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Y
no era menos ilustre el linaje de su madre, Marina Sáenz de Licona y Balda.
Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más
joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los
franceses en el norte de Castilla.
Pero su breve carrera militar terminó
abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la
pierna durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que
Iñigo fue herido, la guarnición española capituló.
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Pero,
como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con tales complicaciones que
los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de
San Pedro y San Pablo. Sin embargo empezó a mejorar, aunque la convalecencia
duró varios meses.
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Con tales
métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.
Con el
objeto de distraerse durante la convalecencia, Iñigo pidió algunos libros de
caballería (aventuras de caballeros en la guerra), a los que siempre había sido
muy afecto.
Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una
historia de Cristo y un volumen de vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer
para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba
días enteros dedicados a la lectura. Y se decía: "Si esos hombres estaban
hechos del mismo barro que yo, bien yo puedo hacer lo que ellos hicieron".
Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de
Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos.
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Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los
pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y
tranquilidad, los pensamientos vanos le procuraban cierto deleite, pero no le
dejaban sino amargura y vacío.
Finalmente, Iñigo resolvió imitar a los santos y
empezó por hacer toda penitencia corporal posible y llorar sus pecados.
Le
visita la Virgen; purificación en Manresa
Una noche,
se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su
Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalecencia,
hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde
determinó llevar vida de penitente.
Su propósito era llegar a Tierra Santa y
para ello debía embarcarse en Barcelona que está muy cerca de Montserrat. La ciudad se encontraba cerrada por miedo a
la peste que azotaba la región. Así tuvo que esperar en el pueblecito de
Manresa, no lejos de Barcelona y a tres leguas de Montserrat. El Señor tenía
otros designios más urgentes para Ignacio en ese momento de su vida.
Lo quería llevar a la profundidad de la
entrega en oración y total pobreza. Se hospedó ahí, unas veces en el convento
de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer
penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi
un año.
"A fin
de imitar a Cristo nuestro Señor y asemejarme a Él, de verdad, cada vez más;
quiero y escojo la pobreza con Cristo, pobre más que la riqueza; las
humillaciones con Cristo humillado, más que los honores, y prefiero ser tenido
por idiota y loco por Cristo, el primero que ha pasado por tal, antes que como
sabio y prudente en este mundo". Se decidió a "escoger el Camino de
Dios, en vez del camino del mundo"...hasta lograr alcanzar su santidad.
A las
consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual;
ni la oración, ni la penitencia conseguía ahuyentar la sensación de vacío que
encontraba en los sacramentos y la tristeza que le abrumaba.
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Aquella experiencia dio a
Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran
discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P.
Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que
pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades.
Sin embargo,
al principio de su conversión, Ignacio estaba tan sugestionado por la
mentalidad del mundo que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se
preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al
blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese
crimen.
Tierra
Santa
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De nuevo
en España donde es encarcelado por la inquisición.
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Al cabo de
dos años de estudios en Barcelona, pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar
lógica, física y teología; pero la multiplicidad de materias no hizo más que
confundirle, a pesar de que estudiaba noche y día. Se alojaba en un hospicio,
vivía de limosna y vestía un áspero hábito gris. Además de estudiar, instruía a
los niños, organizaba reuniones de personas espirituales en el hospicio y
convertía a numerosos pecadores con sus reprensiones llenas de mansedumbre.
Había en
España muchas desviaciones de la devoción. Como Ignacio carecía de los estudios
y la autoridad para enseñar, fue acusado ante el vicario general del obispo,
quien le tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente,
absolvió de toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un
hábito particular y enseñar durante los tres años siguientes. Ignacio se
trasladó entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente
acusado de introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión,
los inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los
sufrimientos y la ignominia como pruebas que Dios le mandaba para purificarle y
santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno
invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528.
Estudios
en París
Los dos
primeros años los dedicó a perfeccionarse en el latín, por su cuenta. Durante
el verano iba a Flandes y aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes
españoles establecidos en esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de
Barcelona, podía estudiar durante el año.
Pasó tres años y medio en el Colegio
de Santa Bárbara, dedicado a la filosofía. Ahí indujo a muchos de sus compañeros
a consagrar los domingos y días de fiesta a la oración y a practicar con mayor
fervor la vida cristiana.
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Guvea no respondió, pero tomó a
Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se hallaban reunidos todos los
alumnos y le pidió públicamente perdón por haber prestado oídos, con ligereza,
a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y tres años de edad, Ignacio
obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París.
El Señor
le da compañeros
Las
palabras fervorosas de Ignacio, llenas del Espíritu Santo, abrió los corazones
de algunos compañeros. Por aquella época, se unieron a Ignacio otros seis
estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era sacerdote de Saboya; Francisco
Javier, un navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en los estudios;
Simón Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla.
Movidos por las
exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto de
pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o, si esto
último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los emplease en el
servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar en una capilla
de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos de Pedro Fabro,
quien acababa de ordenarse sacerdote.
Era el día de la Asunción de la Virgen de
1534. Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor, mediante frecuentes
conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla regla de vida.
Poco
después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues el médico le ordenó
que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su salud dejaba mucho que
desear. Ignacio partió de París, en la primavera de 1535. Su familia le recibió
con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en el castillo de Loyola y se
hospedó en una pobre casa de Azpeitia.
Bendición
del Papa; aparición del Señor
Dos años
más tarde, se reunió con sus compañeros en Venecia. Pero la guerra entre
venecianos y turcos les impidió embarcarse hacia Palestina. Los compañeros de
Ignacio, que eran ya diez, se trasladaron a Roma; Paulo III los recibió muy
bien y concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir
las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la ordenación, se
retiraron a una casa de las cercanías de Venecia a fin de prepararse para los ministerios
apostólicos. Los nuevos sacerdotes celebraron la primera misa entre septiembre
y octubre, excepto Ignacio, quien la difirió más de un año con el objeto de
prepararse mejor para ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen
trasladarse a Tierra Santa, quedó decidido finalmente que Ignacio, Fabro y
Laínez irían a Roma a ofrecer sus servicios al Papa. También resolvieron que,
si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían que
pertenecían a la Compañía de Jesús (San Ignacio no empleó nunca el nombre de
"jesuita". Este nombre comenzó como un apodo), porque estaban
decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo.
Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de "La Storta",
el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz inefable, pero
cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: "Ego vobis Romae propitius
ero" (Os seré propicio en Roma). Paulo III nombró al padre Fabro profesor
en la Universidad de la Sapienza y confió a Laínez el cargo de explicar la
Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y
a catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaba en forma
semejante, a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano.
La
Compañía de Jesús
Ignacio y
sus compañeros decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su
obra. A los votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para
imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además,
había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual
ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la
Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a
trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase.
La
obligación de cantar en común el oficio divino no existiría en la nueva orden,
"para que eso no distraiga de las obras de caridad a las que nos hemos
consagrado". No por eso descuidaban la oración que debía tomar al menos
una hora diaria.
La primera
de las obras de caridad consistiría en "enseñar a los niños y a todos los
hombres los mandamientos de Dios".
La comisión de cardenales que el Papa
nombró para estudiar el asunto se mostró adversa al principio, con la idea de
que ya había en la Iglesia bastantes órdenes religiosas, pero un año más tarde,
cambió de opinión, y Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por una bula emitida
el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva
orden y su confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo.
Empezó a
ejercerlo el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los
miembros hicieron los votos en la basílica de San Pablo Extramuros.
Ignacio
pasó el resto de su vida en Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la
orden que había fundado. Entre otras cosas, fundó una casa para alojar a los
neófitos judíos durante el período de la catequesis y otra casa para mujeres
arrepentidas.
En cierta ocasión, alguien le hizo notar que la conversión de
tales pecadoras rara vez es sincera, a lo que Ignacio respondió: "Estaría
yo dispuesto a sufrir cualquier cosa por el gozo de evitar un solo
pecado". Rodríguez y Francisco Javier habían partido a Portugal en 1540.
Con la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde empezó a
ganar un nuevo mundo para Cristo.
Los padres Goncalves y Juan Nuñez Barreto
fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos cristianos.
Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a Etiopía y a
las colonias portuguesas de América del Sur.
Un
baluarte de verdad y orden ante el protestantismo
El Papa
Paulo III nombró como teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los padres
Laínez y Salmerón. Antes de su partida, San Ignacio les ordenó que visitasen a
los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se mostrasen modestos y
humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosa- mente su ciencia y de
discutir demasiado. Pero, sin duda que entre los primeros discípulos de Ignacio
el que llegó a ser más famoso en Europa, por su saber y virtud, fue San Pedro
Canisio, a quien la Iglesia venera actualmente como Doctor.
En 1550, San
Francisco de Borja regaló una suma considerable para la construcción del
Colegio Romano. San Ignacio hizo de aquel colegio el modelo de todos los otros
de su orden y se preocupó por darle los mejores maestros y facilitar lo más
posible el progreso de la ciencia. El santo dirigió también la fundación del
Colegio Germánico de Roma, en el que se preparaban los sacerdotes que iban a
trabajar en los países invadidos por el protestantismo.
En vida del santo se
fundaron universidades, seminarios y colegios en diversas naciones. Puede
decirse que San Ignacio echó los fundamentos de la obra educativa que había de
distinguir a la Compañía de Jesús y que tanto iba a desarrollarse con el
tiempo.
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La revolución y el desorden eran
las características de la Reforma. La Compañía de Jesús tenía por
características la obediencia y la más sólida cohesión. Se puede afirmar, sin
pecar contra la verdad histórica, que los jesuitas atacaron, rechazaron y
derrotaron la revolución de Lutero y, con su predicación y dirección
espiritual, reconquistaron a las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a
Cristo crucificado. Tal era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él,
mereció y obtuvo la confianza y la obediencia de las almas" (cardenal
Manning).
A este propósito citaremos las, instrucciones que San Ignacio dio a
los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca de sus relaciones
con los protestantes: "Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal
modo que, si acaso hay entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de
caridad y moderación cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis
desprecio por sus errores". El santo escribió en el mismo tono a los
padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para Irlanda.
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Empezó a
escribirlo en Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la
aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente con la tradición de
santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo cristianos que se
retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la meditación es tan
antigua como la Iglesia.
Lo nuevo en el libro de San Ignacio es el orden y el
sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y consejos que da
el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la Iglesia, San
Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamente y de formularlos con
perfecta claridad.
La
prudencia y caridad del gobierno de San Ignacio le ganó el corazón de sus
súbditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los
enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles el
mayor bienestar material y espiritual posible.

Era gran enemigo del empleo de los superlativos y de las
afirmaciones demasiado categóricas en la conversación. Sabía sobrellevar con
alegría las críticas, pero también sabía reprender a sus súbditos cuando veía
que lo necesitaban.
En particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio
volvía orgullosos o tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por otra
parte, el estudio y deseaba que los profesores, predicadores y misioneros,
fuesen hombres de gran ciencia.
La corona de las virtudes de San Ignacio era su
gran amor a Dios. Con frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su
orden: "A la mayor gloria de Dios".
A ese fin refería el santo todas
sus acciones y toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía
frecuentemente: "Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?" Quien ama
verdaderamente no está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar
por Dios y sufrir por su causa.

Durante los
quince años que duró el gobierno de San Ignacio, la orden aumentó de diez a mil
miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como
en esos quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó
cuando enfermó una vez más. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber
tenido siquiera tiempo de recibir los últimos sacramentos.
Fue
canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los ejercicios espirituales
y retiros.
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