(cf. Mt 26,28). Con su mirada alcanza a todas las generaciones, a los hombres
de hoy, a todos los que serán. Viene a salvarlos a todos.
La
parte superior del icono
En
primer lugar, de abajo arriba, una inscripción sobre una línea roja y otra
negra, con las palabras: «Iesus Nazarenus Rex Iudeorum», «Jesús Nazareno, el
Rey de los judíos». Este texto nos remite explícitamente al evangelio de san
Juan (Jn 19,19). Los otros evangelistas dicen: «Jesús, el Rey de los judíos».
El icono cita, pues, el texto de Juan con la palabra Nazareno. Un simple
detalle, pero un detalle importante para Francisco. Nazareno es el recuerdo de
la vida pobre, escondida y laboriosa de Jesús. Jesús trabajó con sus manos. El
que está en la gloria, el que es toda Luz, pasó por la pobreza de Nazaret, por
el trabajo humano.
Sobre
el rótulo, un círculo. En el círculo, un personaje: el Cristo de la Ascensión.
Observemos
su impulso. Se eleva. Parece subir una escalera. Abandona el sepulcro,
representado en la oscuridad que cerca al círculo. Va hacia su Padre. Lleva en
la mano izquierda una cruz dorada, signo de su victoria sobre el pecado. Alarga
la mano derecha en dirección al Padre.
La
cabeza de Cristo está fuera del círculo. Y eso que el círculo, en la
iconografía, es símbolo de perfección, de plenitud. Pero la perfección y
plenitud humanas no pueden abarcar a Cristo. Cristo rebasa toda plenitud. Por
eso está su rostro por encima del círculo.
A
izquierda y a derecha, unos ángeles. Miran a Cristo que entra en la gloria. Son
rostros felices. Cristo se alegra con ellos, y sigue vuelto hacia todos, sin
dejar de mirar al Padre. En su Ascensión y Gloria, Jesús prosigue su misión de
Salvador.
El
semicírculo del ápice de la cruz
Un
círculo, del que se ve sólo la parte inferior. La otra es invisible. Este
círculo simboliza al Padre. El Padre, conocido por lo que Cristo nos ha
revelado de Él, sigue siendo, como dice Francisco, el incognoscible, el
insondable, el todo Otro.
Por
eso vemos sólo un semicírculo. El resto, nadie lo conoce. Es el misterio de
Dios, incomprensible para nosotros hoy.
En
el semicírculo, una mano con dos dedos extendidos. Es la mano del Padre que
envía a su Hijo al mundo y, a la vez, lo recibe en la gloria.
Los
dos dedos pueden tener un doble significado: recuerdan las dos naturalezas de
Cristo, hombre y Dios. Así es el Hijo del Padre. O bien, indican al Espíritu
Santo. Decimos en el Veni Creator: «Digitus Paternae dexterae»: «El dedo de la
diestra del Padre». Así se denomina al Espíritu Santo. En su discurso de
apertura del Concilio IV de Letrán, en tiempo de Francisco, Inocencio III habla
del Espíritu Santo llamándolo dedo de Dios.
Asombra
observar cómo este icono evoca el entero misterio de la Trinidad: Francisco no
podía contemplar a Cristo sin asociar al Padre y al Espíritu. La contemplación
de este icono le ayudó, quizás, a atisbar la plenitud de Dios.
¿Y
nosotros? ¿Nos dejamos guiar por el Espíritu para calar en el misterio de Dios?
Los
brazos de la cruz
Bajo
cada mano y antebrazo de Cristo hay dos ángeles. La sangre de las llagas los
purifica, y se derrama por el brazo sobre los personajes situados más abajo.
Todos son salvados por la Pasión.
En
los extremos de los brazos de la cruz, dos personajes parecen llegar. Señalan
con la mano el sepulcro vacío, simbolizado por la oscuridad de detrás de los
brazos de Cristo: ¿No serán las mujeres que llegan al sepulcro para embalsamar
el cuerpo y a quienes los dos ángeles les muestran a Cristo Glorioso?
A
los lados de Cristo
A
los flancos de Cristo hay cinco personajes íntimamente unidos a Él. Estamos en
el evangelio de Juan: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de
su madre María la mujer de Cleofás y María Magdalena» (Jn 19,25).
Acerquémonos
a estos personajes, cuyos nombres figuran al pie de sus imágenes.
A
la derecha de Cristo están María y Juan. Juan está al lado mismo de Cristo,
como en la Cena. Él fue quien vio atravesar su costado y salir sangre y agua de
la llaga, y quien lo atestiguó veraz (Jn 19,35).
María,
grave el rostro, está serena: ningún rastro exagerado de dolor; la suya es
realmente la serenidad de la creyente que espera confiada al pie de la cruz y
cuya esperanza no queda defraudada. Acerca su mano izquierda hasta el mentón.
En la tradición del icono, este gesto significa dolor, asombro, reflexión. Con
la mano derecha señala a Cristo. Juan hace el mismo gesto y mira a María como
preguntándole el sentido de los hechos.
¿No
se contiene, en esta pintura y en estas actitudes, toda una enseñanza sobre el
papel de María, que nos conduce a Cristo y nos ayuda a comprenderlo?
¿No
entendió así Francisco el cometido de María? ¿Y nosotros? ¿Le reconocemos a
María su verdadero papel: el de enseñarnos a conocer a Cristo?
Al
flanco izquierdo de Cristo hay tres personajes: dos mujeres y un hombre. Cabe
Cristo, María Magdalena y María, la madre de Santiago el Menor: las dos mujeres
que llegaron primero al sepulcro la mañana de Pascua. Con la mano izquierda en
el mentón, María Magdalena manifiesta su dolor, en tanto que la otra María, la
madre de Santiago, le apunta con la mano a Jesús resucitado, invitándola a no
encerrarse en su propio sufrimiento.
Junto
a las dos mujeres, un hombre: el centurión romano que estuvo frente a Cristo y,
al ver «que había expirado de esa manera, dijo: "Verdaderamente este
hombre era Hijo de Dios"» (Mc 14,39). Es el modelo de todos los creyentes.
Parece sostener en su mano izquierda el rollo en el que estaba escrita la
condena. Con su mano derecha, y sus tres dedos levantados, enuncia su Fe en
Dios Trino: Padre, Hijo y Espíritu.
Por
encima del hombro izquierdo del centurión romano asoma una cabeza pequeñita, y
detrás, como un eco, otras cabezas. ¿No será la multitud, todos los creyentes
que venimos a contemplar a Cristo para entrar en su misterio y reavivar nuestra
fe?
A
los pies de María, un personaje más pequeño. Leemos su nombre: Longino. Es el
soldado romano. Mira a Cristo, y sostiene en la mano la lanza que le traspasó
el costado.
Al
otro flanco, a los pies del centurión, otro personajito. Apoya la mano en la
cadera, y parece mofarse de Cristo crucificado. Sus vestidos hacen pensar en el
jefe de la sinagoga. Su rostro aparece de perfil. Detalle sorprendente en un
icono, cuyos personajes generalmente están de frente con la cara iluminada.
Este hombre no ha alcanzado todavía la luz de Cristo. Es menester que la otra
parte de su rostro, la que no se ve, salga de la oscuridad y sea iluminada por
la Resurrección.
A
los pies de Cristo
En
el pie de la cruz, a la derecha, hay dos personajes: Pedro, con una llave, y
Pablo. Debía haber otros. El tiempo los ha borrado. Eran, quizá, santos del
Antiguo Testamento, o san Damián, patrono de esta iglesita, tal vez también san
Rufino, patrono de la catedral de Asís. La sangre de las llagas se difunde
sobre ellos y los purifica.
Sobre
Pedro, a media altura frente a la pierna izquierda de Cristo, un gallo en
actitud desafiante. Evoca la negación, la de Pedro y las nuestras. Es el
símbolo, igualmente, del alba nueva. Saluda con su canto los primeros rayos del
sol y nos invita a todos a salir del sueño para adentrarnos en la luz de Jesús
resucitado.
El
Cristo de San Damián, recién contemplado, contiene una asombrosa densidad
teológica. En él encontramos la evocación del Misterio Trinitario y la plenitud
de Cristo, encarnado, muerto y resucitado. Unido a los suyos en el cielo por la
Ascensión, sigue permanentemente vuelto hacia nosotros. Su Misión es salvarnos
a todos. Estamos ante el Misterio Pascual total.
Cristo
no está solo sobre la cruz. Está en medio de un pueblo, simbolizado en los
personajes que lo rodean y atestiguan su resurrección. Hoy, también, sigue vivo
en medio de su Iglesia. Invita, a quienes les contemplamos, a ser sus testigos.
¿Oímos
su llamada?
Francisco
miró, interrogó con detención a este crucifijo. Y se le convirtió en camino que
lo condujo a la contemplación de su Señor. Fue el punto de partida de su
Misión: «Ve y repara mi Iglesia».
Francisco,
además, siempre se dejó educar por cuanto veía (la creación, los leprosos, sus
hermanos...). ¿No aprendió mucho demorando con frecuencia su mirada reposada
sobre este icono?
Su
biógrafo Celano dice que este Cristo habló a Francisco. Ahora podemos
comprender mejor el sentido de esta frase y dejarnos captar por Cristo, para
participar también en la construcción de la Iglesia, tras las huellas de
Francisco.
Escudos
Franciscanos
Existen
varios escudos franciscanos, entre ellos tenemos los más conocidos son el de
los brazos de Cristo y Francisco con la Cruz en el fondo, en este caso una tao.
Otro es el de los racimos de uvas que representan las cinco Llagas de Cristo.
4 comentarios:
gracias por creae esta pagina .. hoy encontré esta cruz y sabia q algo me estaba diciendo !!
Gracias a vos, Adriana, por seguir el blog. Es una alegría saber que lo que uno publica le sirve a otro. Dios y nuestra Buena Madre te protejan y guíen. Paz y Bien.
Buenas noches... yo adquirir esta hermosa Cruz en metal repujado y quise saber su significado. Mil gracias....
Hola Mauricio y gracias por escribir. No comprendo bien tu pregunta, pero si se trata del significado de cada una de las partes de la cruz de San Damiano, en el artículo te las explico. Un cordial saludo.
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