Este hombre
grande y humilde, que dio pruebas de su reciedumbre espiritual, fiel defensor
de la fe hasta derramar su sangre por ella en la contienda española de 1936, ha
sido el primer gitano beatificado.

Se cree que nació el 16 de agosto de 1861 en
Benavent de Segriá, Lérida, España, aunque fue bautizado en Fraga, Huesca. Así
como sus padres recibían el apodo de «el Tichs» y «la Jeseía», bien niño
comenzó a ser conocido como «el Pelé».
En su
ambiente el artículo que anteponían al nombre es signo de llaneza, una
costumbre enraizada en el tiempo que se encarna como algo natural. Tan
ordinario en su vida como el nomadismo cincelado en los humildes carromatos que
van llevándoles de un lado a otro.
El
escenario de su acontecer fueron los caminos, las intrincadas y hermosas
veredas de las montañas aragonesas, que recorría con los canastillos fabricados
por él para su venta. Así ayudaba a su madre, que un día se despertó con un
vacío en el lecho y en el corazón, porque el cabeza de familia había abandonado
a los suyos.

Siguiendo la ley gitana se desposó por este
rito con la catalana Teresa Jiménez Castro, de su propia raza. Entonces tendría
alrededor de 20 años. Luego, en 1912, el matrimonio se efectuó dentro de la
Iglesia católica. A ésta le condujo un docente universitario, Nicolás Santos de
Otto, que fue instruyéndole en las verdades esenciales de la fe.
Teresa,
mujer trabajadora y de empuje, había recibido una formación básica que le
permitía manejarse con la lectura y la escritura. En cambio Ceferino era
analfabeto. Sensible y de gran corazón supo comprender enseguida el alcance de
lo que iba aprendiendo. Se caracterizaba por su generosidad; los necesitados
siempre encontraban en él una mano amiga a la que acudían porque sus dádivas no
les faltaban.
En la
espléndida tierra de este hombre, honrado y cabal, germinaron las semillas que
habían depositado en él. Se fue vinculando a la Iglesia, y progresivamente se
acrecentó su devoción por la Eucaristía y por la Virgen María. Mientras, su
buen oficio como tratante de caballerías, haciendo negocios por diversas
localidades, le fue situando en un estatus económico de cierto nivel.

A Ceferino
le tocó vivir en una época convulsa, dada a las rencillas, que supo neutralizar
promoviendo la paz y concordia entre sus conciudadanos y los de pueblos
vecinos.
Acudían a
él tanto los gitanos como los payos porque todos le tenían conceptuado como un
hombre de ley. Sin embargo, en un momento dado fue injustamente acusado de un
robo en el Vendrell y lo recluyeron en la cárcel de Valls.
Da idea del justo respeto que se había ganado
y la alta reputación que tenía, el clamor de su abogado, quien al defenderlo,
exclamó: «El Pelé no es un ladrón, es san Ceferino, patrón de los gitanos». Su
ejemplo era nítido y transparente, no daba lugar a dudas: acudía a misa y
rezaba el rosario diariamente, recibía la comunión con frecuencia y era pródigo
en su caridad.

Pero a
finales de julio de 1936, hallándose vivo el fragor de la guerra, vio cómo un
grupo de revolucionarios milicianos arrastraban a un sacerdote por las calles.
Contempló el escarnio horrorizado y, sin pensarlo dos veces, salió en su
defensa.

El beato se
negó en redondo, aunque sabía que con ello daba paso a su muerte. Por poco
tiempo compartió el minúsculo espacio de 5 metros cuadrados habitado por el
terror de ordinario, y por la esperanza de las quince personas que le
acompañaron en esos postreros instantes, encaminándose junto a él a obtener la
palma del martirio.
Y en
Barbastro, la madrugada del día 2 o del 9 de agosto, le condujeron al
cementerio fusilándole junto a las tapias. Sus últimas y triunfantes palabras martiriales,
pronunciadas con el rosario entre las manos, fueron: «¡Viva Cristo Rey!». Junto
a él ajusticiaron a veinte presos más, perdiendo la vida entonces los tres
superiores del seminario claretiano, quienes regían la iglesia a la que acudía
Ceferino.
Fue
beatificado por el Papa San Juan Pablo II en 1997, siendo así el primer gitano
martirizado en ser elevado a los altares, estando su proceso de canonización en
la fase final del mismo.
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