JUNTO A TODA LA IGLESIA, CELEBRAMOS LA CANONIZACIÓN DE ESTOS DOS HOMBRES DE DIOS.
GRACIAS QUERIDO PAPA FRANCISCO POR ESTE REGALO.
Juan XXIII
(Sotto il Monte, 1881 - Roma,
1963) Pontífice romano, de nombre Angelo Giuseppe Roncalli. Era el tercer hijo
de los once que tuvieron Giambattista Roncalli y Mariana Mazzola, campesinos de
antiguas raíces católicas, y su infancia transcurrió en una austera y honorable
pobreza. Parece que fue un niño a la vez taciturno y alegre, dado a la soledad
y a la lectura. Cuando reveló sus deseos de convertirse en sacerdote, su padre pensó
muy atinadamente que primero debía estudiar latín con el viejo cura del vecino
pueblo de Cervico, y allí lo envió.
Lo cierto es que, más tarde,
el latín del papa Roncalli nunca fue muy bueno; se cuenta que, en una ocasión,
mientras recomendaba el estudio del latín hablando en esa misma lengua, se
detuvo de pronto y prosiguió su charla en italiano, con una sonrisa en los
labios y aquella irónica candidez que le distinguía rebosando por sus ojos.
Por fin, a los once años
ingresaba en el seminario de Bérgamo, famoso entonces por la piedad de los
sacerdotes que formaba más que por su brillantez. En esa época comenzaría a
escribir su Diario del alma, que continuó prácticamente sin interrupciones
durante toda su vida y que hoy es un testimonio insustituible y fiel de sus
desvelos, sus reflexiones y sus sentimientos.
En 1901, Roncalli pasó al
seminario mayor de San Apollinaire reafirmado en su propósito de seguir la
carrera eclesiástica. Sin embargo, ese mismo año hubo de abandonarlo todo para
hacer el servicio militar; una experiencia que, a juzgar por sus escritos, no
fue de su agrado, pero que le enseñó a convivir con hombres muy distintos de
los que conocía y fue el punto de partida de algunos de sus pensamientos más
profundos.
El futuro Juan XXIII celebró
su primera misa en la basílica de San Pedro el 11 de agosto de 1904, al día
siguiente de ser ordenado sacerdote. Un año después, tras graduarse como doctor
en Teología, iba a conocer a alguien que dejaría en él una profunda huella:
monseñor Radini Tedeschi. Este sacerdote era al parecer un prodigio de mesura y
equilibrio, uno de esos hombres justos y ponderados capaces de deslumbrar con
su juicio y su sabiduría a todo ser joven y sensible, y Roncalli era ambas
cosas. Tedeschi también se sintió interesado por aquel presbítero entusiasta y
no dudó en nombrarlo su secretario cuando fue designado obispo de Bérgamo por
el papa Pío X. De esta forma, Roncalli obtenía su primer cargo importante.
Dio comienzo entonces un
decenio de estrecha colaboración material y espiritual entre ambos, de máxima
identificación y de total entrega en común. A lo largo de esos años, Roncalli
enseñó historia de la Iglesia, dio clases de Apologética y Patrística, escribió
varios opúsculos y viajó por diversos países europeos, además de despachar con
diligencia los asuntos que competían a su secretaría. Todo ello bajo la
inspiración y la sombra protectora de Tedeschi, a quien siempre consideró un
verdadero padre espiritual.
En 1914, dos hechos
desgraciados vinieron a turbar su felicidad. En primer lugar, la muerte
repentina de monseñor Tedeschi, a quien Roncalli lloró sintiendo no sólo que él
perdía un amigo y un guía, sino que a la vez el mundo perdía un hombre
extraordinario y poco menos que insustituible. Además, el estallido de la Primera
Guerra Mundial fue un golpe para sus ilusiones y retrasó todos sus proyectos y
su formación, pues hubo de incorporarse a filas inmediatamente. A pesar de
todo, Roncalli aceptó su destino con resignación y alegría, dispuesto a servir
a la causa de la paz y de la Iglesia allí donde se encontrase. Fue sargento de
sanidad y teniente capellán del hospital militar de Bérgamo, donde pudo
contemplar con sus propios ojos el dolor y el sufrimiento que aquella guerra
terrible causaba a hombres, mujeres y niños inocentes.
Concluida la contienda, fue
elegido para presidir la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y pudo
reanudar sus viajes y sus estudios. Más tarde, sus misiones como visitador
apostólico en Bulgaria, Turquía y Grecia lo convirtieron en una especie de
embajador del Evangelio en Oriente, permitiéndole entrar en contacto, ya como
obispo, con el credo ortodoxo y con formas distintas de religiosidad que sin
duda lo enriquecieron y le proporcionaron una amplitud de miras de la cual la
Iglesia Católica no iba a tardar en beneficiarse.
Durante la Segunda Guerra
Mundial, Roncalli se mantuvo firme en su puesto de delegado apostólico,
realizando innumerables viajes desde Atenas y Estambul, llevando palabras de
consuelo a las víctimas de la contienda y procurando que los estragos
producidos por ella fuesen mínimos. Pocos saben que si Atenas no fue
bombardeada y todo su fabuloso legado artístico y cultural destruido, ello se
debe a este en apariencia insignificante cura, amable y abierto, a quien no
parecían interesar mayormente tales cosas.
Una vez finalizadas las
hostilidades, fue nombrado nuncio en París por el papa Pío XII. Se trataba de
una misión delicada, pues era preciso afrontar problemas tan espinosos como el
derivado del colaboracionismo entre la jerarquía católica francesa y los
regímenes pronazis durante la guerra. Empleando como armas un tacto admirable y
una voluntad conciliadora a prueba de desaliento, Roncalli logró superar las
dificultades y consolidar firmes lazos de amistad con una clase política
recelosa y esquiva.
En 1952, Pío XII le nombró
patriarca de Venecia. Al año siguiente, el presidente de la República Francesa,
Vicent Auriol, le entregaba la birreta cardenalicia. Roncalli brillaba ya con
luz propia entre los grandes mandatarios de la Iglesia. Sin embargo, su
elección como papa tras la muerte de Pío XII sorprendió a propios y extraños.
No sólo eso: desde los primeros días de su pontificado, comenzó a comportarse
como nadie esperaba, muy lejos del envaramiento y la solemne actitud que había
caracterizado a sus predecesores.
Para empezar, adoptó el nombre
de Juan XXIII, que además de parecer vulgar ante los León, Benedicto o Pío, era
el de un famoso antipapa de triste memoria. Luego, abordó su tarea como si se
tratase de un párroco de aldea, sin permitir que sus cualidades humanas
quedasen enterradas bajo el rígido protocolo, del que muchos papas habían sido
víctimas. Ni siquiera ocultó que era hombre que gozaba de la vida, amante de la
buena mesa, de las charlas interminables, de la amistad y de las gentes del
pueblo.
Como pontífice dio un nuevo
planteamiento al ecumenismo católico con el Secretariado para la Unidad de los
Cristianos y el acogimiento en Roma de los supremos jerarcas de cuatro Iglesias
protestantes. Su pontificado abrió nuevas perspectivas a la vida de la Iglesia
y, aunque no se dieron cambios radicales en la estructura eclesiástica,
promovió una renovación profunda de las ideas y las actitudes.
Su propósito pronto fue claro
para todos: poner al día la Iglesia, adecuar su mensaje a los tiempos modernos
enmendando pasados yerros y afrontando los nuevos problemas humanos, económicos
y sociales. Para conseguirlo, Juan XXIII dotó a la comunidad cristiana de dos
herramientas extraordinarias: las encíclicas Mater et Magistra y Pacem in
terris. En la primera explicitaba las bases de un orden económico centrado en
los valores del hombre y en la atención de las necesidades, hablando claramente
del concepto "socialización" y abriendo para los católicos las
puertas de la intervención en unas estructuras socioeconómicas que debían ser
cada vez más justas.
En la segunda se delineaba una
visión de paz, libertad y convivencia ciudadana e internacional vinculándola al
amor que Cristo manifestó por el género humano en la Última Cena. Ambas
encíclicas suponían una revolución copernicana en la visión católica de los
problemas temporales, pues aceptaban la herencia de la Revolución Francesa y de
la democracia moderna, haciendo de la dignidad del hombre el centro de todo
derecho, de toda política y de toda dinámica social o económica.
Poco antes de su muerte,
acaecida el 3 de junio de 1963, Juan XXIII aún tuvo el coraje de convocar un
nuevo concilio que recogiese y promoviese esta valerosa y necesaria puesta al
día de la Iglesia: el Concilio Vaticano II. A través de él, el papa Roncalli se
proponía, según sus propias palabras, "elaborar una nueva Teología de los
misterios de Cristo, del mundo físico,
del tiempo y las relaciones temporales, de la historia, del pecado, del
hombre, del nacimiento, de los alimentos y la bebida, del trabajo, de la vista,
del oído, del lenguaje, de las lágrimas y de la risa, de la música y de la
danza, de la cultura, de la televisión, del matrimonio y de la familia, de los
grupos étnicos y del Estado, de la humanidad toda".
Se trataba de una tarea de
titanes que sólo un hombre como Juan XXIII fue capaz de concebir e impulsar, y
que sus herederos recibirían como un legado a la vez imprescindible y
comprometedor. Pablo VI, su sucesor y amigo, declaró tras ser elegido nuevo
pontífice que la herencia del papa Juan no podía quedar encerrada en su ataúd.
Él se atrevió a cargarla sobre sus hombros y pudo comprobar que no era ligera.
Juan Pablo II
(Wadowice, Cracovia, 1920 -
Roma, 2005) Sacerdote polaco, de nombre Karol Wojtyla, elegido Papa en octubre
de 1978 mientras ocupaba el puesto de cardenal-arzobispo de Cracovia; fue el
primer pontífice no italiano en más de cuatro siglos.
Era hijo de un oficial de la
administración del Ejército polaco y de una maestra de escuela. De joven
practicó el atletismo, el fútbol y la natación. Fue también un estudiante
excelente, y presidió diversos grupos estudiantiles. Desarrolló, además, una
gran pasión por el teatro, y durante algún tiempo aspiró a estudiar Literatura
y convertirse en actor profesional.
Durante la ocupación nazi,
compaginó sus estudios y su labor de actor, con el trabajo de obrero en una
fábrica, para mantenerse y para evitar su deportación o encarcelamiento. Fue
miembro activo de la UNIA, organización democrática clandestina que ayudaba a
muchos judíos a encontrar refugio y escapar de la persecución nazi.
En tales circunstancias, la
muerte de su padre le causó un profundo dolor. La lectura de San Juan de la
Cruz, que entonces buscó como consuelo, y la heroica conducta de los curas
católicos que morían en los campos de concentración nazi fueron decisivas para
que decidiera seguir el camino de la fe.
Mientras se recuperaba de un
accidente, el futuro pontífice decidió seguir su vocación religiosa, y en 1942
comenzó sus estudios sacerdotales. Ordenado sacerdote el 1.º de noviembre de
1946, amplió sus estudios en Roma y obtuvo el doctorado en Teología en el
Pontifico Ateneo Angelicum. De regreso a Polonia, desarrolló una doble tarea,
por un lado pastoral, llevada a cabo en diversas parroquias obreras de
Cracovia, y por otro lado intelectual, impartiendo clases de Ética en la
Universidad Católica de Lublin y en la Facultad de Teología de Cracovia.
En 1958 fue nombrado auxiliar
del arzobispo de Cracovia, a quien sucedió en 1964. Ya en esa época, era un
líder visible que a menudo asumía posiciones críticas contra el comunismo y los
funcionarios del gobierno polaco. Durante el Concilio Vaticano II destacó por
sus intervenciones sobre el esquema eclesiástico y el texto sobre la Iglesia en
el mundo contemporáneo.
En 1967 el Papa Pablo VI lo
nombró cardenal, y el 16 de octubre de 1978, a la edad de cincuenta y ocho
años, fue elegido para suceder al papa Juan Pablo I, fallecido tras treinta y
cuatro días de pontificado. De este modo, se convirtió en el primer Papa no
italiano desde 1523 y en el primero procedente de un país del bloque comunista.
Desde sus primeras encíclicas,
Redemptoris hominis (1979), y Dives in misericordia (1980), exaltó el papel de
la Iglesia como maestra de los hombres y destacó la necesidad de una fe
robusta, arraigada en el patrimonio teológico tradicional, y de una sólida
moral, sin mengua de una apertura cristiana al mundo del siglo XX. Denunció la
Teología de la Liberación, criticó la relajación moral y proclamó la unidad
espiritual de Europa.
El 13 de mayo de 1981 sufrió
un grave atentado en la Plaza de San Pedro del Vaticano, donde resultó herido
por los disparos del terrorista turco Mehmet Ali Agca. A raíz de este suceso,
el Papa tuvo que permanecer hospitalizado durante dos meses y medio. El 13 de
mayo de 1982 sufrió un intento de atentado en el Santuario de Fátima durante su
viaje a Portugal. Sin embargo, el pontífice continuó con su labor
evangelizadora, visitando incansablemente diversos países, en especial los
pueblos del Tercer Mundo (África, Asia y América del Sur).
Igualmente, siguió manteniendo
contactos con numerosos líderes religiosos y políticos, destacando siempre por
su carácter conservador en cuestiones sociales y por su resistencia a la
modernización de la institución eclesiástica. Entre sus encíclicas cabe mencionar:
Laborem exercens (El hombre en su trabajo, 1981); Redemptoris mater (La madre
del Redentor, 1987); Sollicitudo rei socialis (La preocupación social, 1987);
Redemptoris missio (La misión del Redentor, 1990) y Centessimus annus (El
centenario, 1991).
Entre sus exhortaciones y
cartas apostólicas destacan Catechesi tradendae (Sobre la catequesis, hoy,
1979); Familiaris consortio (La familia, 1981); Salvifici doloris (El dolor
salvífico, 1984); Reconciliato et paenitentia (Reconciliación y penitencia,
1984); Mulieris dignitatem (La dignidad de la mujer, 1988); Christifidelis
laici (Los fieles cristianos, 1988) y Redemptoris custos (El custodio del
Redentor, 1989). En Evangelium vitae (1995), trató las cuestiones del aborto,
las técnicas de reproducción asistida y la eutanasia. Ut unum sint (Que todos
sean uno), de 1995, fue la primera encíclica de la historia dedicada al
ecumenismo. En 1994 publicó el libro Cruzando el umbral de la esperanza.
El pontificado de Juan Pablo
II no ha estado exento de polémica. Su talante tradicional le ha llevado a
sostener algunos enfoques característicos del catolicismo conservador, sobre
todo en lo referente a la prohibición del aborto y los anticonceptivos, la
condena del divorcio y la negativa a que las mujeres se incorporen al
sacerdocio. Sin embargo, también ha sido un gran defensor de la justicia social
y económica, abogando en todo momento por la mejora de las condiciones de vida
en los países más pobres del mundo.
Tras un proceso de intenso
deterioro físico, que le impidió cumplir en reiteradas ocasiones con sus
apariciones públicas habituales en la plaza de San Pedro, Juan Pablo II
falleció el 2 de abril de 2005. Su desaparición significó para algunos la
pérdida de uno de los líderes más carismáticos de la historia contemporánea;
para otros implicó la posibilidad de imaginar una Iglesia católica más acorde a
la sociedad moderna. En cualquier caso, su muerte ocurrió en un momento de
revisionismo en el seno de la institución, de una evaluación sobre el
protagonismo que tiene en el mundo de hoy y el que pretende tener en el del
futuro. Su sucesor, Benedicto XVI, anunció ese mismo año el inicio del proceso
de beatificación de Juan Pablo II, que tuvo lugar el 1 de mayo de 2011.
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