LOS
SIETE FUNDADORES SERVITAS
(Alejo
de Falconieri, Bonfiglio, Bonajunta, Amideo, Sosteneo, Lotoringo, Ugocio)
Se ha
hablado alguna vez de "constelaciones de santos". En efecto; en el
cielo de la Iglesia,
como en el cielo astronómico, los astros no se suelen presentar aislados, sino
formando parte de "constelaciones": grupos de santos que se influyen
entre sí, se prestan mutuamente sus luces, se ayudan y se estimulan. Sin
embargo, aunque esto sea verdad, no es menos cierto que cada uno de esos santos
es luego, salvo el caso de los mártires, objeto de un culto individual, al que
han precedido una beatificación y una canonización también individuales. Hay,
sin embargo, una excepción: el caso singularísimo de los siete fundadores
servitas cuya fiesta celebra la
Iglesia el 12 de febrero. Este grupo de siete almas, llegó a
fundirse en el único ideal de "servir" a su Señora, y servirla de
manera tan perfecta que las notas personales apenas tuvieran un valor relativo.
Después de su muerte, su memoria y su culto fueron y siguen siendo algo
esencialmente colectivo, y así sus nombres son prácticamente desconocidos,
porque siempre se habla de ellos bajo la apelación de los siete fundadores
servitas".
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"Hubo
siete hombres de tanta perfección, que Nuestra Señora estimó cosa digna dar
origen a su Orden por medio de ellos. No encontré que ninguno sobreviviera de
ellos, cuando ingresé en la
Orden, a excepción de uno que se llamaba fray Alejo... La
vida de dicho fray Alejo, como yo mismo pude comprobar con mis ojos, era tal,
que no sólo, conmovía con su ejemplo, sino que también demostraba la perfección
de sus compañeros y su santidad."
Es éste
el único caso que se da culto colectivo a varios santos confesores, y la misma
liturgia, en el oficio divino y en la misa de este día, se ve forzada a
modificar sus esquemas habituales para poder adaptarlos a una fiesta tan
singular. Caso hermosísimo, que alienta a cuantos lo contemplamos a ir por el
camino de la imitación. Llegar a la santidad, es muy hermoso, pero todavía
sería más hermoso aún que lográsemos esa santidad dentro de un grupo,
ayudándonos unos a otros, estimulándonos con nuestro buen ejemplo, siguiendo
las huellas de este hermoso caso de santidad colectiva.
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No
sabemos si fueron estos siete jóvenes nobles de Florencia quienes, por sus
relaciones comerciales, trajeron a la ciudad toscana la idea de aquella nueva
cofradía. Acaso estuviera ya fundada y llevase unos años funcionando. Poco
importa para nuestro intento. Lo cierto es que en Florencia, al comienzo del
siglo XIII, encontramos una hermandad, llamada oficialmente sociedad de Santa
María, pero más conocida por su nombre vulgar de los laudesi, o alabadores de la Santísima Virgen,
a la que pertenecían siete mercaderes de las mejores familias de Toscana. Las
crónicas nos han conservado su nombre: Bonfilio Monaldi, Bonayunto Manetti,
Manetto de l´Antella, Amidio Amidei, Ugoccio Ugoccioni, Sostenio de Sostegni y
Alejo Falconieri. Tengamos, sin embargo, en cuenta que algunos de ellos
cambiaron su nombre al hacer la profesión religiosa. Los siete formaban parte
de lo que hoy llamaríamos la junta directiva, es decir, el elemento más vivo y
entusiasta de la cofradía. No sabemos la fecha de su nacimiento, pero
ciertamente eran todavía jóvenes cuando, en 1233, comenzaron los
acontecimientos que vamos a narrar.
Fue el
día 15 de agosto, ese día que, además de estar consagrado a la Asunción de la Santísima Virgen,
ha sido también señalado para tantos y tantos acontecimientos importantes de la
historia eclesiástica. Los siete gentileshombres florentinos sintieron aquel
día una común inspiración. Oigamos, una vez más, al cronista clásico:
"Teniendo su propia imperfección, pensaron rectamente ponerse a sí mismos
y a sus propios corazones, con toda devoción, a los pies de la Reina del cielo, la
gloriosísima Virgen María, a fin de que, como mediadora y abogada, les
reconciliara y les recomendase a su Hijo, y supliendo con su plenísima caridad
sus propias imperfecciones, impetrase misericordiosamente para ellos la
fecundidad de los méritos. Por eso, para honor de Dios, poniéndose al servicio
de la Virgen Madre,
quisieron, desde entonces, ser llamados siervos de María."
Pidieron
para eso la bendición de su obispo, que se la otorgó contento; se despidieron
de sus familias, y el 8 de septiembre del mismo año 1233 se recogieron en una
casita, Villa Camarzia, en un suburbio de Florencia, no lejos del convento de
los franciscanos, y en las inmediaciones de la antigua iglesia de Santa Cruz.
Sin embargo, la casita, que ni siquiera era propiedad de ellos, sino de otro miembro
de la cofradía, resultó pronto excesivamente céntrica para sus deseos de
oscuridad, olvido y renunciamiento. Pasaron a otra casa que la cofradía tenía
en el Cafaggio, en la que transcurrió bien poco tiempo, y pronto se planteó la
cuestión de encontrar una sede que en cierto modo pudiera llamarse definitiva.
Pero
antes un milagro vino a señalar cuán grata era a Dios la empresa que habían
acometido. Alrededor de la fiesta de Epifanía del siguiente año, 1234, iban de
dos en dos recorriendo las calles de Florencia y solicitando humildemente la
caridad por amor de Dios, cuando se oyó exclamar a los niños, incluso los que
aún no hablaban, señalándoles con el dedo: "He ahí los servidores de la Virgen: dadles una
limosna". Entre aquellos inocentes niños que sirvieron para proclamar el
agrado de Dios sobre la nueva Orden estaba uno que todavía no había cumplido
los cinco meses, y que con el tiempo habría de ser una de sus más preciadas
joyas: San Felipe Benicio.
El
milagro vino a agravar la situación: las gentes empezaron a fijarse más en
aquel humilde grupo y se hizo también más urgente la necesidad de alejarse de
la ciudad. Por eso recurrieron ellos al obispo de Florencia, que tan acogedor
se había mostrado desde el primer momento. Él, con el generoso consentimiento
del cabildo catedral, les ofreció una porción de terreno en el monte Senario. Y
allí se instalaron el día de la
Ascensión del año 1234.
Es
aquí, en el monte Senario, donde se inicia propiamente la vida religiosa. Hasta
entonces sólo había habido una especie de tentativa. En el monte Senario
construyen una iglesia, edifican unos míseros eremitorios de madera, separados
unos de otros, e inician observancia con todo rigor. Reciben la visita del
cardenal de Chatillon, legado del papa Gregorio IX en la Toscana y la Lombardía, quien les
anima a continuar su vida, si bien moderando sus excesivas austeridades.
Pero la
mejor y más preciada confirmación la tuvieron el Viernes Santo de 1239: la Santísima Virgen
se apareció para encargarles que llevaran un hábito negro, en memoria de la
pasión de su Hijo, y para presentarles la regla de San Agustín. Después de esta
aparición, ya no había lugar a dudas. Acudieron al obispo de Florencia para
regularizar, por decirlo así, su situación canónica.
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La obra
estaba ya, en cierto modo, encauzada. Quienes sólo habían pensado en vivir con
mayor entusiasmo los ideales de su piadosa confraternidad, encontraban ya
ordenados sacerdotes, con unos votos emitidos y con una regla, la de San
Agustín, recibida al par de la Santísima Virgen y de la autoridad eclesiástica.
Faltaba, sin embargo, dar un último paso para que naciera una nueva Orden
religiosa: la admisión de novicios. Hubo sus discusiones, y mientras unos se
inclinaban a admitirlos, contando con el favor del obispo, siempre inclinado en
este sentido, otros preferían mantener su vida en el cuadro de la primitiva
sencillez.
El
hecho es que en el huerto en el que trabajaban para huir del demonio de la
ociosidad, se habían producido, en la noche que precedió al tercer domingo de
Cuaresma del año 1239, un significativo milagro. Una viña, mientras todo el
resto del terreno estaba endurecido por la helada, se cubrió de frutos sin
haber tenido previamente flores, y extendió de manera maravillosa sus brazos
fecundos. Ya no cabía duda: todos vieron en el prodigio una señal de la
voluntad de Dios y un presagio de los futuros destinos de la naciente familia
religiosa.
Y, en
efecto, los novicios empezaron a llegar en gran número. El fervor se mantuvo y
atrajo las simpatías de toda la región. No faltaron tampoco insignes
aprobaciones. San Pedro de Verona visita el monte Senario y alienta a los
servitas en su vida religiosa. Poco después, en 1249, el cardenal Capocci,
legado del Papa en Toscana, aprueba la
Orden y la coloca bajo la jurisdicción de la Santa Sede. Dos años
más tarde, el 2 de octubre de 1251, el papa Inocencio IV nombra al cardenal
Fiechi primer protector de los servitas. En 1255 un rescripto del papa
Alejandro IV daba la aprobación definitiva a la Orden y la autorización para
nombrar un superior general. Nuevas aprobaciones llegaron de los papas Urbano
IV y Clemente IV.
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Le
había sucedido, como general de la
Orden, primero en el sentido canónico, Juan Magnetti. Pero
por poco tiempo. De los siete, fue éste el primero en volar a Dios el 31 de
agosto de 1257. Con una muerte hermosísima: celebró la santa misa en presencia
de sus hermanos, anunció su próximo fin, dio a conocer algunos detalles de la
vida futura de la Orden
que le habían sido revelados por Dios, Después, como era viernes, quiso, según
era uso entre ellos, comentar la narración de la Pasión. Y al llegar a
las palabras: "En tus manos Señor, encomiendo mi espíritu", expiró.
También
al tercero de los tres compañeros le correspondió gobernar toda la Orden. Elegido
superior general en 1265, contribuyó extraordinariamente al desenvolvimiento de
la Orden por su
actividad y el resplandor de su virtud. Dos años después renunció a su oficio y
consiguió que fuera elegido para sucederle San Felipe Benicio. A los pocos
meses, el 20 de agosto de 1268, moría asistido por su propio sucesor.
Mucho
más sencilla es la vida del cuarto, Amideo Amidei. Había nacido en 1204 en el
seno de una familia dividida por violentas enemistades. Era de un candor tal,
que su misma familia evitó siempre mezclarle para nada en aquellas
animosidades. Su vida religiosa fue también sencilla, limpia, retirada,
humilde. Fue elegido prior de Monte Senario y después, de Cafaggio. Pero no
pudo decirse que tales dignidades llegasen a cambiar el humilde curso de su
vida. El 18 de abril de 1266 entregaba su alma a Dios. Todo el convento se
sintió envuelto por un perfume celestial, mientras una resplandeciente llama
volaba desde su celda hasta el cielo.
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Nos
queda San Alejo Falconieri. Es el que más vivió, pues alcanzó los ciento diez
años de edad. Nacido en Florencia en 1200, murió el 17 de febrero de 1310.
Entró el más joven de todos en la
Orden, rehusó siempre ser sacerdote y vivió con gran
humildad, dedicado, como hermano lego, a recoger limosnas y a trabajar en las
más humildes tareas. Fue el instrumento de que Dios se sirvió para la
santificación de su sobrina, Santa Juliana Falconieri, y quien le animó a
abrazar la vida religiosa. Su larga vida le hizo presenciar un episodio harto
doloroso que se produjo en 1276... y su feliz solución.
En
efecto, en ese año 1276 el papa Beato Inocencio V comunicó a la Orden de los servitas que la Iglesia la consideraba
como extinguida, a causa del canon 223 del segundo concilio de Lyon. Habían
desaparecido ya de la tierra cuatro de los siete fundadores. Otros dos de ellos
estaban ausentes de Italia. La tempestad parecía amenazante y hubo momentos en
que todo estuvo a punto de perderse. Hay quien dice que de hecho se hubiese
perdido si no hubiera mediado la fortaleza y el ánimo de San Felipe Benicio.
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En
efecto, como si el triunfo después de tan deshecha tempestad hubiera sido la
señal que se esperaba para lanzarse por todo el mundo, la Orden se extendió desde
entonces con particular fuerza, y en el siglo XIV contaba con más de cien
conventos y con misiones en Creta y en las Indias. La reforma protestante le
hizo perder un buen número de conventos en Alemania, pero la Orden prosperó en el
mediodía de Francia. El final del siglo XVIII le fue funesto, como a todas las
Ordenes religiosas. Pero en el siglo XIX se extendió a Inglaterra, y después a
América. Muy recientemente se ha implantado también en España. En la actualidad
consta de 1.550 religiosos.
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En
1717, Clemente XI aprobaba el culto del Beato Alejo, y en 1725, el de los otros
seis. Sólo en tiempo de León XIII, como consecuencia de un clamoroso milagro
ocurrido en Viareggio como consecuencia de la invocación colectiva a los siete
fundadores, se pudo volver al primitivo procedimiento: estudiar simultáneamente
y en una sola causa la santidad de los siete. La causa tuvo éxito feliz, y el
15 de enero de 1888 fueron solemnísimamente canonizados. El 28 de diciembre del
mismo año se fijaba su fiesta para el 11 de febrero. Años después, la fiesta
fue pasada al 12, para dar lugar a la celebración de la aparición de la Inmaculada en Lourdes.
Así sus fieles siervos cedieron, por medio de la Orden por ellos fundada, a la Santísima Virgen
el lugar que venían ocupando en el calendario.
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