San
Bernardino de Siena fue uno de aquellos predicadores de penitencia que en el
siglo XV recorrieron gran parte de Italia y contribuyeron eficazmente a la
reforma y mejoramiento de las costumbres. Su celo ardiente y apostólico y su
oratoria popular y apasionada han quedado como ejemplos vivientes del celo y de
la predicación evangélica y aun del estilo de aquellos predicadores del siglo
XV, San Vicente Ferrer, San Juan de Capistrano y otros.
Nacido en
1380 en Massa, cerca de Siena, de la noble familia de los Albiceschi, recibió
Bernardino en Siena una educación completa en las ciencias eclesiásticas. En
1402 vistió el hábito de San Francisco; en 1404 recibió la ordenación
sacerdotal y un año después fue destinado a la predicación.
Pero
transcurren unos doce años, y ni su voz ni sus cualidades oratorias le ayudaban
a desempeñar con éxito este importante ministerio. Mas como, por otra parte, se
distinguía por sus eximias virtudes religiosas, aparece el año 1417 como
guardián en el convento franciscano de Fiésole. Entonces, pues, de una manera
inesperada, que tiene todos los visos de sobrenatural, se refiere que recibió
la orden divina, transmitida por un novicio: «Hermano Bernardino, ve a predicar
a Lombardía».
El hecho es
que, desde 1418, aparece San Bernardino en Milán y comienza aquella carrera de
grandes misiones o predicaciones populares, cuya característica era un intenso
amor a Jesucristo, que llegaba al interior de sus oyentes y arrancaba lágrimas
de penitencia. Este amor a Jesucristo lo sintetizaba en el anagrama del nombre
de Jesús, tal como, precisamente desde entonces, se ha ido popularizando cada
vez más: I H S. Lo llevaba a guisa de banderín y procuraba fuera grabado en
todas las formas posibles, en estampas de propaganda, en grandes carteles y,
sobre todo, en los testeros de las iglesias, casas consistoriales y domicilios
particulares de las poblaciones donde misionaba. Aquello debía servirles de
recuerdo perenne de las verdades predicadas y de las decisiones tomadas. De
ello pueden verse, aun en nuestros días, multitud de ejemplos en los
territorios donde él predicó.
Efectivamente,
en 1418 predica la Cuaresma
en la iglesia principal de Milán, donde el último de los Visconti daba el
triste ejemplo de una vida entregada a todos los vicios. Bernardino se revela
un orador popular de cualidades extraordinarias. El pueblo se siente
transformado por el fuego de su predicación. Vuelve al año siguiente y se
repiten los mismos resultados de grandes conversiones y reforma de costumbres.
De 1419 a
1423 recorre las poblaciones de Bérgamo, Como, Plasencia, Brescia. Unas veces
predica en la misa, otras durante el día; unas veces organiza una misión, otras
es un sermón de circunstancias; pero el resultado es siempre la transformación
de las costumbres y reforma de vida. En 1423 desarrolla su actividad
reformadora en Mantua, y por vez primera aparece allí su fuerza taumatúrgica.
Según los relatos contemporáneos, al negarse el barquero a conducirle al otro
lado del lago, lo atraviesa sobre su manteo, y a nadie sorprende tan estupendo
milagro, pues todos son testigos de su ascetismo extraordinario y del abrasado
amor de Dios que respira en su predicación.

Parece
imposible que su naturaleza débil y enfermiza pueda resistir un trabajo tan
agotador, sobre todo si se tiene presente que lo acompaña con una vida
extremadamente austera. Su aspecto exterior, tal como nos lo transmitieron los
más afamados pintores del cuatrocientos, es el prototipo del ascetismo más
exagerado, que contribuye eficazmente a la eficacia de su obra apostólica.
Predica la Cuaresma
en Bolonia, que se hallaba en rebelión contra el romano pontífice Martín V
(1417-1431). Introduce un nuevo juego, haciendo pintar el nombre de Jesús en
las cartas que se emplean.

En medio de
esta carrera de predicación en grande estilo de San Bernardino no podía faltar
su turno a su ciudad natal, Siena. En efecto, después de predicar la Cuaresma en Prato, en
1425, llega a Siena a fines de abril, y allí derrocha tesoros de su más
ardiente palabra apostólica durante cincuenta días. Entre sus oyentes se
encuentra el gran humanista Eneas Silvio Piccolomini, el futuro papa Pío II
(1458-1464). La ciudad en peso decide esculpir el anagrama de Jesús en el
testero del Palazzo público. En Asís, en Perusa, en otras poblaciones renueva
todas las maravillas de su predicación. En 1427 se hallaba en Viterbo, donde
predica la Cuaresma
y ataca duramente la usura, una de las plagas del tiempo.

De la verdadera elocuencia de su lenguaje popular y vivo
nos dan una idea aproximada los Sermones vulgares, que uno de sus oyentes copió
en su predicación de Siena en 1427 y han sido recientemente publicados. Aquí es
todo vida, naturalidad, comunicación íntima con el auditorio.
El orador, sin
perder de vista el objeto primordial de su discurso, sigue la inspiración del
momento, repite las cosas más difíciles, mezcla su discurso con frecuentes
diálogos con el auditorio, prorrumpe en ardientes exclamaciones y apóstrofes,
lo empapa todo con un espíritu sobrenatural y divino, que lleva la convicción a
las almas y arranca de sus oyentes lágrimas de compunción y propósitos de
reforma.

En particular se observa que, a diferencia
de Jerónimo Savonarola, se mantiene siempre alejado de los partidos y de toda
significación política, y nunca se expresa de un modo desconsiderado contra
ninguna clase de autoridades, eclesiásticas y aun civiles.
Esto no
obstante, el año 1427, cuando predicaba la Cuaresma en Viterbo, fue citado y tuvo que
presentarse en Roma ante el Papa Martín V. Habíase elevado una acusación contra
él por la novedad que ofrecía su predicación sobre el nombre de Jesús y la
propaganda que hacía de las estampas, tabletas e inscripciones de su anagrama.
Al llegar a Roma se le prohibió subir al púlpito y fue obligado a mantenerse
recluido hasta que se examinara y decidiera su causa.
El Santo, lleno de la más
humilde resignación y con la confianza puesta en Dios, obedeció sin ninguna
especie de resistencia. Pero entonces mismo llegó su inseparable amigo y
discípulo predilecto, San Juan de Capistrano, quien supo exponer su causa en
tal forma que el Papa se convenció de que la devoción del anagrama de Jesús no
ofrecía ninguna dificultad teológica y, por el contrario, podía ser un resorte
eficaz para fomentar la devoción del pueblo.
La respuesta a los acusadores se
dio públicamente, permitiendo el Papa que San Bernardino predicara en Roma
durante ochenta días, en los que dirigió al pueblo romano ciento catorce
sermones.
Puesta así
de relieve la santidad, y habiendo aumentado extraordinariamente la popularidad
y reputación de su compaisano, los sienenses suplicaron al Papa que nombrara
obispo de Siena a San Bernardino. El Papa accedió a tan justificados ruegos,
pero el Santo se resistió. En cambio, entonces precisamente dio él comienzo a
la segunda etapa de su vida apostólica. Desde agosto del mismo año 1427
desarrolla una intensa campaña en Siena, desgarrada entonces por las más
encarnizadas divisiones. Los cuarenta y cinco sermones que entonces predicó,
tomados literalmente por un copista y publicados en nuestros días, son la más
clara prueba de la elocuencia popular, fuerza persuasiva y unción religiosa y
aun mística de su predicación.
Luego
siguió un amplio recorrido por la
Toscana, Lombardía, Romaña, Marca de Ancona. La madurez de su
criterio y experiencia, la eximia santidad de su vida y la aureola de
reputación que lo acompañaba, todas estas circunstancias juntas producían un
efecto sin precedentes. Nada se resiste a su arrolladora elocuencia. Así, con
su palabra de fuego, consigue fácilmente detener a los sienenses en su ya
iniciada guerra contra Florencia. Precisamente en esta ocasión el emperador
Segismundo se encuentra en Siena y traba con él la más íntima amistad, y en
abril de 1433 le lleva consigo a Roma.

En 1436
dedícase de nuevo dos años a la predicación. En 1438 es nombrado vicario
general de los conventos de la observancia, y en inteligencia con Eugenio IV
(1431-1447), que tan decididamente la favorecía, trabaja desde entonces en
fomentarla por todas partes. Es significativa, en este sentido, la carta
dirigida el 31 de julio de 1440
a todos sus súbditos. Con la anuencia de Eugenio IV toma
como ayudante en esta obra de reforma regular a San Juan de Capistrano, su más
insigne discípulo, émulo de su elocuencia popular y de la eximia santidad de su
vida. En esta forma visita las provincias de Génova, Milán y Bolonia. Es un
nuevo campo, donde realiza una labor sumamente provechosa.


Al exponer el Bienaventurados los que lloran da suelta a
su tierno corazón por la honda pena que acaba de experimentar por la muerte del
hermano Vicente, compañero suyo inseparable durante veintidós años. «Débil de
cuerpo –exclama–, con frecuencia yo he estado enfermo.
Entonces él me sostenía,
él me conducía. Si mi cuerpo se sentía débil, él me alentaba. Si me sentía
decaído o negligente en el servicio de Dios, él me excitaba. Yo era imprevisor,
olvidadizo; pero él velaba por mí. ¿Cómo me has sido arrebatado, oh Vicente?
¿Cómo me has sido arrancado, tú que eras como una misma cosa conmigo, tú que
eras tan conforme a mi corazón?»
Tal es San
Bernardino al final de su vida: el gran predicador popular, que ha transformado
con su palabra y ejemplo comarcas enteras de Italia; el gran propagador de la
devoción del nombre de Jesús, a la que dedicó escritos maravillosos; el gran
entusiasta de la devoción a María; el gran reformador y defensor de la
observancia; el enamorado de Cristo al estilo de su padre, San Francisco de
Asís.

En el camino
predica en varios lugares; obra varios milagros; se detiene en Asís, en Santa
María de los Angeles; pero, llegado a Áquila, rendido al cansancio, muere el 20
de mayo, víspera de la
Ascensión. Seis años después, el 24 de mayo de 1450, el papa
Nicolás V (1447-1555), cediendo a los clamores del pueblo cristiano, le eleva
al honor de los altares.
San
Bernardino de Siena es, indudablemente, uno de los más grandes santos del siglo
XV, uno de los mejores modelos de la predicación popular cristiana, uno de los
más preciosos ejemplos de aquel puro y encendido amor de Cristo, tan
característico de su padre San Francisco de Asís y del espíritu franciscano de
todos los tiempos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario