Desde
1934 estalló en España una horrorosa persecución contra los católicos, por
parte de los comunistas y masones y de la extrema izquierda. Por medio del
fraude y de toda clase de trampas fueron quitándoles a los católicos todos los
puestos públicos. En las elecciones, tuvo el partido católico medio millón de
votos más que los de la extrema izquierda, pero al contabilizar tramposamente
los votos, se les concedieron 152 curules menos a los católicos que a los
izquierdistas.
La
persecución anticatólica se fue volviendo cada vez más feroz y terrorífica. En
pocos meses de 1936 fueron destruidos en España más de mil templos católicos y
gravemente averiados más de dos mil.
Desde
1936 hasta 1939, los comunistas españoles asesinaron a 4,100 sacerdotes
seculares; 2,300 religiosos; 283 religiosas y miles y miles de laicos. Todos
por la sola razón de pertenecer a la Iglesia Católica.
Las
comunidades que más mártires tuvieron fueron: Padres Claretianos: 270. Padres
Franciscanos 226. Hermanos Maristas 176. Hermanos Cristianos 165. Padres
Salesianos 100. Hermanos de San Juan de Dios 98.
En
1936 los católicos se levantaron en revolución al mando del General Francisco
Franco y después de tres años de terribilísima guerra lograron echar del
gobierno a los comunistas y anarquistas anticatólicos, pero estos antes de
abandonar las armas y dejar el poder cometieron la más espantosa serie de
asesinatos y crueldades que registra la historia. Y unas de sus víctimas fueron
los siete jóvenes colombianos, hermanos de la Comunidad de San Juan de Dios,
que estaban estudiando y trabajando en España.
Eran
de origen campesino o de pueblos religiosos y piadosos. Muchachos que se habían
propuesto desgastar su vida en favor de los que padecían enfermedades mentales,
en la comunidad que San Juan de Dios fundó para atender a los enfermos más
abandonados. La Comunidad los había enviado a España a perfeccionarse en el
arte de la enfermería y ellos deseaban emplear el resto de su vida en ayudar de
la mejor manera posible a que los enfermos recobraran su salud mental y física
y sobre todo su salud espiritual por medio de la conversión y del progreso en
virtud y santidad.
Sus
nombres eran: Juan Bautista Velásquez, de Jardín (Antioquía) 27 años. Esteban
Maya, de Pácora Caldas, 29 años. Melquiades Ramírez de Sonsón (Antioquía) 27
años. Eugenio Ramírez, de La Ceja (Antioquía) 23 años. Rubén de Jesús López, de
Concepción (Antioquía) 28 años. Arturo Ayala, de Paipa (Boyacá) 27 años y
Gaspar Páez Perdomo de Tello (Huila) 23 años.
Hacía
pocos años que habían entrado en la Congregación y en España sólo llevaban dos
años de permanencia. Hombre totalmente pacíficos que no buscaban sino hacer el
bien a los más necesitados. No había ninguna causa para poderlos perseguir y
matar, excepto el que eran seguidores de Cristo y de su Santa Religión. Y por
esta causa los mataron.
Estos
religiosos atenían una casa para enfermos mentales en Ciempozuelos cerca de
Madrid, y de pronto llegaron unos enviados del gobierno comunista español (dirigido
por los bolcheviques desde Moscú) y les ordenaron abandonar aquel plantel y
dejarlo en manos de unos empleados marxistas que no sabían nada de medicina ni
de dirección de hospitales pero que eran unas fieras en anticleralismo.
A
los siete religiosos se los llevaron prisioneros a Madrid.

El
Dr. Ignacio Ortiz Lozano, Cónsul colombiano en Barcelona describió así en 1937
al periódico El Pueblo de San Sebastián cómo fueron aquellas jornadas trágicas:
"Este horrible suceso es el recuerdo más doloroso de mi vida. Aquellos
siete religiosos no se dedicaban sino al servicio de caridad con los más
necesitados. Estaban a 30 kilómetros de Madrid, en Ciempozuelos, cuidando locos.
El día 7 de agosto de 1936 me llamó el embajador en Madrid (Dr. Uribe Echeverry) para contarme que viajaban con un pasaporte suyo en un tren y para rogarme que fuera a la estación a recibirlos y que los tratara de la mejor manera posible. Yo tenía ya hasta 60 refugiados católicos en mi consulado, pero estaba resuelto a ayudarles todo lo mejor que fuera posible. Fui varias veces a la estación del tren pero nadie me daba razón de su llegada. Al fin un hombre me dijo: "¿Usted es el cónsul de Colombia? Pues en la cárcel hay siete paisanos suyos".
El día 7 de agosto de 1936 me llamó el embajador en Madrid (Dr. Uribe Echeverry) para contarme que viajaban con un pasaporte suyo en un tren y para rogarme que fuera a la estación a recibirlos y que los tratara de la mejor manera posible. Yo tenía ya hasta 60 refugiados católicos en mi consulado, pero estaba resuelto a ayudarles todo lo mejor que fuera posible. Fui varias veces a la estación del tren pero nadie me daba razón de su llegada. Al fin un hombre me dijo: "¿Usted es el cónsul de Colombia? Pues en la cárcel hay siete paisanos suyos".
Me
dirigí a la cárcel pero me dijeron que no podía verlos si no llevaba una
recomendación de la FAI (Federación Anarquista Española). Me fui a conseguirla,
pero luego me dijeron que no los podían soltar porque llevaban pasaportes
falsos. Les dije que el embajador colombiano en persona les había dado los
pasaportes. Luego añadieron que no podían ponerlos en libertad porque la cédula
de alguno de ellos estaba muy borrosa (Excusas todas al cual más de injustas y
mentirosas, para poder ejecutar su crimen. La única causa para matarlos era que
pertenecían a la religión católica). Cada vez me decían "venga
mañana". Al fin una mañana me dijeron: "Fueron llevados al Hospital
Clínico". Comprendí entonces que los habían asesinado. Fue el 9 de agosto
de 1936.
Aterrado,
lleno de cólera y de dolor exigí entonces que me llevaran a la morgue o
depósito de cadáveres, para identificar a mis compatriotas sacrificados.
En
el sótano encontré más de 120 cadáveres, amontonados uno sobre otro en el
estado más impresionante que se puede imaginar. Rostros trágicos. Manos
crispadas. Vestidos deshechos. Era la macabra cosecha que los comunistas habían
recogido ese día.
Me
acerqué y con la ayuda de un empleado fui buscando a mis siete paisanos entre
aquel montón de cadáveres. Es inimaginable lo horrible que es un oficio así.
Pero con paciencia fui buscando papeles y documentos hasta que logré
identificar cada uno de los siete muertos. No puedo decir la impresión de pavor
e indignación que experimenté en presencia de este espectáculo. Los ojos
estaban desorbitados. Los rostros sangrantes.
Los cuerpos mutilados, desfigurados, impresionantes. Por un rato los contemplé en silencio y me puso a pensar hasta qué horrores de crueldad llega la fiera humana cuando pierde la fe y ataca a sus hermanos por el sólo hecho de que ellos pertenecen a la santa religión.
Los cuerpos mutilados, desfigurados, impresionantes. Por un rato los contemplé en silencio y me puso a pensar hasta qué horrores de crueldad llega la fiera humana cuando pierde la fe y ataca a sus hermanos por el sólo hecho de que ellos pertenecen a la santa religión.

En
aquellos primero días de agosto de 1936, Colombia y la Comunidad de San Juan de
Dios perdieron para esta tierra a siete hermanos, pero todos los ganamos como
intercesores en el cielo. En cada uno de ellos cumplió Jesús y seguirá
cumpliendo, aquella promesa tan famosa: "Si alguno se declara a mi favor
ante la gente de esta tierra, yo me declararé a su favor ante los ángeles del
cielo".
Estos
son los primeros siete beatos colombianos. Los beatificó el Papa Juan Pablo II
en 1992. Y ojalá sean ellos los primeros de una larguísima e interminable serie
de amigos de Cristo que lo aclamen con su vida, sus palabras y sus buenas obras
en este mundo y vayan a hacerle compañía para siempre en el cielo.
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