El
12 de mayo de 1866 nació el último de 12 hermanos, Bogdan -o Adeodato dado por
Dios- Mandic, de nobles y ricos abuelos, pero cuyos padres habían caído casi en
la pobreza.

En
1890 se ordena de sacerdote en Venecia, donde permanece hasta 1897; luego pasa
por los conventos de Zara, Bassano, Capodistria, Tiene y finalmente, en 1909,
llega a Padua, que será su convento hasta su muerte, el 30 de julio de 1942.
SU
VOCACIÓN ECUMÉNICA
Según
los testigos, ya desde niño se mostró ejemplar. Una de las características de
su vocación fue el ecumenismo, el deseo de trabajar para la vuelta de su
pueblo, los eslavos, al seno de la Iglesia católica.
Tanto
le acuciaba esta idea, que hizo voto, repetido sin cesar, de consagrarse a
realizar la promesa del Señor: "Se hará un solo rebaño con un solo
pastor". Y añadía: "me ofrezco como víctima por la salvación de mis
hermanos orientales".
Para
realizar este ideal suyo no dejó en toda su vida de estudiar las lenguas
orientales.
Además
del croata, no sólo aprendió el italiano y el latín, sino que era capaz de
hablar el servio, el eslavo y el griego moderno. Notable fue el amor y
fidelidad a su pueblo, hasta el punto que por ello no quiso aceptar la
ciudadanía italiana durante la primera guerra europea, con la molestia de tener
que retirarse a la Italia meridional de 1917 a 1918.
La
proximidad de Padua al frente hizo que las autoridades prohibieran estar allí a
los súbditos del enemigo imperio austríaco. Sin embargo, siempre se sintió como
ciudadano de la hospitalaria y cosmopolita Italia, donde difícilmente puede uno
sentirse extranjero.
Fruto
de tantas oraciones y trato íntimo con Dios, fue recibir la consoladora luz que
reflejó en su frase: "Sin ninguna duda los orientales se unirán a la
Iglesia de Roma", y añadía que será: "por los méritos y oraciones de
María, de quien son tan devotos".
Su
petición a los superiores de ser destinado a Oriente no le fue concedida; su
salud era muy precaria, y sus cualidades no eran brillantes, con pronunciación
defectuosa para predicar y sin estilo literario para escribir.
Sin
embargo, en tres breves ocasiones se hizo realidad su sueño de trabajar con los
orientales: los tres años que estuvo en Zara y el año de Capodistria, en plena
tierra eslava.
También en 1923, con gran gozo suyo, fue destinado a Fiume, al
ser incorporado este puerto a Italia, para atender a los croatas, eslavos y
servios, pero hizo tanta presión el pueblo de Padua pidiendo su vuelta, que al
mes le ordenó el padre provincial su regreso.
EL
CONFESIONARIO
Y
aquí viene lo vulgar y lo prodigioso, la ocupación del capuchino bajo (1,35 cm)
y feo que no servía para altas misiones, y tuvo la rutinaria, aburrida... y
altísima, de confesar, de perdonar los pecados en nombre y como representante
de Dios, reencauzando las almas a su eterna salvación, "full time",
sin salir de su confesionario (una celda adosada a la iglesia), donde esperaban
confesarse largas filas de hombres de todas las clases sociales, en particular
sacerdotes y religiosos.
Sin
vacaciones, a pesar del fuerte calor del verano; y sin un pequeño calentador en
el intenso frío del invierno. Resistiendo días enteros con fuertes dolores o
abrasados por la fiebre, hasta el mismo día de su muerte.
Y
así se hizo santo. Porque en cualquier ocupación podemos santificarnos, y
porque confesar es una de las ocupaciones que si más santifican a los
penitentes, no habrá de ser menos a los confesores.
Pablo
VI en la homilía de su beatificación tuvo estas palabras de especial
significación y relevancia en la biografía del hoy san Leopoldo y para las
circunstancias actuales: "La nota peculiar de su heroicidad y de su virtud
carismática fue-¿quién no lo sabe?- su ministerio de oír confesiones.
El
llorado cardenal Larraona, entonces prefecto de la Sagrada Congregación de
Ritos, escribió en el decreto de 1962 para la beatificación del P. Leopoldo:
'su método de vida era éste: después de celebrar bien temprano el sacrificio de
la Misa, se sentaba en la pequeña celda del confesonario, y allí permanecía
todo el día a disposición de los penitentes.
Conservó este tenor de vida
durante casi cuarenta años, sin la mínima queja...'... Demos gracias al Señor
que ofrece hoy a la Iglesia una figura tan singular de ministro de la gracia
sacramental de la penitencia; que, por una parte, hace un nuevo llamamiento a
los sacerdotes a un ministerio de tan capital importancia, de tan actual
pedagogía, de tan incomparable espiritualidad; y, por otra, recuerda a los
fieles, sean fervorosos, tibios o indiferentes, qué servicio tan providencial e
inefable es para ellos todavía hoy, o mejor, hoy más que nunca, la confesión
individual y auricular, fuente de gracia y de paz, escuela de vida cristiana,
consuelo incomparable en la peregrinación terrena hacia la eterna
felicidad".
EL
ALMA DE SU SANTIDAD

Doce
horas al día confesando, sin dormir más que cuatro o cinco por la noche, ni
siesta. ¡Así cuarenta años sin vacaciones! Y cuando tenía fiebre contestaba:
"Los pobres tenemos que trabajar también con fiebre, en el cielo
descansaremos. ¿Cómo puedo ir a la cama, esperando tantas almas ahí fuera mi
pobre ayuda?"

Aceptar
vida tan penitente sólo es posible con la energía interior de la oración, de la
unión constante con Dios, fundada en la roca de la fe. Casi como estribillo,
repetía en el confesionario: "Fe, tenga fe". Bastaba que cesasen un
momento las confesiones para que se arrodillase en oración. "Dios ha
establecido que todo lo podemos alcanzar de Él, pero siempre por medio de la oración".
Llegó
hasta a hacer voto de estar continuamente con el pensamiento en la presencia de
Dios, lo que supone un dominio heroico, y cumplía escrupulosamente.
Por
este camino llegó a una extraordinaria unión con Dios. Él nunca habló de ello,
y las cartas que escribió a su director espiritual no se conservan; pero son
señales inequívocas de sus extraordinarios carismas, entre otras, las muchas
predicciones que hacía después de recogerse un momento, y los muchos milagros
que realizó.
Como
cauce del trato suyo con Dios sobresalía su devoción a la Señora, como llamaba
a la Santifica Virgen. Todos los días ponía flores frescas en la imagen de Ella
que tenía en su celda-confesionario.

Y
en una estampa de la Virgen: "Hoy, día del cincuentenario de mi profesión
religiosa, renuevo mis votos en honor del divino Corazón..." Para él era
la gloria: "Ya descansaremos un día en el cielo. Allí lo haremos mejor,
reposando nuestra cabeza sobre el divino Corazón de Jesús".
Tenía
también gran devoción y recurría frecuentemente a su Ángel de la Guarda, a los
santos, en particular a san José, san Francisco, san Antonio de Padua, santos
Cirilo y Metodio -apóstoles de los eslavos-, san Francisco Javier, san Ignacio
de Loyola -había copiado y releía su famosa carta de la obediencia-, san Luis
Gonzaga, san Estanislao de Kostka y san Juan Berchmans -por sus vidas
sencillas-.
AMOR
BONDADOSO A LAS ALMAS

Al
hermano cocinero solía decir: "Sea generoso con los estudiantes. A mí y a
algún otro limítenos la ración cuanto quiera, pero, por amor de Dios, trate
bien a los estudiantes". En las noches más crudas de invierno les
dispensaba del coro y de los actos siguientes a la cena y recreación: "Id
a descansar.
Ya
rezaré yo y haré un poco de penitencia por vosotros". Por sus criterios
amplios algunos le censuraban que mitigaba el rigor tradicional de la orden, y
le dejaron sólo confesar.

Días
antes de morir decía: "Más de cincuenta años hace que estoy confesando, y
no me remuerde la conciencia todas las veces que he dado la absolución, sino
que siento pena de las tres o cuatro veces que no la he podido dar.
Es
posible que no hiciera todo lo que debía para suscitar en los penitentes las
disposiciones debidas".
Tremenda
fuerza y responsabilidad la de los confesores que no pueden absolver a quienes
no están dispuestos a cumplir sus obligaciones graves. Situación difícil en
tiempos de liberalismo, como los del san Leopoldo, cuando muchos no aceptan las
interpretaciones o graves disposiciones de la Iglesia.
Lo
admirable del santo no es que absolviera sin exigir las debidas disposiciones a
los penitentes, sino que consiguiera suscitarlas en ellos si no las tenían. Así
en cierto caso, que levantándose airado le señaló a uno la puerta: "Con
Dios no se juega. Váyase y morirá en su pecado".
Contó
el mismo penitente que se sintió como herido por un rayo, cayó de rodillas
llorando y prometió renunciar a sus errores. Cuando daba un consejo -y se lo
pedían también los prelados- era tan grande su seguridad que no admitía
réplica: "¿Quién ha hablado? ¡Ha hablado Dios! Basta".
Otros
detalles de su bondad son el que siendo ya sacerdote, en Venecia, fuese a pedir
limosna por las casas, y ayudase con el mayor interés a los hermanos a lavar, a
preparar el refectorio o las habitaciones para los huéspedes, etc.
Un
día, yendo por la calle, unos chiquillos burlándose de él le metían piedrecitas
en la capucha. Llegó el doctor Ferrini y les reprendió ásperamente, pero el
buen padre lo calmó: "Doctor, deje que se diviertan, merezco cosas mucho
peores".
LOS
CARISMAS EXTRAORDINARIOS
Se
puede decir que los resume su santidad puesta al servicio de los demás hasta el
milagro. Son muchísimos los recogidos en su proceso. Algunos como muestra:
-A
veces -hay muchos testimonios-, interrumpía al penitente: "Basta, lo he
comprendido todo", y si no se tranquilizaba le manifestaba cuanto pensaba
decirle y aún más: "Aprenda a creer en la palabra del confesor".
-Se
cruza en la calle con un desconocido en bicicleta, y lo mira tan fijamente que
el otro le pregunta: "Padre, ¿quiere algo de mí?". "Venga
enseguida a la iglesia".
El
hombre, que hacía cuarenta años que no se confesaba y que se vanagloriaba de no
creer en Dios, despreciando a la Iglesia y al clero, fue, confesó, y desde
aquel día vivió como excelente cristiano.
Contaba
a todo el mundo que la mirada del padre le había penetrado como una espada
impidiéndole resistir a la invitación.
-Esta
noche -decía el 23-III-1932 llorando amargamente- durante la oración el Señor
me ha abierto los ojos y he visto a Italia en un mar de fuego y sangre".
Ya
durante la guerra, al preguntarle si sería bombardeada Padua, respondió:
"Lo será, y duramente. También este convento e iglesia, pero esta celdita
no. Aquí ha tenido Dios tanta misericordia con las almas, que debe quedar como
un monumento a su bondad". Así sucedió, aunque el 14-V-1944 cinco grandes
bombas destruyeron la iglesia y parte del convento.
-Al
franciscano padre Orlini, recién elegido provincial, le aseguró: "Va a
disfrutar poco tiempo de tan vistosa carga, porque pronto le vendrá otra
mayor". Pensó el interesado que era una broma, pero a los tres meses fue
elegido ministro general.
-"En
1913, cuando tenía veinte años -testifica sor María Asunción- me confesé con
él. Nunca le había visto. Después me invitó a pasar a la sacristía, y como
transfigurado me dijo: El Amo y Señor de la barca tiene designios importantes
sobre usted.
Corresponda
bien a las gracias recibidas". Ni se le había ocurrido aún la obra que
después fundaría: el Instituto religioso de las Esclavas de la Santísima
Trinidad.
-Ana
Bendazzoli en la primavera de 1942 vivía angustiada, pues desde hacía mucho
tiempo no conseguía tener noticias de su único hijo, combatiente en África.
Llegó al confesonario del padre Leopoldo, que no la conocía: "¿Es usted
viuda? ¿Tiene un hijo único? Vuelva contenta a su casa, muy pronto recibirá
carta de él y pasará feliz la Pascua". Días después, al domingo de
Resurrección, recibía carta de su hijo: estaba ya sin peligro, hecho
prisionero, pero muy bien.
-Va
a confesar a una enferma, en julio de 1933. Al día siguiente la operarán de
tumor en el intestino. Está tan abatida que el padre Leopoldo se conmueve.
Queda un momento absorto en oración: "¡Tenga fe! ¡Alégrese, creo que el
Señor ha cambiado las cartas! Al día siguiente cuando la visitó el médico la
encontró totalmente curada.
-En
1928 le cuentan que una niña se está muriendo de meningitis. El P. Leopoldo se
conmueve, pide unan manzana, la bendice: "Dásela a la niña y la Virgen la
curará". Nada más comerla sanó. Volvieron rápidamente a decírselo. Él
exclamó: "Ha sido la Virgen. Virgen bendita, ¡qué buena eres!".
Llegó
a la meta el 30 de julio de 1942. Ese día se levantó muy de mañana, como de
costumbre, y prolongó su oración antes de la santa Misa. Al ir a revestirse
sufrió un desvanecimiento. Se recuperó justo para recibir la santa Unción.

En
cuanto llegó a las palabras: ¡Oh, clementísima!... ¡Oh, piadosa!...¡Oh, dulce
Virgen María! se incorporó y, extendiendo las manos hacia lo alto, como si
fuese al encuentro de no sé qué objeto extraño, expiró; parecía
transformado".
Fue beatificado el 2 de mayo de 1976, por el Papa Pablo VI
y solemnemente canonizado por San Juan Pablo II, el 16 de octubre de 1983.
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