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Acabada la
conquista del gran imperio incaico, que se extendía desde el sur de Colombia hasta
el norte de Chile y el noroeste de Argentina, los misioneros de las distintas órdenes
religiosas iniciaron la evangelización de estos extensos territorios. En Perú
el trabajo fue comenzado en 1531 por dominicos y franciscanos; más tarde llegan
los agustinos, mercedarios y jesuitas, sin olvidar al clero secular que también
participó en este apostolado.
Desde Perú
se extendió el cristianismo por todos los territorios vecinos, como Chile,
Bolivia y Tucumán. En tierras del Plata la cristianización floreció cuando en
1547 se estableció por el Chaco el enlace con Perú. A fines del siglo XVI se
incluyeron también en el trabajo misional Paraguay y Uruguay.
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Los obispos
más celosos, como santo Toribio de Mogrovejo, se dieron a recorrer en visitas
pastorales, que duraban años, sus inmensas diócesis.
En esta
primera hora de la evangelización, estuvo en primera línea la Orden
franciscana; entre los muchos nombres de esta Orden que habría que rescatar del
olvido, la figura de san Francisco Solano puede representar a todos ellos, ya
que trabajó en casi todos los territorios arriba mencionados.
Perfil
biográfico
Verdadero
apóstol de América, tanto por la extensión de su labor misional como por las
huellas que dejó a su paso, san Francisco Solano no sólo recorrió gran parte de
Perú de entonces, sino también otros cinco países de América del Sur. Nació el
10 de marzo de 1549 en la pequeña ciudad de Montilla (Córdoba). Sus padres eran
acomodados y, cuando el niño estuvo en edad escolar, lo entregaron a los
jesuitas. Allí aprendió las primeras letras y sintió despertarse su vocación. A
los veinte años decide vestir el hábito franciscano y acude al convento de San
Lorenzo de su pueblo natal. Hizo su profesión el 25 de abril de 1570. Unos dos
años más tarde deja Montilla y se traslada al convento de Nuestra Señora de
Loreto, cerca de Sevilla. Acabados sus estudios eclesiásticos, es ordenado
sacerdote en 1576.
Por su
afición a la música, que cultivó toda su vida, lo nombran vicario de coro y
predicador. Pasa por diversos conventos de Andalucía, y en todos deja ejemplos
edificantes de su fervorosa caridad. Llega el año 1589 y solicita pasar a
América, para emular los ejemplos de apostolado que había oído contar de sus
hermanos de hábito.
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Como su
destino era Tucumán, emprende este larguísimo viaje en compañía de ocho
franciscanos más. Había que atravesar los Andes por el valle de Jauja, Ayacucho
y llegar hasta el Cuzco; cruzar la meseta del Collao, la actual Bolivia por
Potosí y entrar en los confines del norte argentino; de nuevo bajar hasta Salta
y finalmente hasta las llanuras del Tucumán.
Aquí
permanece hasta mediados de 1595, como misionero y custodio de los conventos
franciscanos del Tucumán y del Paraguay. Su acción misionera en estas regiones
es para llenar muchas páginas y las conversiones se cuentan por millares; sus
habitantes aún lo recuerdan con veneración.
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Su vida
penitente, sus trabajos y privaciones le fueron restando fuerzas y por ello se
le traslada a la enfermería del convento de San Francisco de Lima, donde tras
breve enfermedad, muere el 14 de julio de 1610. Su entierro fue apoteósico,
asistiendo toda la ciudad, desde el virrey y el arzobispo hasta los más
humildes, todos con la misma idea de haber asistido al entierro de un santo.
El mismo
año de su muerte comenzaron las informaciones sobre su vida y virtudes, las
cuales dieron por resultado que el Papa Clemente X lo beatificara en 1675 y
Benedicto XIII lo proclamase santo en 1726. En su tiempo vivieron, en Lima,
además de santo Toribio de Mogrovejo, santa Rosa, san Martín de Porres y san
Juan Macías.
Significado
para nuestro tiempo
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