Agustín
Cabrini era un cultivador muy acomodado, cuyas tierras estaban situadas cerca
de Sant' Angelo Lodigiano, entre Pavía y Lodi.
Su esposa, Estela Oldini, era milanesa.
Tuvieron trece hijos, de los que la menor, nacida el 15 de julio de
1850, recibió en el bautismo los nombres de María Francisca, a los que más
tarde había de añadir el de Javier.
La
familia Cabrini era sólidamente piadosa, pues todo en la familia era
sólido. Rosa, una de las hermanas de
Francisca, que había sido maestra de escuela y no había escapado a todos los
defectos de su profesión, se encargó especialmente de la educación de su
hermanita en forma muy estricta. Hay que
reconocer que Francisca aprendió mucho de Rosa y que el rigor con que la
trataba su hermana no le hizo ningún daño.
La piedad de Francisca fue un tanto precoz, pero no por ello menos
real. Oyendo en su casa la lectura de
los "Anales de la Propagación de la Fe", Francisca determinó desde
niña ir a trabajar en las misiones extranjeras.
China era su país predilecto.
Francisca vestía de religiosas a sus muñecas; solía también hacer
barquitos de papel, y los echaba al río cubiertos de violetas, que
representaban a los misioneros que iban a las misiones. Sabiendo que en China no había caramelos,
renunció a ellos para irse acostumbrando a esa privación.
Los padres de Francisca, que deseaban que
fuese maestra de escuela, la enviaron a estudiar en la escuela de las
religiosas de Arluno. La joven pasó con
éxito los exámenes a los dieciocho años.
En 1870, tuvo la pena enorme de perder a sus padres.
Durante
los dos años siguientes, Francisca vivió apaciblemente con su hermana
Rosa. Su bondad sin pretensiones
impresionaba a cuantos la conocían.
Francisca quiso ingresar en la congregación en la que había hecho sus
estudios; pero no fue admitida a causa de su mala salud. También otra congregación le negó la admisión
por la misma razón. Pero Don Serrati, el
sacerdote en cuya escuela enseñaba Francisca, no olvidó las cualidades de la
joven maestra. En 1874, Don Serrati fue
nombrado preboste de la colegiata de Codogno.
En su nueva parroquia había un pequeño orfanato, llamado la Casa de la
Providencia, cuyo estado dejaba mucho que desear. La fundadora, que se llamaba Antonia Tondini,
y otras dos mujeres, se encargaban de la administración, pero lo hacían muy
mal. El obispo de Lodi y Mons. Serrati
invitaron a Francisca a ir a ayudar en esa institución y a fundar ahí una
congregación religiosa. La joven aceptó,
no sin gran repugnancia.
Así
empezó Francisca lo que una religiosa benedictina califica de noviciado muy
especial. Aunque Antonia Tondini había aceptado que Francisca trabajase en el
orfanato, en vez de ayudarla, se dedicó a obstaculizar su trabajo. Pero
Francisca no se desalentó, con sus compañeras fundó la comunidad de las
Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón, bajo la inspiración del gran misionero
jesuita San Francisco Javier. Cuando Francisca hizo los votos religiosos
tomó el nombre del santo y, en 1877, hizo los primeros votos con siete de sus
hermanas religiosas. Al mismo tiempo, el obispo la nombró superiora. Ello no hizo sino empeorar las cosas. La conducta de la hermana Tondina, quien
probablemente estaba un tanto enferma de la cabeza, se convirtió en un
escándalo público. Francisca Cabrini y sus fieles colaboradoras lucharon tres
años más por sostener la obra de la Casa de la Providencia, en espera de
tiempos mejores; pero finalmente, el obispo renunció al proyecto y cerró el
orfanato, después de decir a Francisca: "Vos deseáis ser misionera. Pues bien, ha llegado el momento de que lo
seáis. Yo no conozco ningún instituto
misional femenino. Fundadlo vos
misma". Francisca salió decidida a
seguir sencillamente ese consejo.
En
Codogno había un antiguo convento franciscano, vacío y olvidado. A él se trasladó la madre Cabrini con sus
siete fieles compañeras. En cuanto la comunidad quedó establecida, la
santa se dedicó a redactar las reglas.
El fin principal de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón era la
educación de las jóvenes. Ese mismo año
el obispo de Lodi aprobó las constituciones.
Dos años más tarde, se inauguró la primera filial en Gruello, a la que
siguió pronto la casa de Milán.
Todo
esto se escribe pronto, pero la realidad fue cosa muy seria. En efecto, algunos
alegaron que el título de misioneras no convenía a las mujeres, y una madre se
quejó de que su hija había sido engañada para que entrase en la
congregación. A pesar de ello, la
congregación empezó a crecer, y la madre Cabrini demostró ampliamente su
capacidad. En 1887, fue a Roma a pedir a
la Santa Sede que aprobase su pequeña congregación y le diese permiso de abrir
una casa en la Ciudad Eterna. Algunas
personas influyentes trataron de disuadir a la santa del proyecto, pues
juzgaban que siete años de prueba no bastaban para la aprobación de la
congregación.
El cardenal Parocchi,
vicario de Roma, repitió el mismo argumento en su primera entrevista con la
madre Francisca; pero solo en la primera entrevista, porque la santa se lo ganó
muy pronto. Al poco tiempo, se pidió a
la madre Cabrini que abriese no una sino dos casas en Roma: una escuela
gratuita y un orfanato. Algunos meses
más tarde, se publicó el decreto de la primera aprobación de las Hermanas
Misioneras del Sagrado Corazón.
Misionera
a Estados Unidos
Entre
1901 y 1913 inmigraron a Estados Unidos 4.711.000 italianos. Muchos los
definían como una auténtica enfermedad social.
Una
multitud de europeos pobres, italianos, polacos, ucranios, checos, croatas,
eslovacos, Etc., emigraban a los Estados Unidos. Cuando llegó la madre Cabrini,
había unos 50,000 italianos solo en Nueva York y sus alrededores. La mayoría de
ellos no sabían siquiera los rudimentos de la doctrina cristiana; apenas unos
1,200 habían asistido alguna vez en su vida a la misa. El clero tenía sus
dificultades, pues de cada doce sacerdotes italianos en los Estados Unidos,
diez habían tenido que salir de su patria por mala conducta. Y las condiciones
económicas y sociales de la mayoría de los inmigrantes estaban a la altura de
las condiciones religiosas. Nada tiene,
pues, de extraño que en el tercer concilio plenario de Baltimore, Mons.
Corrigan y León XIII hayan estado muy inquietos.
El arzobispo terminó diciendo que, en vista
de las circunstancias, lo mejor era que la madre Cabrini y sus religiosas
regresasen a Italia. Santa Francisca
replicó con su firmeza y decisión habituales: "No, monseñor. El Papa me envió aquí, y aquí me voy a
quedar". El arzobispo quedó impresionado
al ver la firmeza de aquella pequeña lombarda y el apoyo que le prestaban en
Roma. Por lo demás, hay que confesar que
era un hombre que cambiaba fácilmente de idea.
Así pues, no se opuso a que las religiosas se quedasen en New York y
consiguió que por el momento se alojasen con las hermanas de la Caridad. A las pocas semanas, Santa Francisca había ya
hecho buenas migas con la condesa Cesnola, bienhechora del orfanato proyectado,
la había reconciliado con Mons. Corrigan, había conseguido una casa para sus
religiosas y había inaugurado un pequeño orfanato. En julio de 1889, fue a hacer una visita a
Italia, y llevó consigo a las dos primeras religiosas italo-americanas de su
congregación.
Nueve
meses después, regresó a los Estados Unidos con más religiosas para tomar
posesión de la casa de West Park, sobre el río Hudson, que hasta entonces había
pertenecido a los jesuitas. La santa
trasladó allá el orfanato, que ya había crecido mucho, y estableció ahí mismo
la casa madre y el noviciado de los Estados Unidos. La congregación prosperaba, tanto entre los
inmigrantes a los Estados Unidos como en Italia. Al poco tiempo, la madre Cabrini hizo un
penoso viaje a Managua de Nicaragua; a pesar de que las circunstancias eran muy
difíciles y aun peligrosas, aceptó la dirección de un orfanato y abrió un
internado.
En el viaje de vuelta, pasó
por Nueva Orleans, como se lo había pedido el santo arzobispo de la ciudad,
Francisco Janssens. Los italianos de
Nueva Orleans, que procedían en gran parte del sur de Italia y de Sicilia
vivían en condiciones especialmente amargas.
Había entre ellos algunos criminales indeseables, y poco antes una
chusma enfurecida de americanos, no menos criminal, había linchado a once de
ellos. El resultado de la visita de
Santa Francisca fue que fundó una casa en Nueva Orleáns.
No hace
falta demostrar que Francisca Cabrini fue una mujer extraordinaria, pues sus
obras hablan por ella. Como había
sucedido a la beata Filipina Duchesne, Santa Francisca aprendió el inglés con
dificultad y conservó siempre el acento extranjero muy marcado. Pero ello no le impidió tener gran éxito en
el trato con gentes de todas clases. En
particular, aquellos con quienes tuvo que tratar asuntos financieros, que
fueron muchos y de mucha importancia, la admiraban enormemente.
El único punto en el que falló el tacto de la
madre Cabrini fue en las relaciones con los cristianos no católicos. Ello se debió a que entró por primera vez en
contacto con ellos en los Estados Unidos, de suerte que pasó largo tiempo antes
de que reconociese su buena fe y apreciarse su vida ejemplar. Los comentarios desagradables que hizo la
santa sobre este punto, se explican por su ignorancia, que era la raíz de su
incomprensión. En efecto, como lo
demuestran sus ideas sobre la educación de los niños, era una mujer de visión
amplia y capaz de aprender, que no cerraba a una idea simplemente porque era
nueva. La madre Cabrini había nacido
para gobernar. Era muy estricta, pero
poseía al mismo tiempo un gran sentido de justicia. En ciertas ocasiones era tal vez demasiado
estricta y no caía en la cuenta de las consecuencias de su inflexibilidad.
Por ejemplo, no parece que haya favorecido a
la causa de la moral cristiana negándose a recibir a los hijos ilegítimos en su
escuela gratuita; tal actitud no hacía más que castigar a los inocentes. Pero el amor gobernaba todos los actos de la
santa, de suerte que su inflexibilidad no le impedía amar y ser muy amada. A este propósito, solía decir a sus
religiosas: “Amáos unas a otras. Sacrificaos
constantemente y de buen grado por vuestras hermanas. Sed bondadosas; no seáis duras ni bruscas, no
abriguéis resentimientos; sed mansas y pacíficas.”
En
1892, año del cuarto descubrimiento del Nuevo Mundo, la santa fundó en Nueva
York una de sus obras más conocidas: el “Columbus Hospital”. En realidad, dicha obra había sido emprendida
poco antes por la Sociedad de San Carlos.
Desgraciadamente, la cesión del hospital a las Misioneras de Sagrado
Corazón, que no fue fácil, creó ciertos resentimientos contra la madre
Francisca.
La santa hizo poco después un
viaje a Italia, donde asistió a la inauguración de una casa de vacaciones cerca
de Roma y de una casa de estudiantes en Génova.
En seguida, fue a Costa Rica, Panamá, Chile, Brasil y Buenos Aires. Naturalmente, en 1895, ese viaje era mucho
más difícil que en la actualidad; pero la madre Cabrini gozaba enormemente con
los paisajes, y ello le aligeró un tanto las molestias del viaje. En Buenos Aires inauguró una escuela
secundaria para jovencitas.
Como algunas
personas le advirtiesen que la empresa era muy difícil y pesada, la santa
respondió: “¿Quién la va a llevar a cabo: nosotras, o Dios? ” Después de otro viaje a Italia, donde tuvo
que encargarse de un largo proceso en los tribunales eclesiásticos y hacer
frente a la turba en Milán, fue a Francia, e hizo ahí su primera fundación
europea fuera de Italia. En el verano de
1898, estuvo en Inglaterra. El obispo de
Southwark, Mons. Bourne, que fue más tarde cardenal y había conocido en Codogno
a la madre Francisca, le pidió que fundase en su diócesis una casa de su
congregación; pero el proyecto no se llevó a cabo por entonces.
La
santa desplegó la misma actividad en los doce años siguientes. Si hubiese que nombrar a un santo patrono de
los viajeros, más reciente y menos nebuloso que San Cristóbal, la madre Cabrini
encabezaría ciertamente la lista de candidatos.
Su amor por todos los hijos de Dios la llevó de un sitio a otro del
hemisferio occidental: de Río de Janeiro a Roma, de Sydenham a Seattle.
Las constituciones de la Hermanas Misioneras
del Sagrado Corazón fueron finalmente aprobadas en 1907. Para entonces, la congregación, que había
comenzado en 1880 con ocho religiosas, tenía ya más de 1000 y se hallaba
establecida en ocho países. Santa
Francisca había hecho más de cincuenta fundaciones, entre las que se contaban
escuelas gratuitas, escuelas secundarias, hospitales y otras
instituciones. Las religiosas no se
limitaban en los Estados Unidos a trabajar entre los inmigrantes italianos. En efecto, el día del jubileo de la
congregación, los presos de Sing-Sing enviaron a la santa una conmovedora carta
de gratitud. Entre las grandes
fundaciones, nos limitaremos a mencionar dos: el “Columbus Hospital” de
Chicago, y la escuela de Brockley (1902), que actualmente se halla en Honor
Oak.
Es imposible hablar aquí de todas
las pruebas y dificultades, tales como la oposición del obispo de Vitoria (la
reina María Cristina había llamado a España a Santa Francisca), y la oposición
de ciertos partidos en Chicago, Seattle y Nueva Orleáns. En esta última ciudad las hijas de Santa
Francisca pagaron el mal con bien, ya que se condujeron en forma heroica en la
epidemia de fiebre amarilla de 1905.
En
1911, la salud de la fundadora comenzó a decaer. Tenía entonces sesenta y un
años, y estaba físicamente agotada. Pero
todavía pudo trabajar seis años más. El
fin llegó súbitamente. La madre Francisca
Javier Cabrini murió durante uno de sus viajes a Chicago, el 22 de diciembre de
1917.
Fue
canonizada en 1946. Su cuerpo se halla
en la capilla de la “Cabrini Memorial School” de Fort Washington, en el estado
de Nueva York. Sin duda, que antes de
Santa Francisca hubo muchos santos en los Estados Unidos y que seguirá
habiéndolos en el futuro; pero ella fue la primera ciudadana americana cuya
santidad fue públicamente reconocida por la Iglesia mediante la
canonización. Francisca Javier Cabrini
es una gloria de los Estados Unidos, de Italia, de la Iglesia y de toda la humanidad. Nadie que no fuese un santo como ella hubiese
podido hacer lo que ella hizo y en la forma en que lo hizo. Así lo reconoció León XIII, casi cuarenta
años antes de la canonización de la santa, cuando dijo: “La madre Cabrini es
una mujer muy inteligente y de gran virtud . . . Es una santa”.






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