Catalina
nació el 2 de mayo de 1806, en Fain-les-Moutiers, Borgoña (Francia) de una
familia campesina, en 1806. Al quedar huérfana de madre a los 9 años le
encomendó a la Santísima Virgen que le sirviera de madre, y la Madre de Dios le
aceptó su petición. "A Ti he elegido por mi Madre", dijo Catalina a
María.
Como su
hermana mayor se fue de monja vicentina, Catalina tuvo que quedarse al frente
de los trabajos de la cocina y del lavadero en la casa de su padre, y por esto
no pudo aprender a leer ni a escribir.
A los
14 años pidió a su papá que le permitiera irse de religiosa a un convento pero
él, que la necesitaba para atender los muchos oficios de la casa, no se lo
permitió. Ella le pedía a Nuestro Señor que le concediera lo que tanto deseaba:
ser religiosa. Y una noche vio en sueños a un anciano sacerdote que le decía:
"Un día me ayudarás a cuidar a los enfermos". La imagen de ese
sacerdote se le quedó grabada para siempre en la memoria.
Al fin,
a los 24 años, logró que su padre la dejara ir a visitar a la hermana
religiosa, y al llegar a la sala del convento vio allí el retrato de San
Vicente de Paúl y se dió cuenta de que ese era el sacerdote que había visto en
sueños y que la había invitado a ayudarle a cuidar enfermos. Desde ese día se
propuso ser hermana vicentina, y tanto insistió que al fin fue aceptada en la
comunidad.
Entró a
la vida religiosa con la Hijas de la Caridad el 22 de enero de 1830 y después
de tres meses de postulantado, 21 de abril, fue trasladada al noviciado de
París, en la Rue du Bac, 140.
Fue
destinada al hospicio de Enghien, en la calle de Reuilly de París. Durante
cuarenta y cinco años se dedicó a oficios humildes: de la cocina a la ropería,
al cuidado del gallinero, lo que le recuerda sus pichones de la granja de la
infancia: a la asistencia a los ancianos de la enfermería, al cargo, ya para
hermanas inútiles y sin fuerzas, de la portería.
El 27
de noviembre de 1830 estando Santa Catalina rezando en la capilla del convento,
la Virgen María se le apareció totalmente resplandeciente, derramando de sus
manos hermosos rayos de luz hacia la tierra. Ella le encomendó que hiciera una
imagen de Nuestra Señora así como se le había aparecido y que mandara hacer una
medalla que tuviera por un lado las iniciales de la Virgen María "M",
y una cruz, con esta frase "Oh María, sin pecado concebida, ruega por
nosotros que recurrimos a Ti". Y le prometió ayudas muy especiales para
quienes lleven esta medalla y recen esa oración.
En 1865
muere el padre Aladel, su confesor y quien cnoce todo de las aparciones y
cualquiera puede pensar en la gran pena de la Santa. Sin embargo, durante las
exequias alguien pudo observar el rostro radiante de sor Catalina, que
presentía el premio que la Virgen otorgaba a su fiel servidor.
Otro
sacerdote le sustituye en su cometido de confesor: la religiosa le informe
sobre las apariciones, pero no consigue ser comprendida.
Sor
Catalina habla de tales hechos extraordinarios exclusivamente con su confesor:
ni siquiera en los apuntes íntimos de la semana de ejercicios hay referencias a
sus visiones.
Ella
vive en el silencio, y hasta tal punto es dueña de sí, que en los cuarenta y
seis años de religiosa jamás hizo traición a su secreto, aun después que las
novicias de 1830 iban desapareciendo, y se sabe que la testigo de las
apariciones aún vive. La someten a preguntas imprevistas para cogerla de
sorpresa, y todo en vano. Sor Catalina sigue impasible, desempeñando los
vulgares oficios de comunidad con el aire más natural del mundo.
La
virtud del silencio consiste no tanto en sustraerse a la atención de los demás
cuanto en insistir ante su confesor con paciencia y sin desmayos, sin que
estalle su dolor ante las dilaciones. Ha muerto el padre Aladel y el altar de
la capilla sigue sin levantarse, y la religiosa teme que la muerte la impida
cumplir toda la misión que se le confiara.
El
confesor que sustituyó al padre Aladel es sustituido por otro. Estamos a
principios de junio de 1876, año en que "sabe" la Santa que habrá de
morir. Tiene delante pocos meses de vida. Ora con insistencia, y, después de
haber pedido consejo a la Virgen, confía su secreto a la superiora de Enghien,
la cual con voluntad y decisión consigue que se erija en el altar la estatua
que perpetúe el recuerdo de las apariciones.
La
misión ha sido cumplida del todo. Y sor Catalina muere ya rápidamente a los
setenta años, el 31 de diciembre de 1876.
En
noviembre de aquel año tuvo el consuelo de hacer los últimos ejercicios en la
capilla de la rue de Bac, donde había sentido las confidencias de la Virgen.
Su
muerte fue dulce, después de recibir los santos sacramentos, mientras le
rezaban las letanías de la Inmaculada.
Cuando
cincuenta y seis años más tarde el cardenal Verdier abría su sepultura para
hacer la recognición oficial de sus reliquias, se halló su cuerpo incorrupto,
intactos los bellos ojos azules que habían visto a la Virgen.
Hoy sus
reliquias reposan en la propia capilla de la rue du Bac, en el altar de la
Virgen del Globo, por cuya erección tuvo
El papa
Pío XI la beatificó el 28 de mayo de 1933 y Pío XII el 27 de julio de 1947 la
canonizó. Su fiesta se celebra el 28 de noviembre.






No hay comentarios:
Publicar un comentario