Entre
los grandes hombres de la Iglesia que, en los días turbulentos del siglo XVI,
lucharon por llevar a cabo la verdadera reforma que tanto necesitaba la Iglesia
y trataron de suprimir, mediante la corrección de los abusos y malas
costumbres, los pretextos que aprovechaban en toda Europa los promotores de la
falsa reforma, ninguno fue, ciertamente, más grande ni más santo que el
cardenal Carlos Borromeo. Junto con San Pío V, San Felipe Neri y San Ignacio de
Loyola, es una de las cuatro figuras más grandes de la contrareforma. Era un
noble de alta alcurnia. Su padre, el conde Gilberto Borromeo, se distinguió por
su talento y sus virtudes. Su madre, Margarita, pertenecía a la noble rama
milanesa de los Médicis. Un hermano menor de su madre llegó a ceñir la tiara
pontificia con el nombre de Pío IV. Carlos era el segundo de los varones entre
los seis hijos de una familia. Nació en el castillo de Arona, junto al lago
Maggiore, el 2 de octubre de 1538.
Desde los primeros años, dió muestras de
gran seriedad y devoción. A los doce años, recibió la tonsura, y su tío, Julio
Cesar Borromeo, le cedió la rica abadía benedictina de San Gracián y San
Felino, en Arona, que desde tiempo atrás estaba en manos de la familia. Se dice
que Carlos, aunque era tan joven, recordó a su padre que las rentas de ese
beneficio pertenecían a los pobres y no podían ser aplicadas a gastos
seculares, excepto lo que se emplease en educarle para llegar a ser, un día,
digno ministro de la Iglesia. Después de estudiar el latín en Milán, el joven se
trasladó a la Universidad de Pavía, donde estudió bajo la dirección de
Francisco Alciati, quien más tarde sería promovido al cardenalato a petición
del santo.
Carlos tenía cierta dificultad de palabra y su inteligencia no era
deslumbrante, de suerte que sus maestros le consideraban como un poco lento;
sin embargo, el joven hizo grandes progresos en sus estudios. La dignidad y
seriedad de su conducta hicieron de él un modelo de los jóvenes universitarios,
que tenían la reputación de ser muy dados a los vicios.
El conde Gilberto sólo daba a su hijo una parte mínima de las rentas de su abadía y, por las cartas de Carlos, vemos que atravesaba frecuentemente por periodos de verdadera penuria, pues su posición le obligaba a llevar un tren de vida de cierto lujo. A los veintidós años, cuando sus padres ya habían muerto, obtuvo el grado de doctor. En seguida retornó a Milán, donde recibió la noticia de que su tío el cardenal de Médicis había sido elegido Papa en el cónclave de 1559, a raíz de la muerte de Pablo IV.
Visitando la tumba de San Carlos Borromeo en la catedral de Milán.
Duomo de Milán.
El conde Gilberto sólo daba a su hijo una parte mínima de las rentas de su abadía y, por las cartas de Carlos, vemos que atravesaba frecuentemente por periodos de verdadera penuria, pues su posición le obligaba a llevar un tren de vida de cierto lujo. A los veintidós años, cuando sus padres ya habían muerto, obtuvo el grado de doctor. En seguida retornó a Milán, donde recibió la noticia de que su tío el cardenal de Médicis había sido elegido Papa en el cónclave de 1559, a raíz de la muerte de Pablo IV.
A principio de 1560, el nuevo Papa hizo a su
sobrino cardenal diácono y, el 8 de febrero, le nombró administrador de la sede
vacante de Milán, pero, en vez de dejarle partir, le retuvo en Roma y le confió
numerosos cargos.
En efecto, Carlos fue nombrado, en rápida sucesión, legado de Bolonia, de la Romaña y de la Marca de Ancona, así como protector de Portugal, de los países bajos, de los cantones católicos de Suiza y además, de las órdenes de San Francisco, del Carmelo, de los Caballeros de Malta y otras más.
Lo extraordinario es que todos esos honores y responsabilidades recaían sobre un joven que no había cumplido aún veintitrés años y era simplemente clérigo de órdenes menores.
Es increíble la cantidad de trabajo que san carlos podía despachar sin apresurarse nunca, a base de una actividad regular y metódica. Además, encontraba todavía tiempo para dedicarse a los asuntos de su familia, para oír música y para hacer ejercicio.
Era muy amante del saber y lo promovió mucho entre el clero, para lo que fundó en el Vaticano, con el objeto de instruir y deleitar a la corte pontificia, una academia literaria compuesta de clérigos y laicos, algunas de cuyas conferencias y trabajos fueron publicados entre las obras de San Carlos con el título de Noctes Vaticanae.
En efecto, Carlos fue nombrado, en rápida sucesión, legado de Bolonia, de la Romaña y de la Marca de Ancona, así como protector de Portugal, de los países bajos, de los cantones católicos de Suiza y además, de las órdenes de San Francisco, del Carmelo, de los Caballeros de Malta y otras más.
Lo extraordinario es que todos esos honores y responsabilidades recaían sobre un joven que no había cumplido aún veintitrés años y era simplemente clérigo de órdenes menores.
Es increíble la cantidad de trabajo que san carlos podía despachar sin apresurarse nunca, a base de una actividad regular y metódica. Además, encontraba todavía tiempo para dedicarse a los asuntos de su familia, para oír música y para hacer ejercicio.
Era muy amante del saber y lo promovió mucho entre el clero, para lo que fundó en el Vaticano, con el objeto de instruir y deleitar a la corte pontificia, una academia literaria compuesta de clérigos y laicos, algunas de cuyas conferencias y trabajos fueron publicados entre las obras de San Carlos con el título de Noctes Vaticanae.
Por entonces,
juzgó necesario atenerse a la costumbre renacentista que obligaba a los
cardenales a tener un palacio magnífico, una servidumbre muy numerosa, a
recibir constantemente a los personajes de importancia y a tener una mesa a la
altura de las circunstancias. Pero en su corazón, estaba profundamente
desprendido de todas esas cosas. Había logrado mortificar perfectamente sus
sentidos y su actitud era humilde y paciente. Muchas almas se convierten a Dios
en la adversidad; San Carlos tuvo el mérito de saber comprobar la vanidad de la
abundancia al vivir en ella y, gracias a eso, su corazón se despegó cada vez
más de las cosas terrenas. Había hecho todo lo posible por prever al gobierno
de la diócesis de Milán y remediar los desórdenes que había en ella; en este
sentido, el mandato del Papa de que se quedase en Roma le dificultó la tarea.
El Venerable Bartolomé de Martyribus, arzobispo de Braga, fue por entonces a la ciudad Eterna y San Carlos aprovechó la oportunidad para abrir su corazón a ese fiel siervo de Dios, a quien indicó: "Ya veis la posición que ocupo. Ya sabéis lo que significa ser sobrino y sobrino predilecto de un Papa y no ignorais lo que es vivir en la corte romana.
El Venerable Bartolomé de Martyribus, arzobispo de Braga, fue por entonces a la ciudad Eterna y San Carlos aprovechó la oportunidad para abrir su corazón a ese fiel siervo de Dios, a quien indicó: "Ya veis la posición que ocupo. Ya sabéis lo que significa ser sobrino y sobrino predilecto de un Papa y no ignorais lo que es vivir en la corte romana.
Los peligros son inmenso. ¿Qué
puedo hacer yo, joven inexperto? Mi mayor penitencia es el fervor que Dios me
ha dado y, con frecuencia, pienso en retirarme a un monasterio a vivir como si
sólo Dios y yo existiésemos". El arzobispo disipó las dudas del cardenal,
asegurándole que no debía soltar el arado que Dios le había puesto en las manos
para el servicio de la Iglesia, sino que debía, más bien, tratar de gobernar
personalmente su diócesis en cuanto se le ofreciese oportunidad. Cuando San
Carlos se enteró de que Bartolomé de Martyribus había ido a Roma precisamente
con el objeto de renunciar a su arquidiócesis, le pidió explicaciones sobre el
consejo que le había dado, y el arzobispo hubo de usar de todo su tacto en tal
circunstancia.
Pío IV
había anunciado poco después de su elección que tenía la intención de volver a
reunir el Concilio de Trento, suspendido en 1552. San Carlos empleó toda su
influencia y su energía para que el Pontífice llevase a cabo su proyecto, a
pesar de que las circunstancias políticas y eclesásticas eran muy adversas. Los
esfuerzos del cardenal tuvieron éxito, y el Concilio volvió a reunirse en enero
de 1562. Durante los dos años que duró la sesión, el santo tuvo que trabajar
con la misma diplomacia y vigilancia que había empleado para conseguir que se
reuniese. Varias veces estuvo a punto de disolverse la asamblea, dejando la
obra incompleta, pero, con su gran habilidad y con el constante apoyo que
prestó a los legados del Papa, logró que la empresa siguiese adelante. Así
pues, en las nueve reuniones generales y en las numerosísimas reuniones
particulares se aprobaron muchísimo de los decretos dogmáticos y disciplinarios
de mayor importancia. El éxito se debió a San Carlos más que a cualquier otro
de los personajes que participaron en la asamblea, de suerte que puede decirse
que él fue director intelectual y el espíritu rector de la tercera y última
sesión del Concilio de Trento.
En el
curso de las reuniones murió el conde Federico Borromeo, con lo cual, San
Carlos quedó como jefe de su noble familia y su posición se hizo más difícil
que nunca. Muchos supusieron que iba a abandonar el estado clerical para
casarse, pero el santo ni siquiera pensó en ello. Renunció a sus derechos en
favor de su tío Julio y se ordenó sacerdote en 1563. Dos meses más tarde,
recibió la consagración episcopal, aunque no se le permitió trasladarse a su
diócesis.
Además de todos sus cargos, se le confió la supervisión de la publicación del Catecismo del Concilio de Trento y la reforma de los libros litúrgicos y de la música sagrada; él fue quien encomendó a Palestrina la composición de la Missa Papae Maecelli. Milán que había estado durante ochenta años sin obispo residente, se hallaba en un estado deplorable. El vicario de San Carlos había hecho todo lo posible por reformar la diócesis con la ayuda de algunos jesuitas, pero sin gran éxito. Finalmente, San Carlos consiguió permiso para reunir un concilio provicional y visitar su diócesis. Antes de que partiese, el Papa le nombró legado a latere para toda Italia. El pueblo de Milán le recibió con el mayor gozo y el santo predicó en la catedral sobre el texto "Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros". Diez Obispos sufragáneos asistieron al sínodo, cuyas decisiones sobre la observancia de los decretos del Concilio de Trento, sobre la diciplina y la formación del Clero, sobre la celebración de los divinos oficios, sobre la administración de los sacramentos, sobre la enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos, fueron tan atinados que el Papa escribió a San Carlos para felicitarle.
Cuando el santo se hallaba en el cumplimiento del oficio como legado de Toscana, fue convocado a Roma para asistir a Pío IV en su lecho de muerte, donde también le asistió San Felipe Neri. El nuevo Papa Pío V, pidió a San Carlos que se quedase algún tiempo en Roma para desempeñar los oficios que su predecesor le había confiado, pero el santo aprovechó la primera oportunidad para rogar al Papa que le dejase partir y, supo hacerlo con tal tino, que Pío V le despidió con su bendición.
Además de todos sus cargos, se le confió la supervisión de la publicación del Catecismo del Concilio de Trento y la reforma de los libros litúrgicos y de la música sagrada; él fue quien encomendó a Palestrina la composición de la Missa Papae Maecelli. Milán que había estado durante ochenta años sin obispo residente, se hallaba en un estado deplorable. El vicario de San Carlos había hecho todo lo posible por reformar la diócesis con la ayuda de algunos jesuitas, pero sin gran éxito. Finalmente, San Carlos consiguió permiso para reunir un concilio provicional y visitar su diócesis. Antes de que partiese, el Papa le nombró legado a latere para toda Italia. El pueblo de Milán le recibió con el mayor gozo y el santo predicó en la catedral sobre el texto "Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros". Diez Obispos sufragáneos asistieron al sínodo, cuyas decisiones sobre la observancia de los decretos del Concilio de Trento, sobre la diciplina y la formación del Clero, sobre la celebración de los divinos oficios, sobre la administración de los sacramentos, sobre la enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos, fueron tan atinados que el Papa escribió a San Carlos para felicitarle.
Cuando el santo se hallaba en el cumplimiento del oficio como legado de Toscana, fue convocado a Roma para asistir a Pío IV en su lecho de muerte, donde también le asistió San Felipe Neri. El nuevo Papa Pío V, pidió a San Carlos que se quedase algún tiempo en Roma para desempeñar los oficios que su predecesor le había confiado, pero el santo aprovechó la primera oportunidad para rogar al Papa que le dejase partir y, supo hacerlo con tal tino, que Pío V le despidió con su bendición.
San
Carlos llegó a Milán en abril de 1556 y, en seguida empezó a trabajar
enérgicamente en la reforma de su diócesis. Su primer paso fue la organización
de su propia casa. Puesto que consideraba el episcopado como un estado de
perfección, se mostró sumamente severo consigo mismo. Sin embargo, supo siempre
aplicar la discreción a la penitencia para no desperdiciar las fuerzas que
necesitaba en el cumplimiento de su deber, de suerte que aun en las mayores
fatigas conservaba toda su energía. Las rentas de que disfrutaba eran pingües,
pero dedicaba la mayor parte de las obras de caridad y se oponía decididamente
a la ostentación y al lujo. En cierta ocasión en que alguien ordenó que le
calentasen el lecho, el santo dijo, sonriendo: "La mejor manera de no
encontrar el lecho demasiado frío es ir a él más frío de lo que pueda
estar". Francisco Panigarola, arzobispo de Asti, dijo en la oración
fúnebre por San Carlos: "De sus rentas no empleaba para su propio uso más
que lo absolutamente indispensable.
En cierta ocasión en que le acompañé a una
visita del valle de Mesolcina, que es un sitio muy frío, le encontré por la
noche estudiando, vestido únicamente con una sotana vieja. Naturalmente le dije
que, si no quería morir de frío, tenía que cubrirse mejor y él sonrió al
responderme: 'No tengo otra sotana. Durante el día estoy obligado a vestir la
púrpura cardenalicia, pero ésta es la única sotana realmente mía y me sirve lo
mismo en el verano que en el invierno' ".
Cuando San Carlos se estableció en Milán, vendió la vajilla de plata y otros objetos preciosos en 30,000 coronas, suma que consagró íntegramente a socorrer a las familias necesitadas. Su limosnero tenía orden de repartir entre los pobres 200 coronas mensuales, sin contar las limosnas extraordinarias, que eran muy numerosas. La generosidad de San Carlos dejó un recuerdo inperecedero. Por ejemplo, supo ayudar tan liberalmente al Colegio Inglés de Douai, que el cardenal Allen solía llamar a San Carlos, fundador de la institución. Por otra parte, el santo organizó retiros para su clero.
Cuando San Carlos se estableció en Milán, vendió la vajilla de plata y otros objetos preciosos en 30,000 coronas, suma que consagró íntegramente a socorrer a las familias necesitadas. Su limosnero tenía orden de repartir entre los pobres 200 coronas mensuales, sin contar las limosnas extraordinarias, que eran muy numerosas. La generosidad de San Carlos dejó un recuerdo inperecedero. Por ejemplo, supo ayudar tan liberalmente al Colegio Inglés de Douai, que el cardenal Allen solía llamar a San Carlos, fundador de la institución. Por otra parte, el santo organizó retiros para su clero.
El mismo hacía los Ejercicios Espirituales dos veces al
año y tenía por regla confesarse todos los días antes de celebrar la misa. Su
confesor ordinario era el Dr. Griffith Roberts, de la diócesis de Bangor, autor
de la famosa gramática galesa. San Carlos nombró a otro galés (el Dr. Qwen,
quien más tarde llegó a ser obispo de Calabria) vicario general de su diócesis,
y llevaba siempre consigo una imagen de San Juan Fisher. Tenía el mayor respeto
por la liturgia, de suerte que jamás decía una oración ni administraba ningun
sacramento apresuradamente, por grande que fuese su prisa o por larga que
resultase la función.
Su
espíritu de oración y su amor de Dios dejaban en los otros un gran gozo
espiritual, le ganaban los corazones, e infundían en todos el deseo de
perseverar en la virtud y de sufrir por ella. Tal fue el espíritu que San
Carlos aplicó a la reforma de su diócesis, empezando por la organización de su
propia casa. Su casa estaba compuesta de cien personas; la mayor parte eran
clérigos, a lo que el santo pagaba generosamente para evitar que recibiesen
regalos de otros. En la diócesis se conocía mal la religión y se la comprendía
aún menos; las prácticas religiosas estaban desfiguradas por la supertición y
profanadas por los abusos. Los sacramentos habían caído en el abandono, porque
muchos sacerdotes apenas sabían cómo administrarlos y eran indolentes,
ignorantes y de mala vida. Los monasterios se hallaban en el mayor desorden.
Por medio de concilios provinciales, sínodos diocesanos y múltiples
instrucciones pastorales, San Carlos aplicó progresivamente las medidas
necesarias para la reforma del clero y del pueblo. Aquellas medidas fueron tan
sabias, que una gran cantidad de prelados las consideran todavía como un modelo
y las estudian para aplicarlas. San Carlos fue uno de los hombres más eminentes en teología pastoral que Dios enviara a su Iglesia para remediar los desórdenes producidos por la decadencia espiritual de la Edad Media y por los exesos de los reformadores protestantes. Empleando por una parte la ternura paternal y las ardientes exhortaciones y, poniendo rigurosamente en práctica, por la otra, los decretos de los sínodos, sin distinción de personas, ni clases, ni privilegios, doblegó poco a poco a los obstinados y llegó a vencer dificultades que habrían desalentado aun a los más valientes.
San Carlos tuvo que superar su propia
dificultad de palabra, a base de paciencia y atención, pues tenía un defecto en
la lengua. A este propósito, decía su amigo Aquiles Gagliardi: "Muchas
veces me he maravillado de que, aun sin poseer elocuencia natural alguna, sin
tener ningún atractivo especial en su persona, haya conseguido obrar tales
cambios en el corazón de sus oyentes. Hablaba brevemente, con suma seriedad y
apenas se poda oir su voz; sin embargo, sus palabras producían siempre
efecto". San Carlos ordenó que se atendiese especialmente a la instrucción
cristiana de los niños.
No contento con imponer a los sacerdotes la obligación de enseñar públicamente el catecismo todos los domingos y días de fiesta, estableció la Cofradía de la Doctrina Cristiana, que llegó a contar, según se dice, con 740 escuelas, 3.000 catequistas y 40.000 alumnos. Así pues, San Carlos fundó las "escuelas dominicales" dos siglos antes de que Roberto Raikes las introdujese en Inglaterra para los niños protestantes. San Carlos se valió particularmente de los clérigos regulares de San Pablo ("barnabitas"), cuyas constituciones él mismo había ayudado a revisar y, en 1578, fundó una congregación de sacerdotes seculares, llamados Oblatos de San Ambrosio que, por un voto simple de obediencia a su obispo, se ponían a disposición de éste para que los emplease a su gusto en la obra de la salvación de las almas. Pío XI formó parte más tarde de esa congregación, cuyos miembros se llaman actualmente Oblatos de San Ambrosio y de San Carlos.
No contento con imponer a los sacerdotes la obligación de enseñar públicamente el catecismo todos los domingos y días de fiesta, estableció la Cofradía de la Doctrina Cristiana, que llegó a contar, según se dice, con 740 escuelas, 3.000 catequistas y 40.000 alumnos. Así pues, San Carlos fundó las "escuelas dominicales" dos siglos antes de que Roberto Raikes las introdujese en Inglaterra para los niños protestantes. San Carlos se valió particularmente de los clérigos regulares de San Pablo ("barnabitas"), cuyas constituciones él mismo había ayudado a revisar y, en 1578, fundó una congregación de sacerdotes seculares, llamados Oblatos de San Ambrosio que, por un voto simple de obediencia a su obispo, se ponían a disposición de éste para que los emplease a su gusto en la obra de la salvación de las almas. Pío XI formó parte más tarde de esa congregación, cuyos miembros se llaman actualmente Oblatos de San Ambrosio y de San Carlos.
Pero en
todas partes se acogió bien la obra reformadora del santo, quien en ciertos
casos tuvo que hacer frente a una oposición violenta y sin escrúpulos. En 1567,
tuvo una dificultad con el senado. Ciertos laicos que llevaban abiertamente una
vida poco edificante y se negaban a prestar oídos a las exortaciones del santo,
fueron aprisionados por orden suya. El senado amenazó, con ese motivo, a los
funcionarios de la curia del arzobispo, y el asunto llegó hasta el Papa y
Felipe II de España. Entre tanto, el alguacil episcopal fue golpeado y
expulsado de la ciudad. San Carlos, después de considerar la cosa maduramente,
excomulgó a los que habían participado en el ataque. Finalmente, el fallo sobre
este conflicto de juridicción favoreció a San Carlos, ya que en la antigua ley
un arzobispo gozaba de cierto poder ejecutivo; pero el gobernador de Milán se
negó a aceptar esa decisión. San Carlos partió por entonces a visitar tres
valles alpinos: el de Levantina, el de Bregno y La Riviera, que los anteriores
arzobispos habían dejado completamente abandonados y donde la corrupción del
clero era todavía mayor que la de los laicos, con los resultados que pueden
imaginarse.
El santo predicó y catequizó por todas partes, destituyó a los
clérigos indignos y los reemplazó por hombres capaces de restaurar la fe y las
costumbres del pueblo y de resistir a los ataques de los protestantes
zwinglianos. Pero sus enemigos de Milán no le dejaron mucho tiempo en paz. Como
la conducta de algunos de los canónigos de la colegiata de Santa María della
Scala (que pretendían estar exentos de la jurisdicción del ordinario) no
correspondiese a su dignidad, San Carlos consultó a San Pío V, quien le
contestó que tenía derecho a visitar dicha iglesia y a tomar contra los canónigos
las medidas que juzgase necesarias.
San Carlos se presentó entonces en la iglesia a hacer la visita canónica; pero los canónigos le dieron con la puerta en las narices y alguien hizo un disparo contra la cruz que el santo había alzado con la mano durante el tumulto. El senado se puso en favor de los canónigos y presentó a Felipe II de España las más virulentas acusaciones contra el arzobispo, diciendo que se había arrogado los derechos del rey, porque la colegiata estaba bajo el patronato regio. Por otra parte, el gobernador de Milán escribió al Papa, amenazando con desterrar al cardenal Borromeo por traidor. Finalmente, el rey escribió al gobernador para que apoyase al arzobispo y los canónigos ofrecieron resistencia algún tiempo, pero acabaron por doblegarse.
San Carlos se presentó entonces en la iglesia a hacer la visita canónica; pero los canónigos le dieron con la puerta en las narices y alguien hizo un disparo contra la cruz que el santo había alzado con la mano durante el tumulto. El senado se puso en favor de los canónigos y presentó a Felipe II de España las más virulentas acusaciones contra el arzobispo, diciendo que se había arrogado los derechos del rey, porque la colegiata estaba bajo el patronato regio. Por otra parte, el gobernador de Milán escribió al Papa, amenazando con desterrar al cardenal Borromeo por traidor. Finalmente, el rey escribió al gobernador para que apoyase al arzobispo y los canónigos ofrecieron resistencia algún tiempo, pero acabaron por doblegarse.
Antes
de que ese asunto se solucionase, la vida de San Carlos corrió un peligro
todavía mayor. La orden religiosa de los humiliati, que contaba ya con muy
pocos miembros pero poseía aún muchos monasterios y tierras, se había sometido
a las medidas reformadoras del arzobispo, pero los humiliati estaban totalmente
corrompidos y su sumisión había sido aparente. En efecto, intentaron por todos
los medios conseguir que el Papa anulase las disposiciones de San Carlos y, al
fracasar sus intentos, tres priores de la orden tramaron un complot para
asesinar a San Carlos. Un sacerdote de la orden, llamado Jerónimo Donati
Farina, aceptó hacer el intento de matar al santo por veinte monedas de oro. Se
obtuvo esa suma con la venta de los ornamentos de una iglesia.
El 26 de octubre de 1569, Farina se apostó a la puerta de la capilla de la casa de San Carlos, en tanto que éste rezaba las oraciones de la noche con los suyos. Los presentes cantaban un himno de Orlando di Lasso y, precisamente en el momento en que entonaban las palabras, "Ya es tiempo de que vuelva a Aquél que me envió", el asesino descargó su pistola contra el santo. Farina consiguió escapar en el tumulto que se produjo, en tanto que San Carlos, pensando que estaba herido de muerte, encomendaba su vida a Dios.
En realidad la bala sólo había tocado sus ropas y su manto cardenalicio había caído al suelo, pero el santo estaba ileso. Después de una solemne procesión de acción de gracias, San Carlos se retiró unos días a un monasterio de la Cartuja para consagrar nuevamente su vida a Dios.
El 26 de octubre de 1569, Farina se apostó a la puerta de la capilla de la casa de San Carlos, en tanto que éste rezaba las oraciones de la noche con los suyos. Los presentes cantaban un himno de Orlando di Lasso y, precisamente en el momento en que entonaban las palabras, "Ya es tiempo de que vuelva a Aquél que me envió", el asesino descargó su pistola contra el santo. Farina consiguió escapar en el tumulto que se produjo, en tanto que San Carlos, pensando que estaba herido de muerte, encomendaba su vida a Dios.
En realidad la bala sólo había tocado sus ropas y su manto cardenalicio había caído al suelo, pero el santo estaba ileso. Después de una solemne procesión de acción de gracias, San Carlos se retiró unos días a un monasterio de la Cartuja para consagrar nuevamente su vida a Dios.
Al
salir de su retiro, visitó otra vez los tres valles de los Alpes y aprovechó la
oportunidad para recorrer también los cantones suizos católicos, donde
convirtió a cierto número de zwinglianos y restauró la disciplina en los
monasterios. La cosecha de aquel año se perdió y, al siguiente, Milán atravesó
por un periodo de carestía. San Carlos pidió ayuda para procurar alimentos a
los necesitados y, durante tres meses, dió de comer diariamente a tres mil
pobres con sus propias rentas. Como había estado bastante mal de salud, los
médicos le ordenaron que modificase su régimen de vida, pero el cambio no
produjo ninguna mejoría. Después de asistir en Roma al cónclave que eligió a
Gregorio XIII, el santo volvió a su antiguo régimen y así, pronto se recuperó.
Al poco tiempo, tuvo un nuevo conflicto con el poder civil de Milán, pues el
nuevo gobernador, Don Luis de Requesens, trató de reducir la juridicción local
de la Iglesia y de poner en mal al arzobispo con el rey. San Carlos no vaciló
en excomulgar a Requesens quien, para vengarse, envió un pelotón de soldados a
patrullar las cercanías del palacio episcopal y prohibió que las cofradías se
reuniesen cuando no estuviera presente un magistrado. Felipe II acabó por
destituir al gobernador. Pero esos triunfos públicos no fueron, por cierto, la
parte más importante del "cuidado pastoral" que ensalza el oficio de
la fiesta de San Carlos. Su tarea principal consistió en formar un clero
virtuoso y bien preparado. En cierta ocasión en que un sacerdote ejemplar se
hallaba gravemente enfermo, las gentes comentaron que el arzobispo se
preocupaba demasiado por él.
El santo respondió: "¡Bien se ve que no
sabéis lo que vale la vida de un buen sacerdote!" Ya mencionamos arriba la
fundación de los oblatos de San Ambrosio, que tanto éxito tuvieron. Por otra
parte, San Carlos reunió cinco sínodos provinciales y once diocesanos. Era
infatigable en la visita a las parroquias. Cuando uno de sus sufragáneos le
dijo que no tenía nada que hacer, el santo le mandó una larga lista de las
obligaciones episcopales, añadiendo después de cada punto: "¿Cómo puede
decir un obispo que no tiene nada que hacer?" El santo fundó tres
seminarios en la arquidiócesis de Milán, para otros tantos tipos de jóvenes que
se preparaban al sacerdocio y exigió en todas partes que se aplicasen las
disposiciones del Concilio Tridentino acerca de la formación sacerdotal. En
1575, fue a Roma a ganar la indulgencia del jubileo y, al año siguiente, la
instituyó en Milán. Acudieron entonces a la ciudad grandes multitudes de
peregrinos, algunos de los cuales estaban contaminados con la peste, de suerte
que la epidemia se propagó en Milán con gran virulencia.
El
gobernador y muchos de los nobles abandonaron la ciudad. San Carlos se consagró
enteramente al cuidado de los enfermos. Como su clero no fuese suficientemente
numeroso para asistir a las víctimas, reunió a los superiores de las
comunidades religiosas y les pidió ayuda. Inmediatamente se ofrecieron como
voluntarios muchos religiosos, a quien San Carlos hospedó en su propia casa.
Después escribió al gobernador, Don Antonio de Guzmán, echándole en cara su
cobardía, y consiguió que volviese a su puesto, con otros magistrados, para
esforzarse en poner coto al desastre. El hospital de San Gregorio resultaba
demasiado pequeño y siempre estaba repleto de muertos, moribundos y enfermos a
quienes nadie se encargaba de asistir. El espectáculo arrancó lágrimas a San
Carlos, quien tuvo que pedir auxilio a los sacerdotes de los valles alpinos,
pues los de Milán se negaron, al principio, a ir al hospital. La epidemia acabó
con el comercio, lo cual produjo la carestía. San Carlos agotó literalmente sus
recursos para ayudar a los necesitados y contrajo grandes deudas. Llegó al
extremo de transformar en vestidos para los pobres, los toldos y doseles de
colores que solían colgarse desde el palacio episcopal hasta la catedral,
durante las procesiones. Se colocó a los enfermos en las casas vacias de las
afueras de la ciudad y en refugios improvisados; los sacerdotes organizaron
cuerpos de ayudantes laicos, y se erigieron altares en las en las calles para
que los enfermos pudiesen asistir a misa desde las ventanas. Pero el arzobispo
no se contentó con orar, hacer penitencia, organizar y distribuir, sino que asistió
personalmente a los enfermos, a los moribundos y acudió en socorro de los
necesitados.
Los altibajos de la peste duraron desde el verano de 1576 hasta
principios de 1578. Ni siquiera en ese período dejaron los magistrados de Milán
de hacer intentos para poner en mal a San Carlos con el Papa. Tal vez algunas
de sus quejas no eran del todo infundadas, pero todas ellas revelaban, en el
fondo, la ineficacia y estupidez de quienes las presentaban. Cuando terminó la
epidemia, San Carlos decidió reorganizar el capítulo de la catedral sobre la
base de la vida común. Los canónigos se opusieron y el santo determinó entonces
fundar sus oblatos.
En la
primavera de 1580, hospedó durante una semana a una docena de jóvenes ingleses
que iban de paso hacia la misión de Inglaterra y uno de ellos predicó ante él:
era el Beato Rodolfo Sherwin, quien un año y medio más tarde había de morir por
la fe en Londres. Poco después, San Carlos le dio la primera comunión a Luis
Gonzaga, que tenía entonces doce años. Por esa época viajó mucho y las penurias
y fatigas empezaron a afectar su salud. Además, había reducido las horas de
sueño y el Papa hubo de recomendarle que no llevase demasiado lejos el ayuno
cuaresmal. A fines de 1583, San Carlos fue enviado a Suiza como visitador apostólico
y en Grisons tuvo que enfrentarse no sólo contra los protestantes, sino también
contra un movimiento de brujas y hechiceros.
En el
año de 1584, decayó más la salud del santo. Después de fundar en Milán una casa
de convalecencia, San Carlos partió en octubre, a Monte Varallo para hacer su
retiro annual, acompañado por el P. Adorno, sacerdote jesuita. Antes de partir, había
predicho a varias personas que le quedaba ya poco tiempo de vida. En efecto, el
24 de octubre se sintió enfermo y, el 29 del mismo mes, partió de regreso a
Milán, a donde llegó el día de los fieles difuntos. La víspera había celebrado
su última misa en Arona, su ciudad natal. Una vez en el lecho, pidió los
últimos sacramentos "inmediatamente" y los recibió de manos del
arcipreste de su catedral.
Al
principio de la noche del 3 al 4 de noviembre, murió apaciblemente, mientras
pronunciaba las palabras "Ecce venio". No tenía más que cuarenta y
seis años de edad. La devoción al santo cardenal se propagó rápidamente. En
1601, el cardenal Baronio, quien le llamó "un segundo Ambrosio",
mandó al clero de Milán una orden de Clemente VIII para que, en el aniversario
de la muerte del arzobispo, no celebrasen misa de requiem, sino una misa solemne.
San
Carlos fue oficialmente canonizado por Paulo V el 1º de noviembre de 1610.










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